Despertando al dios dormido (37 page)

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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

BOOK: Despertando al dios dormido
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Los enseres y objetos de uso cotidiano que había allí le mostraron que el gran salón y su espléndida tribuna voladiza eran las partes más habitadas de la casa.

—No creo que Batiste esté aún por aquí —opinó Julia bajando el arma para alivio de Isabel, que nadaba en sudor.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó intrigada, tratando de distinguir algún detalle revelador.

—Una persona que prende fuego a un cadáver sin preocuparse de las cámaras de vigilancia sabe que no puede volver a su casa tranquilamente —explicó Julia mirándola con fijeza—, y si lo hace, no va dejar abierta la puerta principal, ¿no crees?

—Tienes razón —concedió Isabel, sintiéndose un poco tonta. Todavía no podía creer que su amigo hubiera cometido un acto tan bárbaro—. Debe haber huido. Pero ¿adónde?

Julia miró a su alrededor con detenimiento.

—Mira eso, Isabel —le dijo finalmente señalando con el cañón del arma—. Parece que no le gustaban los espejos.

Isabel miró en la dirección indicada y vio fragmentos de cristal en el suelo del salón, procedentes de un gran espejo del que sólo quedaban esquirlas puntiagudas que reflejaban la habitación mil veces. Frente al marco roto yacía el busto de un Goya de expresión encolerizada que había servido con toda seguridad de arma arrojadiza. Una inspección rápida reveló que el espejo del cuarto de baño adyacente así como la inmensa luna de un armario ropero que había en uno de los pasillos también estaban destrozados.

—¿Por qué habrá hecho eso? —exclamó Isabel con extrañeza—. ¿Qué vio en los espejos?

—Lo sabremos en cuanto averigüemos quién o qué le obligó a hacerlo —replicó Julia—. Tendremos que registrar todo esto palmo a palmo. Ocúpate de esta planta y yo buscaré abajo y en las golfas. Si encuentras algo que te llame la atención, por nimio que pueda parecer, ponlo a un lado. Cualquier detalle es importante.

Cuando Julia hubo desaparecido escaleras abajo, Isabel miró a su alrededor con expresión dubitativa. Por las ventanas entraba la luz dorada de un día que iba entrando en el ocaso. La casa estaba profusamente amueblada y mostraba con claridad el estilo de vida desordenado del típico célibe. Iba a darle bastante quehacer el registrar todo el desbarajuste de ropa, libros y objetos amontonados en pilas inestables y eclécticas. Lanzando un suspiro, empezó a buscar por las habitaciones cerradas y fue cubriendo sistemáticamente toda la planta hasta que se halló de nuevo en el salón. Desde abajo llegaba de vez en cuando el sonido de una puerta o de un cajón cerrándose.

Pasó el rato, y excepto ropa vieja y muebles tapados con sábanas blancas cubiertas de polvo, Isabel no había encontrado nada digno de mención en las habitaciones. Fue en el salón, sin embargo, dónde halló unas gotitas oscuras junto a la puerta del dormitorio, ahora sumido en la penumbra del atardecer. Isabel tocó una de ellas y se miró el dedo. El inequívoco rastro rojizo la hizo estremecer. Tragó saliva con dificultad y, sin atreverse a entrar en el dormitorio, tanteó con la mano la pared interior hasta encontrar el interruptor de la luz.

La dantesca escena que puso al descubierto el resplandor de la gran lámpara de cristal que colgaba del techo la hizo soltar un grito de espanto y la obligó a cerrar los ojos mientras se asía con fuerza al marco. Se oyeron pasos precipitados y unas manos fuertes la sujetaron por los hombros.

—¡Dios Santo! —fue lo único que oyó exclamar a Julia con voz ahogada.

La habitación parecía haber sido el escenario de una matanza desaforada. El suelo, las paredes, la cama, los muebles y el techo estaban literalmente cubiertos de sangre, pero lo que hacía la visión realmente única y macabra era el aspecto casi puntillista de las incontables salpicaduras que parecían desafiar a la barroca decoración arquitectónica. En algunos lugares, los rastros sangrientos se asemejaban a los que dejaría un gigantesco
aspergillum
que hubiera celebrado una espantosa bendición. A los pies de la cama enrojecida, al lado de unos jirones de ropa claramente desgarrados, dos marcas dibujaban con terrible precisión la huella de unos pies descalzos que se alejaban desapareciendo en la gruesa alfombra que cubría gran parte del suelo.

De pronto, a Isabel le fallaron las piernas y no cayó al suelo porque Julia la sujetó con firmeza y la ayudó a tumbarse en el sofá del salón.

La habitación danzaba locamente a su alrededor y una nueva oleada de sudor frío y viscoso acabó de empaparla por completo. Jadeó de forma incontrolada, aspirando grandes bocanadas de un aire que casi no le llegaba a los pulmones contraídos por el terror. En los frescos del techo aparecieron monstruos descarnados, blasfemias deformes que se deslizaban con movimientos obscenos entre los motivos florales, que súbitamente habían adquirido vida y ondulaban enloquecidos, como mecidos por un viento que saliera por las puertas del mismo infierno.

