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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (32 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Una oleada de ira, un sentimiento humano tan olvidado que casi no reconoció, la invadió al recordar lo sucedido. Por su culpa habían fallado ante su Dios. Habían desperdiciado una oportunidad única, pero no todo estaba perdido. Ella no podría esconderse por más tiempo. Había llegado el momento del triunfo y esta vez, nada ni nadie les iba a detener.

Giró la cabeza y emitió un largo sonido que recordaba con vaguedad el croar de un batracio imposible. Algo se movió en el agua que la rodeaba, y una forma gris, parecida a un delfín, se alejó rauda para llevar a cabo las órdenes que le habían sido encomendadas.

Satisfecha, se concentró de nuevo en su labor primordial. Con un ligero esfuerzo, su irreconocible abdomen expulsó una vaina mucilaginosa que depositó con cuidado infinito en el cieno del enorme lago de aguas oscuras. De inmediato, otro ser antropomorfo con extremidades palmeadas se arrastró fuera del agua y mojó por completo la nueva abominación surgida de las entrañas de la Sacerdotisa, mostrando un cuidado sorprendente y tratando con suma delicadeza al engendro recién nacido.

Con un ligero crujido húmedo, los ojos desprovistos de cualquier emoción volvieron a cerrarse, mientras que los cientos de larvas fosforescentes que se arracimaban en las paredes, el suelo y la bóveda de la oquedad ciclópea se agitaron con un espasmo casi simultáneo que resonó con un borboteo, como un embrión presintiendo la inquietud de la madre.

Mar Mediterráneo, esa misma tarde

Mientras el pequeño avión sobrevolaba las aguas, a poca distancia ya del aeropuerto del Prat de Llobregat, Julia Andrade repasó una vez más el escaso contenido de la carpeta que le había sido entregada en Florencia a modo de despedida. Su rostro, enmarcado por los suaves rizos cobrizos, expresó una honda consternación al ver las fotografías del cuerpo mutilado de facciones tristemente familiares, las sucintas anotaciones de la Interpol, los recortes deliberadamente opacos de la prensa española y un par de informes médicos poco concluyentes. En definitiva, nada que arrojara luz alguna sobre el nuevo y desconcertante indicio que había requerido la presencia de un
ángel negro
en la ciudad de Barcelona: la aparición del cadáver del profesor Roderick Baxter, hasta entonces dado por desaparecido de su casa de Londres.

Las extraordinarias circunstancias revelaban que se trataba de algo más que una venganza por lo acontecido seis meses antes en Irlanda. La extrema violencia de su secuestro del apartamento londinense, la caída en el barco donde precisamente se celebraban las cruciales conferencias internacionales, y el detalle del hielo que cubría su cuerpo, eran mensajes destinados a la organización vaticana.
Ellos
no tenían ninguna necesidad de hacer ostentación de sus hazañas, no era su
modus operandi
, sino todo lo contrario. Durante siglos habían obtenido sus victorias basándose en el secretismo y la conjura, y había demasiadas coincidencias en aquella ejecución para considerar la posibilidad del simple error.

Las anómalas características del trágico desenlace de la desaparición del
curator
del British Museum habían sido comunicadas a la organización secreta por el padre Benito, el sacerdote que impartía la extremaunción, en varios hospitales de la ciudad condal, a todas las personas que llegaban a diario, algunas con un hilo de vida, otras simples carcasas desprovistas del alma que trazaba ya su camino hacia la siguiente etapa del ciclo universal.

Miró por la ventanilla y vio deslizarse el contorno familiar de la costa norte de Cataluña. «Volvemos a casa», se dijo. Aquella simple frase desencadenó un aluvión de sentimientos y recuerdos que hicieron aflorar lágrimas de añoranza y pesar en los ojos color avellana. Hacía mucho tiempo que no pisaba Barcelona, seis interminables meses durante los que había visto en primera persona las consecuencias directas del aterrador plan urdido por los Dioses Primigenios, y había aprendido mucho más de lo que hubiera deseado acerca de los inimaginables seres que acechaban a la desvalida Humanidad, un secreto que casi le había costado la vida y que había afectado de manera drástica a su cordura.

Julia suspiró profundamente. Allí estaba de nuevo, dispuesta a meter una vez más la cabeza entre las fauces del monstruo de innumerables tentáculos que seguía golpeando la frágil superficie de la realidad cotidiana, incansable, anónimo y letal, dejando únicamente entrever un fragmento fugaz del horror indescriptible que aullaba enfurecido tratando de escapar de su encierro eterno.

—¿Por qué yo? —había preguntado Julia al padre Marini en la sede de Florencia.

