Read Despertando al dios dormido Online

Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (33 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
2.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Isabel contempló con aire dubitativo la minúscula cámara Minox. Con la escasa luz que había, se imponía el fotografiar con la ayuda del flash, pero no estaba dispuesta a ser descubierta de buenas a primeras por un fogonazo a destiempo. Además, el poseer una fotografía de la dama tampoco aportaba nada al caso. Probablemente se toparía con algún tipo de barrera oficial si trataba de averiguar quién era la mujer. Tras un instante más de duda, la volvió a guardar en la bolsa y siguió mirando por la mojada ventana mientras seguía sorbiendo el café caliente.

Casi se atraganta con la bebida cuando vio que en la entrada del hotel se recortaba una figura que coincidía a la perfección con la descripción hecha por Joan. Se levantó de un salto, recogió la bolsa y dejó unas monedas sobre la mesa. Por el rabillo del ojo, mientras se ponía apresuradamente el
barbour,
el pesado impermeable de origen inglés, una auténtica armadura contra el agua, vio cómo la mujer alzaba la mano y un taxi se paraba frente a ella.

—Mierda —masculló entre dientes mientras salía a toda prisa del bar y miraba a la otra con ansiedad. Sus miradas se cruzaron por un instante, pero la desconocida rompió el contacto y se metió en el coche. El taxi arrancó y su silueta se empezó a difuminar bajo la cortina de agua. Isabel se quedó allí plantada, maldiciendo una y otra vez, mientras buscaba con desespero otro taxi. Pateó el suelo mojado con rabia, ignorando las salpicaduras. Se abofeteó mentalmente por no haber traído su propio coche, pero la gasolina se había convertido en algo muy preciado y la práctica totalidad de estaciones de servicio habían sido clausuradas por el gobierno para evitar el pillaje o estaban reservadas a los servicios públicos. Los medios informativos tenían aprobada una cuota mínima pero suficiente, aunque los precios eran excesivos.

El ansiado taxi no apareció y cuando se volvió a mirar, la mujer y el vehículo habían desaparecido bajo la fuerte lluvia. La luz de neón del bar chisporroteó burlona y, de repente, aquella sección de la calle se quedó completamente a oscuras. Un lívido relámpago y un trueno rubricaron la elaborada puesta en escena de su fracaso como aprendiz de detective.

Arrebujándose en el impermeable, Isabel cruzó la calle inundada todo lo aprisa que pudo y se guareció en el portal del hotel. En el interior se podía apreciar el haz de luz errático de una linterna cruzando el vestíbulo. Al cabo de un momento, el resplandor desapareció y el vestíbulo quedó sumido en la negrura. Entonces se arrimó a las puertas automáticas de cristal, ahora inertes por la falta de corriente eléctrica y separó con toda facilidad las dos hojas, se introdujo por el hueco y volvió a ajustarlas tras de sí tan bien como pudo.

—¿Hola? —llamó en voz alta, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra reinante.

El silencio la acompañó mientras atravesaba el vestíbulo y se aproximaba al mostrador desierto.

—¿Hay alguien? —volvió a llamar, mientras se giraba hacia la escalera. No se oía más que el ruido amortiguado de la tormenta. Isabel ladeó la cabeza, mientras se alisaba el cabello mojado de manera inconsciente. Dudaba qué hacer a continuación. Una opción era esperar a que volviera la mujer, pero ni siquiera estaba segura de que fuera la persona que estaba buscando. Sólo había una forma de comprobarlo. Se metió tras el mostrador y buscó el llavero del hotel. La llave magnética de la habitación 203 estaba en su sitio. Con el corazón palpitándole locamente en el pecho, tuvo una súbita intuición. Cruzó de nuevo el oscuro vestíbulo y empezó a subir la escalera con cuidado, agarrándose al pasamanos y tratando de leer los letreros que las luces de emergencia teñían de verde y gris. El silencio que reinaba en el hotel, roto únicamente por los esporádicos truenos, añadía un punto extra de inquietud a la tenebrosa subida.

El aspecto del corredor del segundo piso le recordó a las escenas de las películas de cine negro. Una extraña sensación de vértigo la obligó a detenerse y apoyarse en la pared. El pasillo, largo, oscuro y vacío, parecía alejarse de ella con cada paso que lograba dar. Justo detrás de ella, las sombras chinescas de la lluvia en el ventanal que daba a la calle danzaron con un nuevo relámpago. Después, todo pareció ser mucho más oscuro que antes.

Isabel rebuscó en su bolsa con frenesí y sacó una pequeña linterna cuya luz aclaró un poco las densas sombras. Un poco más sosegada, siguió avanzando y alumbrando los números de las habitaciones hasta dar con la que buscaba.

Llamó con los nudillos, pero nadie contestó. Tras aplicar la oreja a la puerta y comprobar que no se oía nada en el interior, Isabel probó a girar el pomo. El corazón le dio un vuelco al comprobar que la puerta se abría con toda facilidad. Su intuición no le había fallado. Debido al corte de luz, el sistema de cierre electrónico se había desconectado. «No debería haber dilapidado tanto dinero en el fútbol, señor Aspart», pensó con regocijo un tanto infantil al tiempo que entraba y cerraba cuidadosamente la puerta tras de sí.