Sintió un pinchazo en un brazo y contempló con asombro infinito cómo Julia acababa de inyectarle un líquido ambarino que había hecho aparecer como por arte de magia.

—¿Qué…? —fue lo único que consiguió articular.

—No tengas miedo —dijeron los labios de la otra, mientras su cara, los frescos y los monstruos danzantes se difuminaban tragados por una súbita neblina blanca—. Todo va a salir bien.

Julia observó preocupada cómo se relajaban las facciones contraídas de Isabel mientras se sumía en la inconsciencia. Sabía por amarga experiencia que los primeros días eran los más duros. Los continuos embates contra la cordura iban minando poco a poco las defensas, y sólo una férrea disciplina mental podía lograr combatir las terribles imágenes y las odiosas revelaciones que el subconsciente reactivado enviaba a un cerebro que se negaba en redondo a aceptarlas.

No sabía qué iba a suceder con la joven mujer de ojos azules y sonrisa contagiosa que estaba acurrucada en el sofá. La imagen de
Danae
, un cuadro de Gustav Klimt, se superpuso con Isabel desmayada. A pesar de todo lo que le había ocurrido, Julia la galerista había conservado la facilidad innata que tenía para recordar obras pictóricas. De poco le iba a servir a partir de ahora, pero en cierta forma, la visión de los lienzos mitigaba la ansiedad que dominaba su nueva y azarosa vida.

No había duda de que la joven periodista estaba conectada de alguna manera con los Dioses Primigenios. La reacción que había tenido ante la Estrella había sido concluyente. Hasta ahora, sólo los que habían tenido contacto con el horror se habían visto afectados por el talismán de los Ancianos. Además, Isabel había demostrado tener una enorme capacidad cognitiva y una facilidad extrema para recordar eventos y transcribirlos de forma lúcida y fácil de asimilar. Lo había confirmado con la descripción de sus sueños, que contenían indicios claros de que había atisbado algo del caos rampante que la organización vaticana combatía, y aquello, junto con el minucioso relato de lo acontecido a bordo del
Sea Rhapsody
, había acabado de confirmar su hipótesis.

Sin embargo, Julia no sabía cuál podría ser el papel que estaba destinada a representar. Isabel poseía alguna facultad oculta, algo que había trascendido la barrera de lo real para adentrarse en el mundo onírico, mucho más accesible y a veces el único medio de comunicación de los entes con los humanos. Era preciso informar de todo a Florencia. Julia no tenía muy claro si la joven iba a sobrevivir a lo que la esperaba, pero su instinto le decía que parecía ser una mujer fuerte y capaz de superar las terribles pruebas que se le iban a presentar. No obstante, la mente humana era bastante más frágil de lo que parecía y en cualquier momento se podía romper la delicada membrana que la separaba de la locura.

Durante su estancia en Florencia, Julia había visto los cuerpos sin chispa que se agitaban débilmente, recorridos por espasmos nerviosos involuntarios, sumidos en la catatonia, recluidos en discretos sanatorios mentales hasta el fin de sus días, víctimas vitalicias de un terror tan potente que su mente atormentada no había podido asimilar.

Miró su reloj. Isabel estaría fuera de combate durante una hora. Tiempo más que suficiente para registrar lo que le quedaba de casa y tratar de encontrar algún indicio del paradero del esquivo forense. Se dirigió a la habitación y contempló una vez más el sangriento espectáculo. Era quizá muy pronto para revelar a la otra todo lo que intuía, pero ya tenía una idea espantosamente clara de lo que había atacado y poseído al desgraciado médico. Su mente fotográfica recreó con todo lujo de detalles la terrorífica escena que debía haber sucedido allí, un evento parecido al que había visto en una filmación borrosa mientras completaba su acondicionamiento en tierras italianas.

El infortunado Batiste había sido presa de un parásito al que los arcanos textos habían llamado la larva de Shub Nil Al-raz, un engendro del que no se sabía más que provenía de alguna estrella de la constelación de las Pléyades, más allá de los confines del sistema solar. Con toda probabilidad, debía haber estado aletargado en el cuerpo congelado de Baxter y habría aprovechado la proximidad del forense para cambiar de anfitrión. La especialidad de la monstruosa aberración biológica, parte insecto, parte hongo, parte gusano, toda ella horror indescriptible, era filtrarse por los conductos respiratorios de la víctima, abrirse camino a través de las partes blandas del rostro y alojarse cerca del lóbulo temporal del hemisferio cerebral izquierdo. Desde allí empezaba a crecer y expandirse, iniciando una metástasis velocísima que acababa en pocos días con la voluntad y la capacidad de raciocinio del individuo atacado.

