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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (29 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Sólo la ausencia de luz hizo cesar el monumental ataque. El ocaso impedía a los artilleros comprobar la eficacia de los disparos. Al caer la noche, sólo se escuchaban los gritos y gemidos de los heridos, implorando ayuda, atrapados o sepultados entre las traicioneras montañas de cascotes.

Unas horas más tarde, un oficial de la
Wermach
llegó hasta la abadía buscando al abad. Traía un comunicado del alto mando alemán en el que se decía que Hitler, a petición del Santo Padre, había solicitado un alto el fuego a los norteamericanos, de manera que los monjes y los refugiados pudieran ser evacuados. Había que esperar hasta el día siguiente para saber si los Aliados iban a ceder.

Marini casi no pudo cerrar los ojos esa noche, despertándose con frecuencia cuando el ruido de escombros cayendo o los constantes gemidos de los que seguían atrapados o incapacitados penetraban en sus sueños.

El amanecer vio cómo casi todos los civiles supervivientes abandonaban aterrados lo que quedaba de la abadía sin esperar el alto el fuego. La artillería aliada seguía golpeando las laderas sin piedad y muchos de los que huyeron encontraron allí la muerte. Marini intentó acercarse a la cripta de San Benedicto para comprobar el estado de la abertura secreta, pero todo estaba cubierto de ruinas y cuerpos sin vida.

Después de prestar todo el auxilio que pudieron a los heridos, los monjes se congregaron cerca del altar y pasaron la mañana en oración, encogiendo la cabeza entre los hombros cuando un obús caía demasiado cerca.

Cayó la noche y el único vestigio de esperanza que les quedaba, la prometida tregua, nunca llegó. Marini la pasó despierto, incapaz de cerrar los ojos, con el cuerpo envarado por el dolor y el agotamiento. Tumbado entre escombros, con la espalda apoyada contra la pared, rezó y preguntó a Dios si había llegado su hora. La evacuación se le antojaba imposible. ¿Cómo iban a ser capaces de trasladar tantos heridos y al anciano abad hasta Roccasecca y no morir en el intento?

Una voz a su espalda le sobresaltó.

—Podéis iros, si es vuestro deseo —oyó que le decía el abad.

El joven monje contempló la cara pálida de Diamare, que de alguna manera había logrado salvar sus gafas. Detrás de los cristales sucios, la mirada de determinación y compasión del anciano de setenta y nueve años le conmovió profundamente.


Humili et sincera caritate diligant abbatem suum
[3]
—respondió con firmeza, intentando incorporarse del suelo.

El abad se lo impidió con un gesto, al tiempo que aferraba la gran cruz de plata que le colgaba del cuello.

—Lo sé, hermano Roberto —dijo con una débil sonrisa—. También por eso os he elegido.

—¿Qué vamos a hacer ahora,
Dom
Gregorio? ¿Cómo podremos salvar las reliquias?

El viejo monje se ajustó el gorro de lana que le protegía la cabeza del frío de la noche antes de responder.

—Dios proveerá, hermano —dijo con convicción, y repitió, mirando al cielo como para comprobar si había sido escuchado—. Dios proveerá.

La luz del nuevo día llegó sin noticias de la tregua.

Tras una larga discusión con los otros monjes, Diamare decidió intentar la evacuación. Ya no quedaba nada bajo lo que guarecerse. El abad dio la absolución solemne a los supervivientes, agarró un gran crucifijo de madera de la capilla de la Pietà y se dispuso a abandonar la abadía. No les quedaba ninguna otra opción si querían salvarse de una muerte casi segura. La cripta y sus secretos quedaron atrás.

Sin embargo, al bajar la colina, los soldados americanos emboscados en las cercanías de la abadía les confundieron con alemanes y la artillería empezó a disparar de nuevo. El espeso humo de las explosiones sumía el día en tinieblas. A cada paso surgían nuevos cráteres, y la orografía del lugar volvió a cambiar. Por todas partes se veían cuerpos destrozados, terriblemente mutilados por las innumerables bombas. Algunos cadáveres saltaban de nuevo por los aires con una nueva explosión. Esquirlas de metal, rocas y tierra salpicaban sin remisión a los que huían resbalando al pisar los restos ensangrentados de los muertos que yacían amontonados por doquier.

La deflagración de un proyectil levantó al joven Marini del suelo y le lanzó hacia atrás varios metros. Aturdido por el golpe, se quedó quieto sobre la tierra que vibraba como sacudida por un terremoto. Cuando se alzó de nuevo, sintiendo el gusto acre de la sangre en la boca, vio que se había quedado aislado del grupo que seguía huyendo ciegamente de las ruinas de la abadía. Una verdadera cortina de fuego se interponía entre la posible salvación y la muerte cierta.

Rodó hasta un cráter y se dejó caer dentro. En el fondo, pisó algo que emitió un extraño quejido. Horrorizado, saltó hacia atrás.

—Dios Santo —exclamó arrodillándose al lado del cuerpo—. Lo siento, hermano, no te había visto.

