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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (30 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Vencido por el vértigo, aferró con una mano la pequeña cruz de plata que le había dado el abad y buscó con la otra algo a lo que asirse. Y sucedió entonces que sus dedos tocaron por azar la extraña piedra de tono verdoso que había en otro de los huecos del muro de la cripta secreta. Era una especie de medallón que ostentaba un grabado burdo en forma de estrella de cinco puntas y cuyo diseño había entrevisto en alguna de las insidiosas ilustraciones del odioso libro: la Estrella de los Ancianos, el talismán hecho de una piedra caída del cielo. Y sucedió lo inesperado: el dolor fue desapareciendo y se fue sosegando, calmándose poco a poco hasta que cayó en un sopor imposible de rechazar.

Con el paso de los días, descubrió que el contacto prolongado con la piedra le inhibía las pesadillas y reforzaba su determinación. Entonces concibió la idea de formar un grupo de luchadores, unos nuevos Cruzados. Esta vez, sin embargo, con una causa que no sólo defendería los intereses de una Fe única, sino que pretendía salvaguardar la vida misma, siguiendo esta vez el Verdadero Credo Benedictino: «No permitas otra obra que no sea la Obra de Dios». Volvieron a él, reventando en su cabeza como una ola en los rompientes, las palabras del libro de las Revelaciones:

El séptimo ángel tocó su trompeta, y se oyeron fuertes voces en el cielo, que decían:

Los reinos de este mundo son ya de nuestro Señor y de su Mesías, y Él reinará por toda la eternidad…

Marini sonrió en la penumbra de la sala subterránea. Él sería ese ángel, él tocaría la trompeta del Apocalipsis, y del cielo bajarían aún más ángeles que derramarían sus copas sobre el trono de la Bestia, diezmarían a sus legiones y teñirían el cielo de rojo con su sangre impía. Se vio a sí mismo empuñando una espada flamígera, convertido en un ángel exterminador y oscuro que desataba la furia del Altísimo sobre las criaturas del averno.

En ese instante, Marini sintió cómo empequeñecían todas las dudas y la voz de sus terrores se acallaba hasta silenciarse por completo. Y de aquel momento mágico nació el nombre de la organización que inició su andadura secreta cuando acabó la guerra:
Gli angeli neri
, los ángeles negros.

Capítulo II

Algo flotaba más allá del límite de su visión. Un enorme objeto oscuro se desplazaba hacia ella, haciéndose cada vez mayor y ocultando el centelleo de las estrellas que no conseguía reconocer con su negrura insondable.

La masa amenazadora que seguía acercándose no presentaba detalles ni contornos identificables, pero el nudo que atenazaba sus entrañas le decía que no era otro portentoso espectáculo estelar, sino que encubría algo más insidioso. Su instinto le gritaba que el extraño cuerpo celestial era el vehículo para conseguir un terrible propósito que aún desconocía y que era imperativo descubrir antes de que fuera demasiado tarde. Estaba segura de que quedaba muy poco tiempo. La profecía estaba cada vez más cerca de cumplirse.

Una voz resonaba en sus oídos, distorsionada, fragmentada, quizá la suya propia. Una voz que repetía una melopea incomprensible, unos vocablos que en otra ocasión habría ignorado, pero que insistían con tenacidad en ser escuchados.

—Ibn fhtagn, fhtagn iä…

La inmensa mole cubrió por fin la totalidad del cielo y con ella llegó una noche sin luna ni estrellas que aliviaran la tremenda negrura, el principio de una oscuridad eterna. Y con ella también llegó el frío…

Mar Mediterráneo, época actual

Isabel Forcada abrió los ojos y se estremeció aterida de frío. Se había quedado dormitando en la tumbona de cubierta, acunada por el vaivén suave y rítmico del barco y los últimos rayos del sol poniente. Se levantó y se dirigió tiritando hacia la escalerilla de hierro que conducía a las cubiertas inferiores. Empezaba a estar preocupada. No conseguía quitarse de la cabeza el inquietante sueño. Llevaba casi seis meses sufriendo aquella pesadilla recurrente. Había tenido malos sueños con anterioridad, pero nada parecido a las imágenes extrañamente nítidas, a las poderosas sílabas que todavía resonaban en su cabeza y a la sensación de estar siendo avisada de algún acontecimiento inminente. Casi cada noche soñaba con un evento extraordinario que, sin embargo, nunca conseguía recordar al despertarse. Sacudió la cabeza, se apartó los indómitos mechones rubios de la cara, alzó la vista y vio la costa a poca distancia. Suspiró con alivio y una cierta expectación. Al fin estaban de vuelta.

