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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (40 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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El aspecto de los túneles y las galerías que recorrían fue cambiando a medida que se acercaban a las partes más nuevas de la ciudad. Los pasadizos se hicieron más anchos, y algunos estaban iluminados. En un depósito pluvial a medio construir, tan sólo un esqueleto de columnas de hormigón sin revestir y docenas de hierros diseminados por doquier, vieron con asombro la luz del día entrando por un gran hueco del techo, y sólo entonces se dieron cuenta de que habían estado caminando durante toda la noche. De pronto, se sintieron agotadas y se sentaron a los pies de una excavadora abandonada.

La descarnada arquitectura de la gran sala de paredes rocosas y la luz del sol que incidía como un poderoso foco de teatro sobre el metal de la silenciosa máquina, otorgaban a la escena una curiosa calidad religiosa, como si en lugar de un frío depósito de agua, aquel recinto fuera en realidad un antiguo templo, con la máquina excavadora convertida en bruñido dios metálico y dos de sus sacerdotisas postradas a los pies.

Al cabo de un rato, cuando Isabel ya empezaba a cabecear, vencida por el cansancio, notó que la zarandeaban con suavidad.

—Vamos, Isabel. Hay que seguir adelante.

Esta vez le costó mucho más alzarse del polvoriento suelo. La mochila había aumentado extraordinariamente de peso y las botas parecían estar rellenas de plomo. Pero se puso en pie y se dispuso a reanudar la persecución, sabiendo que era la única alternativa posible. Ahora no podía abandonar. Flaquear supondría no sólo dejar a Julia sola, sino también tener que afrontar por sí misma una realidad de la que ya no podía escapar. ¿Qué iba a hacer? ¿Huir de la ciudad? ¿Esconderse en algún agujero del campo y esperar allí la muerte? ¿Vivir el resto de sus días con el miedo a ser descubierta? No había más que una opción posible y era combatir, seguir adelante y conseguir sobrevivir para contarlo.

Paso a paso, se arrastró detrás de Julia, avanzando penosamente por los incontables colectores, siguiendo siempre alguna señal que la otra detectaba con una facilidad que en ocasiones le parecía increíble. Observó que cuando se detenían para descansar y creía que Isabel no estaba mirando, Julia se abría el anorak y agarraba el medallón grabado con la estrella. Entonces cerraba los ojos y en su cara aparecía una expresión de bienestar, como si el contacto con la extraña piedra verde la calmara. Isabel tenía la mente bullendo con interrogantes, pero no se atrevió a preguntar. No era el momento más adecuado para abrir otra puerta más al horror que supondría la respuesta.

Distraída por el cansancio y la vorágine de pensamientos que aleteaban con furia en su mente, casi choca con ella al doblar el recodo de un estrecho colector que parecía desembocar en otro mucho más ancho. El miedo la paralizó cuando vio que Julia había desenfundado el arma y estaba apuntando a algo que le quedaba fuera del campo de visión. Julia alzó un dedo sin mirarla y sin dejar de apuntar. A continuación giró la cabeza y sus labios formaron las palabras «quédate ahí», indicando con la otra mano una oquedad que se abría a su izquierda.

Isabel obedeció al instante, y desde las sombras de su cobijo vio con nerviosismo creciente cómo Julia se acercaba a lo que parecía ser un montón de fango que había en el centro de la alcantarilla. Sujetando el arma con ambas manos, le dio un ligero empujón con la punta de la bota y se replegó hacia atrás con la rapidez de una cobra. El montón no se movió en absoluto. Julia repitió la maniobra, esta vez con más fuerza. Esperó unos instantes y al ver que no había respuesta, enfundó el arma y se arrodilló al lado.

Isabel salió de su escondite y se aproximó. El montón de fango resultó ser el cuerpo desnudo de un hombre, cubierto de suciedad, barro y sangre. Los infatigables insectos y las ávidas ratas ya habían empezado a dar cuenta del festín. Cuando Julia le dio la vuelta, Isabel se encontró con horror indecible con la mirada muerta de un Joan casi irreconocible, cuyos ojos, muy abiertos, tenían una expresión de pánico
demasiado
parecida a la del cadáver de Baxter.

Isabel se echó hacia atrás, dándose la vuelta y apoyándose en la pared del colector. El agotamiento la venció y las arcadas que venía reprimiendo desde su entrada en el hediondo laberinto subterráneo cobraron fuerza. Sin poderlo evitar, vomitó sobre la pared, sacudida por unos espasmos incontrolables. La acometió una ola de desesperación al ver por fin el trágico y terrible desenlace del misterio de la desaparición del forense.

El enemigo mortal de la humanidad se había cobrado una nueva víctima. Joan Batiste había servido de carnaza para un escalofriante episodio más en la guerra eterna entre el Bien y el Mal. Y ella —le susurró la malhadada voz de su terror— podría ser la próxima.