El herido no emitió ningún sonido más y Marini se inclinó para verle mejor. El hombre estaba muerto. Los gases de la descomposición le habían hinchado el vientre, y al pisarle habían salido por su garganta produciendo el terrible estertor que había confundido con un gemido. El monje se persignó de manera mecánica, incapaz de apartar los ojos del cadáver abotargado.

En ese instante, creyó que jamás podría salir vivo de Montecassino. Miró en la dirección en la que había partido el grupo. Ya no quedaba nadie a la vista, y los obuses seguían cayendo con cruel obstinación. Sólo le quedaba una posibilidad de salvar la vida. Volver a la abadía y refugiarse en lo más profundo de la montaña.

Reptando entre los cráteres y amparado por un ángel de la guarda que sin duda tuvo muchas ocasiones para demostrar su eficacia, el monje consiguió llegar hasta la sala secreta. Las manos le sangraban tras desescombrar como pudo la entrada a la cripta. Marini musitó una rápida oración de agradecimiento al descubrir que la losa secreta había quedado a salvo, protegida por uno de los brazos de la cruz del Cristo destrozado y parte del grueso altar de mármol, que habían servido de muro de contención de las avalanchas de cascotes. Fuera o no un milagro, lo cierto era que la cripta y su extraordinario contenido se habían salvado de la brutal destrucción.

Una vez en la sala subterránea, arrodillado frente a la Lanza del Destino, el arma que había atravesado el costado del Cristo crucificado, Marini rezó sin cesar mientras notaba los temblores que sacudían sin cesar la montaña. Un nuevo bombardeo trataba de acabar con los pocos vestigios que aún quedaban de la abadía. Finalmente, exhausto y abatido, se enroscó en el suelo como un perro y se sumió en un sueño comatoso.

El hambre le despertó. La sala estaba sumida en la negrura y hacía frío. A tientas, consiguió subir la escalera de caracol y se encontró de nuevo en la cripta de la abadía. No se oía nada y parecía ser de noche. Procurando no levantar mucho polvo para evitar ser descubierto por los francotiradores, se arrastró por las ruinas hasta encontrar lo que quedaba de las cocinas. Con mucho esfuerzo consiguió desenterrar un par de latas que abrió allí mismo con la ayuda de un pedrusco. Una vez acallado el hambre, se arrastró de nuevo hasta lo que quedaba del muro exterior de la abadía y se tumbó para observar los alrededores. A pocos metros de la montaña, las luces amortiguadas de un campamento alemán confirmaron sus temores. Los bombardeos no habían conseguido descorazonar a la
Wermach
. Un grupo de soldados provistos de ametralladoras pesadas estaba subiendo penosamente la ladera con la intención de montar un nido en lo alto de la colina. Marini se dejó caer de espaldas, desalentado. Las pocas esperanzas de escape se habían esfumado. No podría salir de allí con las preciadas reliquias sin ser descubierto.

Volvió a bajar hasta la cripta secreta, encendió una de las lámparas de aceite y se sumió en una profunda meditación. Las únicas probabilidades que tenía de sacar todo aquello pasaban por esperar a que los alemanes se fueran de la abadía, y sabía que eso no iba a suceder pronto. Iba a tener que estar allí solo, convertido en custodio, confiando en que, tarde o temprano, la potencia militar del ejército aliado terminaría por doblegar a los obstinados alemanes. Iba a ser una espera muy larga.

Así fue como Roberto Marini inició su papel de guardián de la Humanidad, ignorando aún la magnitud de la tarea que había heredado. En las repisas de piedra se podía contemplar el pasado ignoto y la verdad que jamás se había contado a los hombres, pues la Verdad desnuda es capaz de infligir un daño aún más terrible que la más potente de las armas. Sólo unos pocos elegidos se convierten en iniciados, y de éstos, muy pocos logran conservar la cordura suficiente para sobrellevarlo y hacer, a su vez, de testigos y de enlace con la siguiente generación de custodios.

El monje se mantuvo escondido allí abajo, jugando a diario con el peligro de ser descubierto, saliendo con todo el sigilo posible por la escalera secreta para robar un poco de comida, agua y aceite al regimiento de paracaidistas alemanes que había ocupado los restos de la abadía.

Durante el primer mes del particular cautiverio sólo rezó, pidiendo fuerzas a Dios para resistir el cruel asedio. Más tarde, el ansia de conocimiento guió sus ojos hacia los libros prohibidos y los leyó aterrado, al principio musitando oraciones inconexas, después en completo y horrorizado silencio.

Conoció así la existencia de todos los seres olvidados, malditos, ocultos en las entrañas de la tierra y replegados en los confines oscuros del universo, ansiosos de venganza y de recuperar lo que una vez les perteneció.

Supo de las atrocidades cometidas por las deidades impías que los textos mentaban, y del destino inimaginable que sufrieron los desgraciados que hallaron, por casualidad o por insistencia insensata, los vestigios de una historia que la humanidad había olvidado en su vertiginosa carrera hacia la autodestrucción.