Lo que había empezado siendo una travesía apacible se había acabado por convertir en un espantoso infierno. Afortunadamente, en cuestión de horas la mole imponente del navío
Sea Rhapsody
atracaría de nuevo en el puerto de Barcelona, del que había salido cuatro días antes con rumbo a Nápoles, un destino que nunca habían llegado a alcanzar.

También desembarcarían los excepcionales pasajeros que durante los primeros días de travesía habían exhibido determinación y temple para tratar de solventar las increíbles adversidades a las que se enfrentaban sus respectivos países, pero que ahora estaban, en su mayoría, perdidos en algún punto entre el estupor cercano a la catatonia y el histerismo rayano en la locura.

Isabel ejercía de periodista —de investigación, recalcaba con cierta ingenuidad al ser presentada— en un diario de gran tirada de la ciudad condal. Los últimos seis meses los había pasado trabajando sin parar, al borde del agotamiento total, día tras día, noche tras noche, semana tras semana, absorbiendo como una esponja el indescriptible horror que había sacudido al planeta.

Una semana antes de embarcar, su mente saturada de espanto había cortado los contactos con la realidad. Había despertado en la cama de un hospital atestado, dos días más tarde, atendida por un médico que mostraba signos evidentes de agotamiento. Con voz cansada y mecánica, el doctor le había explicado con suma amabilidad que el estrés acumulado había sido la causa de su derrumbe en la redacción del diario.

Isabel casi se echó a reír, incapaz de comprender por qué seguía viva en aquel mundo que se venía abajo con escalofriante rapidez. Y siguió riendo cuando el director del periódico, extrañamente solícito, le propuso pasar unos días alejada de todo el caos y la embarcó en el
Sea Rhapsody
, un lujoso crucero reconvertido en sede diplomática, a bordo del cual iba a tener lugar el encuentro entre los principales jefes de los Estados que habían sobrevivido a la hecatombe. Una vez más, las inexorables ruedas del Destino habían empezado a girar.

Tras el hundimiento de gran parte de la costa este del continente americano, el mundo había cambiado por completo, no sólo por las nuevas fronteras que la devastación global había dibujado en las orillas atlánticas, sino porque el principal motor económico del planeta estaba muerto. Europa, a pesar de las cuantiosas bajas, seguía luchando a brazo partido para mantener en pie un cierto orden mundial.

Pero las naciones que habían sobrevivido a los tsunamis y a los seísmos que azotaron la cuenca atlántica con crueldad inenarrable, lejos de abrir sus fronteras a los millones de refugiados que abandonaban las tierras anegadas que habían albergado sus hogares, fueron entornando la puerta de la inmigración cada día un poco más hasta cerrarla casi por completo.

Sólo seis meses después del desastre ya habían tenido lugar varias escaramuzas a escala militar entre algunos países limítrofes y la cosa iba a peor. Ningún estado quería arriesgar su propia economía ni los escasos recursos de que disponía para acoger a millones de desamparados, muchos de ellos enfermos o heridos y la mayoría hambrientos. Las primeras rencillas habían dado paso a las confrontaciones y éstas a la guerra abierta. Un nuevo número indeterminado de víctimas se había sumado a la incontable cifra de fallecidos y desaparecidos que seguía creciendo sin control.

Impelidos por la magnitud de la tragedia y por la presión que ejercían los supervivientes sobre los mandatarios, varios países habían acordado hacer un llamamiento mundial a la concordia y establecer una serie de negociaciones y conferencias al más alto nivel. El lugar elegido había sido el mar Mediterráneo, relativamente intacto, y el buque donde se hallaba Isabel.

Al principio, todos los dirigentes que embarcaron en Barcelona parecían deseosos de ayudar y coordinarse para sobreponerse al desastre económico sin precedentes que había seguido a la catástrofe humana. Sin embargo, la aparente tranquilidad dejaba traslucir con claridad diáfana el miedo lindante con la paranoia que estaba provocando la nueva situación, pero todos los allí presentes se sentían obligados a esconderlo bajo una máscara de seriedad política que dejaba entrever, sin embargo, la felicidad justa pero egoísta que tiene derecho a sentir cualquier ser humano al seguir vivo en medio de millones de muertos.

En tan sólo tres días, el tono de las conversaciones se había ido apagando, ya que todos los planes de ayuda o reconstrucción requerían un complemento de inversiones humanas y económicas a las que ningún país estaba dispuesto o simplemente no podía permitirse ofrecer. A pesar del desastre global, la idiosincrasia de cada nación y los intereses políticos seguían jugando un papel relevante en la mesa de negociaciones, y lo que debería haber sido un consenso internacional se acabó convirtiendo en un fracaso, otro signo más de que la política y el ser humano nunca habían sido ni serían buenos compañeros de cama.

