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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (39 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Tras otra frugal cena con lo que quedaba en los armarios de la cocina, ambas mujeres se vistieron y fueron colocando los dispositivos y las armas en los arneses y en la mochila que formaba parte del equipo. Al contemplar a Julia y verse a sí misma en el reflejo de una ventana, vivas imágenes de personajes que hasta la fecha sólo había visto en el cine de aventuras, Isabel comprendió finalmente que se estaba jugando su propia vida y la de otros muchos, y posiblemente poniendo en juego el destino de toda la humanidad.

De pronto, la tremenda responsabilidad la golpeó con la fuerza de un tren de mercancías y le flaquearon las piernas. Presa de un súbito vértigo, se tambaleó, pero notó que unos brazos fuertes la sujetaban por la cintura mientras que junto a su oído sonaba la voz de Julia, lejana y tenue.

—No te preocupes, lo vas a hacer muy bien.

Salieron al jardín escasamente iluminado por los pequeños focos e Isabel siguió los pasos decididos de Julia, que se internó entre los arbustos sin vacilar. La oscuridad se la tragó en un segundo y de pronto, Isabel sintió miedo y forcejeó con la linterna hasta conseguir rasgar la cortina de negrura con el potente haz.

—Estoy aquí, Isabel —oyó que le decía la voz de Julia unos pasos más adelante.

Isabel se aproximó y vio que se hallaba asomada al borde de un pequeño pozo que había en un extremo del jardín. La luz brillante de las linternas alumbró lo que parecía ser una claraboya redonda en la pared interior, a unos cuatro o cinco metros del brocal. Estaba abierta, y se podían apreciar unas marcas oscuras en la pared.

—¿Crees que se ha metido por ahí?

—No lo sé, pero parece ser la única entrada que hay por aquí —replicó Julia, barriendo el resto del jardín con el potente foco.

Isabel alumbró el interior. Las paredes, húmedas, tachonadas aquí y allí con líquenes y moho que había ido invadiendo el descuidado pozo, presentaban un aspecto malsano que se unía al fuerte olor a putrefacción que emanaba del fondo, cubierto de agua cenagosa. Isabel arrugó la nariz ante la pestilencia, y se estremeció al pensar que todavía estaban al aire libre. No quería imaginar lo que iban a encontrar una vez que se adentraran en los viejos túneles.

El haz de luz reveló también la presencia de unos peldaños de hierro incrustados en la pared. Julia se colocó una cuerda de seguridad alrededor de la cintura, la ató a un árbol cercano y sin mediar palabra, empezó a descender con la agilidad y pericia de una escaladora. Al llegar a la altura de la claraboya, metió la linterna por la abertura y la dejó caer dentro. Después, se aupó con ambas manos y se deslizó hasta el interior con los pies por delante. Isabel contuvo la respiración, transida de nuevo por el repentino miedo a ser abandonada en el ominoso jardín. Los terrores infantiles de las tinieblas infestadas de monstruos la hicieron asir la linterna con más fuerza. Pero unos interminables momentos más tarde, la cabeza de Julia asomó por la claraboya.

—Vamos, Isabel —oyó que le decían los ecos que reverberaban en las paredes del pozo—. Átate la cuerda a la cintura y empieza a bajar. No tengas miedo, a pesar de lo que parece es bastante seguro.

Isabel no era de la misma opinión, pero obedeció sin chistar y se ató la cuerda tal y como había hecho la otra. Al sentarse a horcajadas en el borde del pozo, elevó la mirada al cielo. Una gruesa capa de nubes gris rojizo había cubierto la ciudad. El poco ánimo que le restaba se desvaneció. Tal vez fuera la última vez que viera aquel cielo y hubiera preferido llevarse consigo algo que le recordara belleza y sosiego. Suprimió un inesperado e inoportuno nudo en la garganta, inspiró con fuerza y empezó a bajar.