—Dios mío —oyó exclamar a Julia. Enjuagándose la boca con el dorso de la mano enguantada y tragando saliva con dificultad y asco, se dio la vuelta y vio cómo había abierto el ordenador y estaba mirando la pantalla con expresión desolada. El mapa digital indicaba que estaban bajo el complejo de edificios del Fórum, justo al lado del mar. Julia desvió la vista de la pantalla y miró a Isabel con los ojos anegados en lágrimas.

—Hemos llegado demasiado tarde —dijo con voz entrecortada.

Unas horas antes

Si Joan Batiste hubiera podido comprender alguna de las acciones que había realizado en las últimas horas, se hubiera horrorizado. Pero desde que inhaló inadvertidamente el parásito al practicar la autopsia al cadáver de Roderick Baxter, el forense había sufrido una serie de lapsos mentales de los que no había recordado absolutamente nada. Tan sólo era consciente de que los sueños de las tres noches anteriores habían estado plagados de extrañas pesadillas que le habían hecho despertar exhausto y sudoroso.

No se había dado cuenta de su protagonismo en el robo de ciertas pertenencias de la víctima, que ya había etiquetado como evidencias para la investigación de la Policía en uno de los momentos de lucidez inducida previos a la metástasis de la larva. Tampoco recordaba haber prendido fuego al depósito de cadáveres del Hospital del Mar con un bidón de gasolina que había acarreado desde el garaje de su casa como un sonámbulo. Lo único que había podido retener en su memoria era algún brumoso detalle de las espantosas imágenes oníricas que había visto durante el período de incubación del parásito. Unos sueños que le habían hecho perder la cordura en cuestión de horas, pues la comunión con el parásito desvelaba en todo su malsano esplendor la naturaleza de las abominaciones que, ocultas entre las estrellas, aguardaban expectantes el regreso del Dios Dormido.

Afortunadamente, tampoco había sido consciente de la espantosa catarsis que había padecido su cuerpo, y a partir de ahí, ya no había sido capaz de sentir nada. Lo que una vez había sido un ser humano era ahora un mero vehículo, un medio de transporte desprovisto de voluntad e impotente, un despojo ambulante de carne amoratada y purulenta, bajo cuya piel grotescamente hinchada se agitaban las larvas en pleno proceso de incubación, absorbiendo frenéticamente los últimos restos de sangre de su insólita madre.

El periplo por las alcantarillas había sido largo y tedioso, y su cuerpo magullado y sucio daba fe de los múltiples encontronazos y traspiés que había dado, ya que el parásito no había sido capaz de controlar por completo la frágil cáscara de carne y hueso, demasiado compleja en su debilidad para un ente que no tenía absolutamente nada de humano. Pese a todo, había conseguido manejar los hilos de la marioneta en la que se alojaba para llegar hasta aquel punto de la ciudad. Una vez allí, tenía que cumplir la segunda parte de su misión.

Si el forense se hubiera podido ver a sí mismo, de pie, inmóvil bajo la luz vacilante de los ojos de buey que jalonaban el túnel de servicio subterráneo, habría visto con horror cómo su cuerpo desnudo se erguía de repente, con los brazos en cruz. Cada músculo y cada nervio se había tensado hasta rozar la rotura, y entonces, el terror habría sobrepasado los límites de lo posible al notar cómo se le abría la piel y de cada poro surgía un diminuto ser, un espantoso híbrido entre insecto y algo definitivamente no terrenal, y hubiera contemplado sin comprender cómo la hormigueante masa negra levantaba el vuelo con un peculiar zumbido y se adentraba en uno de los canales de aireación, transformada en un aterrador enjambre que fue avanzando, seguro y sin vacilar, hasta salir por una serie de rejillas al nivel del suelo y diseminarse en la atmósfera de la enorme sala de conferencias atestada de gente.

Lentamente, los engendros alados se fueron esparciendo entre los allí congregados, en su mayoría periodistas de los países supervivientes que habían conseguido llegar hasta la ciudad de Barcelona para cubrir la cumbre mundial y que esperaban impacientes el inicio de la rueda de prensa que iba a dar respuestas al truncado viaje del
Sea Rhapsody
y al trágico fracaso de las conversaciones internacionales.

Pero los ojos vacíos y sangrantes de Joan Batiste no vieron nada, y el cuerpo, libre por fin de la presencia de Shub Nil Al-raz, al que algunos textos aludían vagamente como la Cabra de las Mil Crías, se desplomó como un fardo sobre la húmeda piedra de la galería subterránea desde la que se podía oír el lejano murmullo del mar.

Capítulo VIII

Observatorio astronómico del Roque de los Muchachos, esa misma noche

El relativo silencio que reinaba en la habitualmente ruidosa sala de control del observatorio se debía no tan sólo a una cuestión económica sino también de salud mental. Pablo había decidido desconectar todos los sistemas auxiliares para ahorrar energía y mantener la conexión con el satélite el máximo tiempo posible. Cada quince minutos, iba recibiendo una nueva imagen y un flujo de datos actualizados.