Isabel había asistido a las primeras conferencias equipada con una buena dosis de esperanza que había ido perdiendo paulatinamente al ver los exiguos resultados que se iban obteniendo. Los artículos que escribía para el diario barcelonés habían ido perdiendo brillo y páginas hasta convertirse en crónicas breves y simples de un fiasco. Al final, vencida por el aburrimiento y la desilusión, había dejado de asistir a los discursos hipócritas y vacuos y se había dedicado a deambular sin rumbo por el enorme buque.

Sin embargo, las cosas habían dado un giro de ciento ochenta grados. Al cuarto día de navegación, un alarmado oficial médico, que trataba de seducirla desde que la periodista había hecho su primera aparición en la sala de prensa, se había presentado en el camarote de improviso. Tenía la expresión inusitadamente seria mientras trataba de excusarse de la última cita que habían concertado debido a un asunto de extrema gravedad y urgencia que no estaba autorizado a explicar a la prensa. De inmediato, el espíritu aventurero y periodístico de Isabel había remontado el vuelo.

Sin dudarlo ni por un momento, había seguido a su pretendiente médico a hurtadillas hasta la cubierta que albergaba la piscina, y había conseguido franquear los controles de seguridad y entrar con discreción en el salón
Riviera Terrace
gracias a que había sido vista con anterioridad en compañía del joven oficial. Al echar un rápido vistazo a su alrededor, Isabel sintió una punzada de emoción al comprobar que no había ningún otro compañero de prensa. Fuera lo que fuera, sería sólo para ella.

En el interior de la gran sala, Isabel percibió rápidamente dos cosas: la primera era que nadie le prestaba atención, ya que las miradas de todos los allí presentes convergían hacia el centro de la pista de baile. La segunda, que los elementos que tenía a la vista sugerían que el mencionado
asunto
no era un simple crimen como había imaginado mientras recorría con sigilo los pasillos en pos del médico.

Las caras de los políticos y los miembros de la tripulación que estaban sentados, de pie o apoyados en alguna de las columnas de mármol italiano veteado que rodeaban la pista de baile, tenían una expresión que Isabel sólo había visto en contados casos, y siempre habían sido los más cruentos. Incluso el capitán, de pie junto a otros oficiales, tenía la cara desencajada y un brillo enloquecido en los ojos.

Otro detalle que llamó inmediatamente la atención de la avezada periodista fue la extraña forma del bulto que había en el suelo de la pista, cubierto con lo que parecía ser un gran mantel, centro de la atención general y que no cumplía con los estándares de cadáver que Isabel había conocido hasta la fecha.

La joven periodista siguió absorbiendo detalles como una esponja. Ésa era una de las cualidades que la habían hecho sobresalir por encima de sus compañeros de facultad: era capaz de observar situaciones, eventos o personas y describirlos a posteriori con increíble detalle. También poseía una facilidad natural para hilvanar los hilos de varios sucesos y conseguir relatar una historia sólida, que no dejaba nada al azar y que interpretaba de manera fehaciente lo que había acontecido. Lo que para otros compañeros de oficio eran partes oscuras del insoluble rompecabezas que constituía a menudo el caso sobre el que investigaban, para la joven de ojos intensamente azules eran meras piezas de inconfundible contorno que recomponía en su mente con rapidez, formando una imagen nítida y detallada.

Sin embargo, el bulto informe que yacía en el suelo, rodeado de trozos de cristal, presentaba además otros detalles extraños que desentonaban con los cánones de su supuesta condición de cadáver. Isabel frunció el ceño ante la ausencia de manchas de sangre y el hecho de que el mantel que hacía las veces de sudario estuviera completamente empapado, marcando unas formas angulosas que no se correspondían con las de un cuerpo ortodoxo. Desvió la mirada hacia la bóveda acristalada y advirtió que estaba destrozada. Presumiblemente, lo que hubiera bajo la tela había pasado a través del delicado mosaico de colores cuyos fragmentos brillantes cubrían el hermoso parqué del salón.

Las palabras que estaban cruzando el capitán y el oficial médico no alcanzaron el rincón donde estaba apostada la periodista, pero el tono que empleaban denotaba un cierto grado de pánico. En ese momento, Isabel tuvo una alocada idea que no pudo reprimir. Miró a su alrededor una vez más y comprobó que nadie había reparado en su presencia. Ágil como una sombra, se deslizó bajo una de las mesas que se alineaban a ambos lados de la sala y dejó caer el largo mantel a guisa de cortina. Segundos más tarde, oyó cómo los marineros desalojaban a todos los presentes.

Atisbando por un resquicio del mantel, vio que Nico, el joven médico de origen genovés, cerraba la puerta y se aproximaba al bulto con precaución, levantaba un pico de la tela y exclamaba en italiano, mientras se echaba hacia atrás como impelido por un resorte. La tela volvió a caer sin que Isabel hubiera visto nada de lo que ocultaba.

«Demonios», pensó, mordiéndose los labios con frustración.

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