Los guantes la ayudaron a sujetarse a los oxidados peldaños con firmeza y el descenso hasta la claraboya fue rápido y sin contratiempos. Imitando con torpeza los movimientos de Julia, metió los pies por la abertura y notó cómo los brazos de la otra la agarraban hasta introducirla en el angosto túnel. De inmediato, la asaltó un hedor mucho más fuerte que el que recordaba de su pasada excursión turística. «Dios mío, voy a desmayarme en cualquier momento», fue lo único que pudo pensar, tapándose la boca y la nariz con fuerza. Aquello fue casi peor, puesto que se le juntaron los hedores de la alcantarilla con los de los líquenes y el óxido de los peldaños que había quedado en los guantes, formando un combinado casi imposible de soportar. Sintió que le sobrevenía una arcada irreprimible y sacó la cabeza de nuevo por la claraboya.

Y entonces lo vio.

Reflejado en el agua sucia del fondo del pozo, algo más oscuro que las nubes sobrevolaba el cielo. Sólo alcanzó a ver una forma deshilachada que daba vueltas sobre la finca, como buscando algo, una sombra a la que la luz de las farolas de las calles tiñó de ocre, mostrando por un instante el perfil de unas alas parecidas a membranas.

La arcada desapareció como por ensalmo, e Isabel se metió en el túnel de golpe, apoyando la espalda contra la pared y respirando de manera entrecortada.

—¿Te encuentras mejor? —inquirió Julia, ajena todavía a lo que había visto la otra.

—Hay
algo
ahí fuera —contestó con un hilo de voz—. Algo grande y con alas está sobrevolando la casa.

Julia apagó las linternas a toda prisa. Después, desenfundó la pistola y sacó la cabeza por la claraboya con mucha lentitud, mirando hacia arriba.

En ese momento, se oyó el ruido de algo pesado cayendo en las cercanías del pozo. Isabel imaginó aquel ser de pesadilla posándose en el jardín de la finca y el miedo la atrapó con sus gélidos dedos. Rebulló apartándose de la boca de la claraboya, aterrada, y el mosquetón de la cuerda golpeó ruidosamente contra el metal. De inmediato, algo parecido a un aleteo húmedo sonó en el exterior. Julia, rápida como el rayo, introdujo la cabeza de nuevo y cerró con fuerza la claraboya. Casi en el mismo instante, se oyó un impacto que retumbó en el túnel con estrépito metálico:
¡aquel horror estaba golpeando la claraboya, intentando entrar!
Julia estaba luchando con el cierre y casi lo suelta al recibir dos nuevos impactos que combaron la plancha de hierro hacia adentro, revelando unos perfiles que recordaron una vez más a Isabel la inquietante frase del forense: «Garras, garras de algo abominable que no debería existir».

—¡Vamos! —gritó Julia—. Hemos de salir de aquí cuanto antes. El cierre no resistirá mucho, pero no creo que pueda entrar por la claraboya.

Isabel se incorporó con esfuerzo y miró hacia el oscuro corredor. Sentía el latido desbocado de su corazón golpeándole el pecho casi con la misma fuerza del monstruo. Por un fugaz instante lo vio, pulsando enloquecido, partiéndole las costillas y emergiendo de su cuerpo con un surtidor de sangre. Un nuevo golpe en la claraboya le arrancó un grito de horror y la sacó del trance. Julia la estaba empujando con firmeza hacia el interior. Trató de fijar la vista en la luz que la precedía. El foco de la linterna iluminó un túnel semicircular, de techo bajo y abovedado, con el suelo hendido por un canal estrecho por el que discurría un hilillo de agua. A intervalos regulares, unidos por un cable, había portalámparas prendidos de una de las paredes del túnel, igual que si fueran los adornos olvidados de un lúgubre árbol navideño. Los descarnados muros, carcomidos por la humedad y el salitre, dejaban al descubierto las entrañas de ladrillo. Insectos de todos los tamaños corrían a guarecerse de la luz de la linterna. No parecía el lugar más idóneo para caminar, pero el súbito estruendo de los renovados ataques a la claraboya de acceso disiparon de golpe las dudas que surgían de la parte del cerebro de Isabel que aún no comprendía la urgencia del momento.