La luz de la linterna iluminó una habitación espartana y no muy grande. Sobre la cama deshecha, había un maletín oscuro con aspecto de haber estado en bastantes lugares, y en la silla de rejilla que había al lado del armario reposaba una pequeña maleta de cuero marrón con refuerzos metálicos.

Isabel frunció los labios mientras sopesaba las posibles opciones. Una forma fácil de averiguar algo acerca de la ocupante de la habitación pasaba por abrir la maleta y buscar en ella alguna identificación o documento que la acreditara. «Aunque abrir el equipaje de otro también es un delito», pensó mientras se debatía entre las aguas embravecidas del mar de la ética. Finalmente, optó por probar con el maletín. Probablemente estaría cerrado, así que tampoco perdía nada intentándolo. Si ése era el caso, entonces bajaría de nuevo a recepción y esperaría.

Se arrodilló junto a la cama y sacó un pañuelo con el que se envolvió la mano derecha. «Me estoy convirtiendo en una auténtica delincuente», pensó con sorna mientras probaba uno de los cierres del maletín. Casi no pudo contener una exclamación de incredulidad al comprobar que estaba abierto. De pronto, oyó con sobresalto un chasquido en la puerta y el zumbido de la mini nevera. Los dígitos verdes del reloj incrustado bajo la televisión parpadearon. Había vuelto la corriente eléctrica.

Isabel se mordió los labios. Hubiera preferido que el apagón durase un poco más. Ahora tendría que buscar una salida trasera o una buena excusa para salir del hotel sin levantar sospechas.

Con manos un poco temblorosas, acabó de hacer saltar los cierres y abrió el maletín con cuidado infinito. Contenía carpetas de cartón y fotografías, pero sus ojos sólo veían, mientras crecía la alarma en su interior, el trozo de espuma oscura ahuecada con la forma inequívoca que indicaba la ausencia de un arma de calibre medio. Y como colofón a todo aquello, en ese instante se abrió la puerta y se encendieron todas las luces de la habitación.

Capítulo V

Florencia, Italia, esa misma noche

El gran salón del
palazzo
presentaba un aspecto que los muros centenarios habían visto muy pocas veces. Las paredes forradas de mamparas de madera noble, algunas con grandes retratos de antiguos papas y figuras históricas del clero romano, relucían bajo la luz de las tres grandes lámparas cuyos brazos esculpidos en bronce proyectaban un resplandor dorado. Su reflejo se podía apreciar con toda claridad sobre la impoluta superficie de la gran mesa de longitud desmesurada, labrada con diminutos arabescos de intrincada marroquinería, alrededor de la que estaban sentados una docena de eclesiásticos cuya posición jerárquica quedaba evidenciada por los diferentes hábitos que portaban. Sólo quedaba una silla sin ocupar, y en la estancia reinaba el silencio denso que sólo los habituados a la plegaria y al recogimiento espiritual saben construir.

El padre Marini miró su reloj con impaciencia. La reunión no podía comenzar sin la presencia del
nuncio
papal, que a fin de cuentas era, en términos de una analogía militar, el comandante supremo de todos los ejércitos del Vaticano.

La pesadilla que se había desencadenado tras lo ocurrido seis meses antes en Irlanda y la desaparecida isla de Oak, en la costa este de los Estados Unidos, había puesto en alerta máxima a todo el contingente de
Gli Angeli Neri
.

Aunque habían conseguido derrotar a las huestes del Dios Dormido, los últimos acontecimientos hacían sospechar que el plan de exterminio de la raza humana seguía su marcha, y el siguiente paso aún estaba por descubrir. Dejando aparte la aparición del cadáver de Baxter, no había nada que hubiera llamado la atención de los servicios de vigilancia de la organización secreta.

Al igual que Julia Andrade, el padre Marini sentía en sus huesos la certeza de que el asesinato del profesor significaba algo más que una venganza. Estaba convencido de que el acto era una demostración de que, pese a la pírrica derrota infligida en el primer asalto, los Dioses Primigenios proseguían incansables su lucha eterna contra la humanidad.

El rumor de la puerta abriéndose le sacó con brusquedad de los oscuros pensamientos. Como un solo hombre, todos los allí presentes se alzaron de los asientos con un rumor de ropajes y se inclinaron con reverencia. Unos ojos penetrantes, hundidos en las cuencas de un rostro ajado, escudriñaron la sala y se detuvieron en los de Marini, que avanzó unos pasos, hizo una genuflexión y besó el grueso anillo de rubí que ostentaba la mano enguantada del recién llegado.

—¿Padre Marini? —inquirió éste de forma escueta tras sentarse en la silla que presidía la gran mesa.

El eclesiástico de pelo plateado se sentó a su vez y juntó las manos en el borde de la gran mesa.

—La situación es bastante crítica, Eminencia. Todos los informes y los datos que hemos obtenido apuntan a que el profesor Baxter no ha reaparecido de manera casual. El haber aparecido en el barco de las conversaciones internacionales se debe a un propósito muy bien definido pero que todavía desconocemos.