Tan sólo la visión de la Lanza de Longinos parecía mitigar el pavor que le empapaba mientras leía los libros blasfemos.
Quid pro quo
, blasfemia y oración se fueron alternando en su mente, y sólo la férrea fe del joven monje evitó su caída en la locura total.

Y un día, tras haber leído otro espantoso pasaje de un libro encuadernado en lo que parecía piel humana, descifrando una a una las temibles palabras escritas por aquel árabe loco y traducidas al latín por Olaus Wormius, comprendió la extraordinaria importancia de las cinco estelas de arcilla esculpida que yacían en uno de los nichos.

Según el abad, las lajas de tamaño mediano, cubiertas con una escritura parecida a los signos cuneiformes, habían sido halladas por el profeta Moisés durante su peregrinación al monte Sinaí. La historia las había llamado las Tablas de la Ley.

Pero en las páginas del libro prohibido se contaba una versión muy distinta del origen de las míticas palabras del Altísimo. En ellas se decía que no había sido el Dios de los cristianos el que había esculpido los signos, sino uno mucho más antiguo y terrible, y que no habían sido sólo dos, sino que le habían sido entregadas muchas más tablas al profeta hebreo por alguien cuya apariencia le había llenado de pavor y ante el que se había postrado en adoración.

Contaban también que Moisés había intentado destruirlas, pero que el motivo no fue la cólera que experimentó al ver que su gente estaba degenerando, sino el miedo a que el pueblo hebreo conociera la espantosa profecía que describían y que le había sido confiada por aquel Dios extraño, pues lo que relataban los extraños caracteres era el anuncio profético del despertar de una deidad tan terrible como antigua, un horror impío que sumiría a la humanidad en una era de oscuridad eterna.

Pero el profeta de los hebreos no había tenido el valor suficiente para destruir la crónica, y sabedor de que ninguno de sus allegados podría descifrar su significado, había camuflado el terrible contenido de las tablas con los inocuos Mandamientos.

Las estelas habían desaparecido con rapidez de la luz pública, y habían estado escondidas durante siglos en alguna madrasa perdida entre las arenas candentes de los desiertos orientales. Posteriormente fueron halladas y robadas por los cátaros durante las Cruzadas en Tierra Santa y custodiadas durante siglos en el castillo de Montsegur, en la tierra francesa de Oc. Pese al tiempo y los esfuerzos que se dedicaron, nadie había descifrado aún el mensaje esculpido con asombrosos glifos curvilíneos. Sin embargo, influenciados por las terribles implicaciones que sugerían los escritos de Wormius, la Santa Sede había decidido que la abadía de Montecassino debía ser el reposo final de los peligrosos testimonios de una fe muy diferente a la que predicaban en Roma.

El conjunto de extraordinarios objetos que llenaban la cámara subterránea hacía asimismo comprensible la hasta entonces inexplicable actitud del Sumo Pontífice al tolerar el saqueo indiscriminado de arte religioso que estaban llevando a cabo los nazis. Una vez más, al igual que los caballeros cátaros que se lanzaron al fuego tras el asedio de Montsegur, una vez estuvieron a salvo las preciadas reliquias, se estaba sacrificando el arte de la Iglesia para que los instrumentos de una magia arcana y terrible no cayeran en manos de Himmler y su gabinete ocultista.

Sólo la gruesa roca que albergaba la cripta secreta en el corazón de Montecassino evitó que su grito de angustia fuera oído por los alemanes. La verdad que se abrió paso a fuego en su mente, arrollando su fe, le hirió con la brutalidad de una espada gigantesca. El Santo Grial, la lanza del Destino, y todas las reliquias por las que había luchado la Cristiandad en el pasado eran en realidad igual de valiosas que cualquier fetiche pintarrajeado de uno de los pueblos paganos que la propia Iglesia había exterminado en nombre de un Dios cuya existencia se ponía ahora en entredicho.

La mera presencia de las
otras
reliquias, procedentes de un pasado mucho más antiguo, podía alterar el destino de la Humanidad de manera espantosamente drástica. No sólo demostraba la falsedad de los postulados de la Iglesia Romana, sino que ponía al descubierto algo que, de no ser controlado, supondría el fin de la raza humana. ¿Pero cómo controlar un poder que se ocultaba tras milenios de oscuras tradiciones que ya nadie recordaba? ¿Cómo hacer frente a las obscenidades monstruosas que trataban, una y otra vez, inmortales, de retornar a lo que antaño fuera su morada?

Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, y que de pronto, se estaban tambaleando los pilares que sustentaban su fe en la Iglesia, en el Santo Padre y en la Historia que hasta entonces había conocido. Desesperado, trató de fijar su pensamiento en la Lanza, se obligó a cerrar los ojos e imaginar el arma hincándose en el costado de Cristo. Y sintió aquel Dolor en su propio cuerpo, un dolor agudo y ardiente, que le hizo volver a gritar, tratar de aferrarse a sus propias creencias y rechazar la oscura llamada de aquellos otros Dioses impíos.

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