—¿Por qué no? —había contestado lacónico el sacerdote de pelo plateado y mirada de acero, mientras jugueteaba con la cruz de plata que llevaba siempre colgada del cuello—. Es tu ciudad y estás tan preparada para esto como cualquiera de nosotros.

Barcelona, al día siguiente

Isabel recibió una llamada de Joan cuando estaba a punto de salir de casa. Su voz sonaba opaca.

—Hay novedades, Isabel —dijo el forense entre dos accesos de tos—. Han llegado las señas de identidad de nuestro amigo anónimo. ¿Tienes el fax conectado?

A Isabel le dio un vuelco el corazón y trasteó con nerviosismo con los controles del aparato que tenía al lado del teléfono.

—Dame un segundo. No sabes cuánto te agradezco lo que estás haciendo por mí. Te debo una, Joan. ¿Qué te pasa? ¿Has cogido frío?

Otro acceso de tos, más cavernosa, precedió la respuesta.

—Probablemente sí, no sé. Te recuerdo que trabajo en una nevera, y este mes no es que haya hecho mucho calor que digamos. Y de nuevo sí, me debes una, y grande.

Cinco minutos más tarde, atónita, seguía mirando los tres folios que había escupido la máquina. Aquel asunto tenía cada vez menos sentido. Según los datos facilitados por la Interpol, el cadáver pertenecía a un tal Roderick Baxter, inglés, 68 años, profesor retirado de Arqueología de la Universidad de Oxford y a cargo del Departamento de Culturas Antiguas del British Museum de Londres. Según la policía inglesa, el profesor Baxter había desaparecido de su domicilio sin dejar rastro seis meses antes en circunstancias misteriosas que por supuesto no detallaban. No constaban mensajes de rescate, ni nota de suicidio, ni nada que diera alguna pista acerca del motivo de su ausencia. El fallecido tampoco encajaba con el perfil del terrorista con intenciones de sabotear las conferencias, no tenía antecedentes ni era conocido por defender ninguna tendencia política radical. Isabel lanzó un bufido. Aquello no pintaba nada bien como inicio de investigación.

Otro folio, éste con membrete de la Policía Nacional Española, detallaba las escasas pertenencias que se habían hallado en el cadáver: ropa bastante ajada con restos que el laboratorio de la policía científica había identificado como sedimentos, arena y tierra parecidos a los que podían hallarse en minas y excavaciones, una sustancia orgánica de composición y origen desconocido bajo las uñas y un fragmento de papel pegado en el interior de uno de los bolsillos de la chaqueta, escrito con caracteres indescifrables de apariencia cuneiforme.

Isabel pestañeó varias veces tratando de ligar los datos inconexos y formar algo tangible. De momento, todo tenía el aspecto del típico artículo de una publicación que tratase sobre temas paranormales y no había nada sólido que su editor en jefe pudiera aprovechar. En el nuevo mundo, las necesidades informativas de los cada vez más escasos lectores se hallaban polarizadas entre la morbosidad más despiadada y la ignorancia frívola de lo que había acontecido.

Nadie se interesaba ya por la política ni por la economía. El deporte, la cultura y el espectáculo habían desaparecido casi por completo de las páginas de todos los rotativos. Lo que quedaba en pie del planeta se había constituido en comunidades blindadas que marcaban sus fronteras a sangre y fuego, auténticas colmenas ajenas al desastre global que sólo perseguían la esperanza de la reconstrucción y el resurgir de un Nuevo Renacimiento. A nadie le interesaban ya los discursos vacíos con los que algún estúpido líder político trataba de instar a la gente para formar un nuevo Orden Mundial. Se estaba retornando a las costumbres del medioevo, una época, por otro lado, bastante parecida a la que se encontraba la otrora sofisticada especie humana, sumida ahora en una era de tinieblas tecnológicas de la que nadie se atrevía a pronosticar el final. Las comunicaciones mundiales habían sufrido un daño irreparable y las locales funcionaban dando traspiés. Todo lo que habían controlado los norteamericanos se había venido abajo, incluyendo su propio país, del que sólo llegaban fragmentos de testimonios que ponían la carne de gallina por la crueldad y la barbarie sin límites que relataban.

El repiqueteo del teléfono la apeó del tren sin rumbo de pensamientos en el que se había subido. Consultó su reloj y vio con sorpresa y alarma que había estado quieta en el sillón durante más de dos horas, hecha un ovillo y con los tres folios a sus pies.

Al otro lado del aparato, un Joan si cabe más excitado tosió con violencia antes de hablar.

—Esto se pone cada vez más turbio, Isabel.