Sujetándose a la pared con ambas manos, la joven periodista inició la andadura por el aparentemente interminable túnel, con Julia pisándole literalmente los talones. Cuando llevaban recorridos unos quince pasos, se oyó un prolongado chirrido metálico a sus espaldas: la claraboya había cedido.

—¡No te detengas! —exclamó Julia empujándola de nuevo hacia adelante—. Sigue hasta que encuentres la próxima encrucijada y espérame allí.

A Isabel le dio un vuelco el corazón. La idea de quedarse sola en el túnel, aunque fuera sólo unos minutos, la llenaba de horror. Pero volver sobre sus pasos para enfrentarse a un ser que era capaz de destrozar a golpes una claraboya de hierro tampoco le parecía una opción razonable.

—¿Vas a volver atrás? —exclamó incrédula—. ¿Estás loca? ¡Ese monstruo te hará pedazos!

—Isabel —oyó que le decía la voz de la otra, ahora desprovista de cualquier emoción—.
Sigue adelante sin detenerte hasta que llegues a la próxima encrucijada
. Estaré contigo en unos minutos —notó que una mano se posaba en su hombro y le daba un apretón tranquilizador. Súbitamente la mano la obligó a darse la vuelta y se encontró con la mirada de Julia. La luz indirecta de las linternas daba a su rostro una expresión pétrea—. Te lo prometo.

Isabel se dio la vuelta y se adentró en el angosto pasadizo sin decir palabra. Involuntariamente, los ojos se le anegaron. Asustada, sola e incapaz de superar el terror que se había apoderado de ella, avanzó dando tumbos, esquivando apenas los charcos y los bajantes que, a intervalos irregulares, aportaban más agua al canal central. Los constantes crujidos de los insectos que aplastaba bajo las botas le revolvían el estómago. En ocasiones pisaba algo blando que no se atrevía a enfocar con la luz, ni tan siquiera a imaginar. Sin embargo, ya no notaba el olor nauseabundo que flotaba en los lóbregos túneles, tan sólo el pánico que le atenazaba las entrañas con su poderosa garra.

A su espalda se oyeron de improviso tres estampidos y un sonido que jamás habría creído posible. Una mezcla de alarido, rugido y otras muchas cosas que su mente no quiso identificar resonó en el estrecho espacio por el que andaba con fuerza aterradora. Sin poder evitarlo, Isabel lanzó un grito y echó a correr, desbordada finalmente por el espanto, con la luz de la linterna danzando locamente sobre las paredes. Estuvo a punto de caer al suelo un par de veces, pero de alguna manera, resbalando y dando traspiés, consiguió seguir adelante, sin mirar atrás, oyendo tan sólo el eco de sus propias pisadas y el susurro del agua que se deslizaba por el canal. Corría de manera automática, sin ver realmente por dónde iba, únicamente huyendo, alejándose del horror inimaginable que había hecho pedazos la poca esperanza que le quedaba de despertar de la pesadilla en que se había convertido su vida. Sólo paró cuando se dio de bruces con una inesperada pared. El golpe la hizo caer hacia atrás y se quedó sentada en mitad de lo que parecía ser una encrucijada. La linterna saltó de su mano, rodó por el suelo y cayó al canal, sumiéndolo todo en tinieblas.

Allí se quedó, incapaz de alzarse del suelo, oyendo los ecos de su respiración entrecortada y los ocasionales respingos que el terror y el llanto le obligaban a dar. No se atrevía a mirar hacia atrás por miedo a no ver nada, a no vislumbrar el punto de luz que supondría la supervivencia y la anhelada vuelta de Julia del combate con la abominación que apenas había entrevisto.