Una vez conseguido el control mental, iniciaba la tarea de camuflar su presencia, tocando las sinapsis adecuadas de la memoria a corto plazo con sutileza y precisión quirúrgica. A partir de ese momento, el anfitrión involuntario se convertía en una marioneta al servicio de los deseos de la larva. No satisfecha con poseer el control absoluto de su vehículo humano, la larva continuaba su atroz expansión por todos los vasos sanguíneos del cuerpo hasta lograr una simbiosis absoluta que culminaba con una horripilante y explosiva expulsión de sangre por todos los poros del cuerpo. El cuerpo de la víctima se agitaba entonces con tal fuerza que parecía vibrar, piadosamente ajeno al dolor, incapaz de sentir y de ver, hasta que se consumaba el grotesco orgasmo.

Una vez alcanzado este estadio, no había ninguna posibilidad de salvar al ser humano, que a partir de ese instante hasta el día de su muerte física era una simple carcasa animada, un vehículo perfecto para el voraz parásito, que empezaba de inmediato el proceso de desove e incubación de más larvas para poder realizar un nuevo contagio.

La mente de Julia hervía con preguntas. ¿Había sido Baxter la primera víctima? Y si así era, ¿dónde había hallado el espantoso espécimen? Sería extremadamente complicado reunir toda la información de los lugares visitados por el profesor a lo largo de su vida. Londres estaba en ruinas, y no sería nada fácil llegar hasta el apartamento para tratar de hallar algo que arrojase alguna luz sobre las excavaciones no oficiales que hubiera podido realizar. Eso suponiendo que el edificio siguiese en pie. ¿Y por qué había ocultado los descubrimientos a la organización vaticana? Para los que alzaban el terrible velo de Isis,
Gli Angeli Neri
era la única oportunidad que tenían de sobrevivir.

Había otra posibilidad aún más inquietante a considerar. Era extremadamente difícil el atribuir a la casualidad la precisión y la oportunidad de la aparición del cuerpo de Roderick Baxter. Cada vez parecía más probable que el cadáver hubiera sido implantado con el parásito, transportado y soltado en el barco para llamar la atención de la organización, convertido en un cebo, en una prueba de que las puertas del infierno estaban abiertas y que los insensatos humanos que respaldaban el ancestral culto estaban preparados para la batalla final.

Julia se estremeció al recordar que sus propios progenitores habían aceptado voluntariamente la letal conversión, engañados por promesas de grandeza y poder cuando llegara el gran momento de despertar al Dios Dormido. Sus manos buscaron instintivamente el medallón que calmaba las tremendas ansias que todavía surgían con fuerza en su mente cuando la simple mención de la cruel deidad conseguía traspasar las débiles barreras que había logrado erigir durante aquellos seis meses de calvario.

Ésta iba a ser la guerra definitiva. Esta vez no habría treguas inciertas ni pactos secretos. Sólo habría un ganador, y Gli Angeli Neri estaban en clara desventaja. Habían perdido a un tercio de sus efectivos, algunos en la hecatombe, otros heridos o simplemente incomunicados. Muchos refugios, construidos cerca del océano por razones obvias, habían sido destruidos por el salvaje oleaje y los subsiguientes seísmos. Las comunicaciones eran deficientes y el flujo de información, verdadero corazón de la organización, había menguado hasta convertirse en gotas escasas y preciadas, aunque del todo insuficientes.

Un gemido de la inconsciente Isabel la devolvió a la realidad. No podía perder más tiempo.

El registro a fondo del dormitorio reveló, ocultas tras un mueble tocador, un par de bolsas de plástico transparente serigrafiadas con el anagrama de la Policía Nacional, que Julia reconoció de inmediato como recipientes para pruebas de un delito. Estaban vacías, pero en su interior se apreciaban todavía restos de agua que sin duda provenían del hielo que cubría el cadáver de Baxter.

Julia hizo una mueca de consternación.

Algo no encajaba. Cualquier acción ordenada por el parásito era ejecutada por su víctima sin titubeos ni escrúpulos, por terrible que fuera. Pero no había constancia de que las larvas tuvieran más que la inteligencia primaria necesaria para su inmediata reproducción. Batiste había robado algo que tenía una importancia indudable para el desarrollo de cualesquiera que fueran los planes previstos, algo que no había sido consignado en la lista de efectos personales de Baxter, alguna evidencia que el forense había escamoteado del hospital y ocultado o, en el peor de los casos, destruido. Aquel comportamiento sólo podía significar dos cosas: o era uno de los infelices humanos que colaboraban con los adoradores de aquel Dios de pesadilla, o había algo más poderoso escondido bajo la inusual acción.

Además, la cremación del cadáver de Baxter era una manera brutal y despiadada de deshacerse de pruebas incriminatorias que podían revelar al mundo la existencia de los monstruos. Pero la acción requería una orden ejecutiva, una capacidad de la que carecía una larva de Shub Nil Al-raz. Alguien más había penetrado en los sueños de Batiste, alguien con poder suficiente para silenciar la voluntad del forense y obligarle a cometer aquella atrocidad.

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