Otro de los eclesiásticos, que jugueteaba nervioso con un gran sello de oro que lucía en el dedo anular, carraspeó antes de hablar.

—¿Queréis decir que le dejaron caer allí para enviarnos un mensaje? ¿
Mirad lo que podemos hacer con vuestros hombres de confianza
?

—Es posible,
cardinale
Ugo —replicó el padre Marini—, pero mi equipo opina que hay algo más que la ostentación del trofeo de caza. Desgraciadamente, no podemos juzgar a esas bestias con el mismo rasero que usamos para la humanidad. Esos seres no poseen casi ninguno de los defectos que atribulan a la raza humana. Sólo conciben un propósito: la aniquilación de los hombres y el dominio total. Repito que son bestias,
cardinale
—recalcó mirando de hito en hito al hombre enfundado en rojo—, puras bestias dotadas de un poder de destrucción inimaginable.

La voz suave del nuncio papal resonó como un látigo tras el largo silencio que provocaron las duras palabras de Marini.

—Padre Marini, ¿cuál sería nuestra mejor opción?

—Tenemos un equipo investigando en Barcelona, Eminencia. Opino que deberíamos esperar a que concluyan sus pesquisas antes de decidir nuestro siguiente paso.

—¿Y si se confirman nuestros temores? —insistió el nuncio, mirando fijamente al eclesiástico.

El padre Marini le devolvió la mirada y la sostuvo impertérrito.

—En ese caso que Dios se apiade de todos nosotros.

Hotel Atlántico, Barcelona

Julia había subido la escalera con toda la precaución del mundo mientras empuñaba la pistola. El recepcionista del hotel, ahora propiedad indirecta del Vaticano, le había advertido del apagón y de que alguien había entrado subrepticiamente mientras todo estaba a oscuras. «Maldición —pensó contrariada, mientras observaba las claras marcas de manos en las puertas de cristal de la entrada—, no debería haber salido.»

Llevada por un acceso de melancolía, había decidido llamar a una compañía de taxis y dar una vuelta rápida por su antiguo y añorado barrio de trabajo. Debido a las fuertes restricciones de los carburantes, el paseo le iba a costar un dineral, pero no había podido resistirse. Al salir, avisada por el recepcionista de que el vehículo estaba llegando, había visto al otro lado de la calle la figura envuelta en un impermeable que la miraba con expresión de desespero.

Julia casi se compadeció de la mujer de pelo rubio y lacio que la observaba consternada como quien ve alejarse la última tabla de salvación en medio de un mar enfurecido. Estuvo a punto de compartir el taxi con la desconocida, pero se lo pensó de nuevo, se acomodó en el interior y contempló el familiar paisaje. Su presencia en la ciudad condal no podía explicarse con facilidad a una desconocida que tratara de iniciar una conversación y no tenía ganas de inventarse una patraña. Aunque había vivido muchos años en Barcelona, la prolongada ausencia la había puesto en una situación un tanto delicada para responder a preguntas que pudieran invadir el territorio de sus nuevas ocupaciones laborales.

«¿De qué trabajas?», imaginó que le preguntaban. «Soy un ángel exterminador» no parecía ser la respuesta más adecuada, ni siquiera en aquellos tiempos desgraciados. Su implicación indirecta en lo ocurrido en la costa este de los Estados Unidos de América tampoco le otorgaba unas credenciales tranquilizadoras ni discretas.

Julia desempañó el cristal de la ventanilla con el dorso de la mano. La ciudad había cambiado de forma considerable, pero en esencia seguía siendo la gran capital del consumo frenético, histérico en su mayoría, desbordado por el nuevo orden que para la gente de ciudad se había convertido en algo totalmente aterrador. Las grandes urbes se habían transformado en nidos de parásitos sociales para los que el sistema de trueque, que había hecho su reaparición y funcionaba sin problemas en entornos más rurales, era una espantosa pesadilla de la que no conseguían despertar. ¿Qué tenía que ofrecer un burócrata en un mundo donde ya no servían los papeles? ¿Qué iba a trocar un hombre de negocios cuya fortuna se había convertido, de la noche a la mañana, en unos números perdidos en el vacío electrónico de los innumerables sistemas informáticos que habían sucumbido al desplome de las comunicaciones mundiales?

Por doquier se podían ver tiendas cerradas, algunas destrozadas por las acciones vandálicas de los omnipresentes grupos que siempre afloraban en situaciones de crisis, otras simplemente abandonadas por sus dueños, que habían optado por huir hacia la nueva tierra de las oportunidades, las comunidades rurales, que se habían expandido con rapidez y eran, por el momento, la única esperanza de continuidad de una raza herida de muerte.

BOOK: Despertando al dios dormido
2.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mortal Kombat by Jeff Rovin
Kydd by Julian Stockwin
Virginia Henley by Seduced
Las puertas templarias by Javier Sierra
The Next Best Thing by Kristan Higgins
Rose Galbraith by Grace Livingston Hill