La quietud le era absolutamente necesaria para tratar de sobreponerse a la magnitud de la catástrofe cósmica que había detectado e intentar conservar la cabeza fría para seguir analizando los devastadores resultados que escupían los despiadados ordenadores.

Ya no le cabía la menor duda: lo que mostraban ahora los grandes monitores que había apilado en una de las mesas se correspondía con la denominada anomalía de Feigelson, algo que sólo estaba en los libros de texto universitarios y en artículos técnicos casi desconocidos para la opinión pública.

A veces denominado dramáticamente vampirismo estelar, lo que estaba ocurriendo era un evento cósmico que nadie hubiera querido ver con sus propios ojos, ya fuera técnico, científico o simple habitante del planeta, puesto que su aparición significaba la muerte anunciada del Sol y por extensión, la fecha temida y apocalíptica del fin de los días de la humanidad.

En esencia, la teoría postulaba que algunas estrellas jóvenes crecían y se nutrían de otras estrellas arrancando de su superficie las materias que precisaban para su supervivencia. Hasta entonces, sólo se habían recogido los indicadores de galaxias muy lejanas.

Pablo miró su reloj y lo comparó con el de la sala de control. El siguiente grupo de datos no tardaría en llegar. Volvió a examinar las columnas de guarismos que desfilaban por las pantallas con la disciplina de un batallón de soldados en una parada militar. Tenía la esperanza de que con el nuevo datagrama llegaría la respuesta a la incógnita de dónde estaba la estrella vampiro que estaba alimentándose del sol.

Sin embargo, los datos que llegaron desde el espacio con puntualidad le sumieron en la confusión. Mientras se iba formando la imagen tomada por el satélite, Pablo cotejó la información recibida una y otra vez. Toda la teoría de Feigelson se tambaleó y se desmoronó como un castillo de naipes.

El científico se cogió la cabeza con ambas manos. Los datos
tenían
que ser erróneos. No sólo no había ningún vampiro estelar, sino que las lecturas de los sensores del satélite indicaban que había sucedido algo que nunca antes había sido considerado. Había aparecido un punto negro en la superficie del astro solar.

El sol se estaba apagando. La imagen se acabó de formar en las pantallas con toda la nitidez que permitía la infografía del sistema informático. La esfera ígnea presentaba un diminuta zona de oscuridad en la parte central. Pablo le dio un par de golpes al monitor y se dio cuenta, en el acto, de la estupidez que acababa de hacer. Había sido un acto reflejo, la esperanza infantil de que todo fuera un simple defecto en la superficie de la pantalla, que el destino del mundo se arreglaría con un par de trompazos bien colocados.

Tecleó una serie de órdenes en uno de los terminales y el crecimiento de la zona oscura previsto por los impertérritos microprocesadores se plasmó como una gota de tinta esparciéndose por la corteza solar, un veloz cáncer que aumentaba de tamaño cada día, que no reflejaba luz y para el que el solitario científico no tenía, de momento, ninguna explicación más satisfactoria.

La red mundial de observatorios estaba destruida, así que Pablo no tenía medio alguno de poder confirmar el extraordinario fenómeno. Con prisa febril, se puso a trajinar en una consola, tratando de restablecer las pobres conexiones que unían el observatorio insular con el gran telescopio espacial Hubble. Tenía que examinar con más precisión el increíble evento que ponía en jaque la vida sobre la Tierra.

Lo que no había intuido aún es que Feigelson era, en parte, la solución al enigma y que la llamada del vampiro estaba originada en la propia Tierra, que la supuesta mancha solar era en realidad un fragmento desgajado que se iba aproximando a la Tierra, y que el tiempo de reacción se estaba agotando, pues el hijo arrancado del vientre del Sol, colocado en la trayectoria perfecta, impulsado por una poderosa magia más antigua que el hombre, iba reduciendo cada día la distancia a su desprevenido objetivo.

La hormigueante masa negra ya estaba muy próxima y podía notar el calor que desprendía en el rostro. Ya no veía nada más que aquel pozo de negrura en continua expansión, y ni una sola de las extrañas estrellas de la bóveda celeste escapaba a la oscuridad que seguía creciendo y engulléndolas con su avance imparable.

Con un gesto instintivo e inútil, se protegió los ojos del inminente impacto. Allí, anonadada, acurrucada en el suelo cubierto con una gruesa capa de polvo gris, esperó la muerte que sobrevendría al colosal choque, pero lo único que llegó hasta ella fueron las rachas del viento más gélido que había notado en toda su vida, unas ráfagas de aire helado que parecía provenir de las entrañas de la propia Muerte, unos zarpazos invisibles que levantaron lánguidos remolinos de polvo a su alrededor.

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