Al cabo de lo que le pareció una eternidad, oyó unos pasos y un haz de luz la bañó. Sin poderse contener, se alzó del suelo como un resorte y se abalanzó sobre la recién llegada, abrazándola con toda la fuerza que pudo juntar.

—Tranquila, Isabel —oyó que le decía Julia junto a su oído, otra vez amable y cálida—. Todo ha salido bien. Ya no nos seguirá más. Está muerto.

De improviso, la voz se alejó con un extraño silbido, se convirtió en un rumor amortiguado, y todo se volvió negro.

Una serie de pitidos cortos la sacaron de la inconsciencia. Se halló recostada contra la pared del túnel, que se extendía en tres direcciones, tres inacabables tentáculos que se diluían en la oscuridad. Le dolía el costado y notaba una sensación ardiente en el muslo de la pierna izquierda. Un poco más allá, Julia estaba inclinada sobre algo que seguía emitiendo sonidos. Con un gemido, Isabel se incorporó y se acercó a la otra mujer. Sin dejar de teclear en lo que parecía ser un diminuto ordenador, Julia ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa.

Isabel se quedó contemplando la pequeña pantalla, donde se veían una serie de líneas de colores formando figuras geométricas circundadas por letras y números. Al cabo de un momento de desconcierto, la joven periodista se dio cuenta de que estaba mirando un mapa digital de las alcantarillas de la ciudad, y que las cifras y las palabras correspondían a las calles y los códigos de identificación de los accesos que había en la superficie.

—¿Cómo tienes acceso a esto desde aquí? Desde el desastre, no hemos podido reconstruir la red de GPS. La mayoría de los satélites estaban controlados por los norteamericanos, y todo eso se ha perdido.

La extraña expresión de Julia y el período de silencio que precedió a la respuesta propinaron una nueva patada al estómago de Isabel. Por un momento le pareció que Julia le quería contar algo y de nuevo se preguntó qué más había tras el oscuro telón.

—Los satélites no se han visto afectados y siguen transmitiendo sus datos —replicó finalmente Julia, bajando la mirada y haciendo danzar el mapa multicolor mediante una diminuta bola que había en el centro del teclado—. Sólo hay que tener el equipo adecuado para escucharlos. Ajá, aquí está.

Isabel vio que el mapa mostraba los nombres de Venecia, Campoamor, Palafox y Santo Tomás. Las calles estaban surcadas por líneas verdes moteadas con puntitos rojos, amarillos y verdes, cada uno con su código indicado por finas letras blancas. Un punto azul que parpadeaba en una de las intersecciones parecía indicar su posición actual.

—¿Y ahora qué? —inquirió observando los tres brazos del túnel—. ¿Cómo sabremos hacia dónde ha ido?

Julia cogió su linterna y enfocó hacia una de las bifurcaciones. La marca sanguinolenta de unos dedos destacaba en la pared desconchada.

—Hemos de seguir el rastro —dijo mirando de nuevo a Isabel, que había palidecido al ver el horrible
graffiti
—. Lo siento, Isabel, pero ya no podemos hacer nada por él.

Julia tecleó un momento más, cerró el portátil y lo metió en la mochila.

—Vamos —dijo simplemente, echando a andar.

Como si fuera un animal al que cazar, las dos mujeres empezaron a seguir los rastros que iban encontrando en los túneles. Julia iba delante, buscando con la linterna cualquier indicio que les confirmara su actual rumbo. Isabel iba lanzando ocasionales y furtivas miradas a su espalda, con el temor de que alguien las estuviera siguiendo. Fueron cruzando colectores, rápidos y saltos, y sólo tuvieron que retroceder en un par de ocasiones al haberse equivocado y tomar una bifurcación sin marcas. De vez en cuando, Julia se detenía y consultaba el mapa digital para confirmar su posición. Ambas mujeres conocían muy bien las calles de la ciudad condal, así que no tuvieron ninguna dificultad para adivinar que el forense se había ido desplazando casi en línea recta en dirección al mar.

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