La periodista se incorporó de golpe y se envaró, sujetando el auricular con fuerza.

—¿Qué ha pasado? ¿Han venido a recoger el cadáver?

—No. Ha llegado mi jefe acompañando a una mujer que quería ver el cuerpo de Baxter.

—¿Su esposa, quiero decir, su viuda?


Niet
[6]
. Era una mujer de mediana edad, española y que parecía tener las acreditaciones suficientes como para pasar por encima de la policía y de cualquier otro organismo oficial. Me moría de ganas de preguntar, pero la prudencia me lo ha desaconsejado. No quisiera verme metido en ningún lío, y esto no huele bien.

—¿Qué ha hecho? ¿Se ha llevado a Baxter?

—Nada de eso. Ha examinado el cuerpo de arriba abajo, ha pedido copias de todo lo que te he mandado, incluyendo las fotografías que saqué del cuerpo durante el proceso de descongelación, y se ha marchado sin soltar prenda.

Isabel se frotó el puente de la nariz con el índice.

—¿Quién era, entonces? ¿Alguien del CNI?

—Ni idea. Mi jefe, como viene siendo habitual, no me ha comentado ni media palabra al respecto. Lo único que he podido pillar al vuelo es que está hospedada en el hotel Atlántico, en la calle Mallorca, habitación 203.

Isabel agarró un pequeño cuaderno que tenía al lado del teléfono de un manotazo y anotó los datos que le había dado el forense.

—¿Qué aspecto tenía la mujer?

—Nada fuera de lo normal. Era alta, de complexión atlética, bonitos ojos castaños y pelo cobrizo y rizado. Vestía con sobriedad, pantalón negro y suéter color crema. ¡Ah! Y llevaba un medallón con una estrella de cinco puntas colgando del cuello, hecho de una especie de piedra de color verdoso.

Isabel fue tomando nota de todos los detalles. Ahora sí que parecía haber caso. La aparición de la mujer misteriosa había abierto una nueva puerta, cuyo umbral tenía que cruzar si quería averiguar algo concreto.

—¿Qué reacción ha tenido al ver a Baxter? —inquirió mientras daba golpecitos nerviosos con el lápiz.

—En apariencia, ninguna. Pero bajo la máscara de indiferencia la he pillado parpadeando y tragando saliva para evitar echarse a llorar. Es obvio que le conocía.

Isabel mordió el extremo del lápiz pensativamente mientras repasaba las anotaciones.

—Creo que iré a hablar con ella, a ver si le saco algo más.

—Ten mucho cuidado, Isabel, parecía de armas tomar, a pesar de lo mona que vestía.

La aludida se apartó un mechón rubio de la frente con una sonrisa. Le hacía gracia la preocupación del joven médico por ella. Era evidente que le caía bien, quizá algo más que bien. De hecho, constató con cierto regocijo, parecía caerle bien a la comunidad internacional de médicos jóvenes. Mejor eso que nada, se dijo. Un médico siempre era bienvenido en cualquier familia.

—Siempre tengo cuidado, Joan. Oye, deberías ser periodista en lugar de forense.

—No, no, por Dios —repuso el forense con falso tono escandalizado—. Lo mío es la ciencia. La fama y el cotilleo los dejo para ti sola. Pero ahora me debes dos.

Isabel esbozó una sonrisa maliciosa.

—Al final tendré que casarme contigo, Joan —dijo con tono exageradamente zalamero.

—Ni se te ocurra —respondió Joan tras una risita que se truncó en un violento acceso de tos—. Soy un célibe reputado. Sin embargo, y para empezar, me conformaré con una cena. Nos vemos. Cuídate.

El Atlántico pertenecía a una cadena de hoteles de nueva creación regentados por un personaje tristemente célebre que ya había caído en desgracia antes del desastre. Una serie de fraudes y operaciones monetarias de dudosa naturaleza realizadas en el ámbito deportivo habían dado al traste con su ambición. Se rumoreaba que se había visto obligado a malvender la franquicia a una multinacional con sede en Italia, pero todos los esfuerzos por parte de la prensa amarilla para sonsacarle algo habían topado con un muro de mutismo que se había mantenido incólume. Y ahora, esa clase de sensacionalismo ya no importaba a nadie.

Isabel se aposentó en la mesa de un bar que había en la acera de enfrente, pidió un café y un vaso de agua y se dispuso a esperar pacientemente a que apareciera la misteriosa dama. Algo en su interior le decía que no era prudente aparecer sin más para pedir una entrevista. Dado el considerable despliegue de autoridad que había empleado la desconocida en el Hospital del Mar, era absolutamente necesario saber a quién se enfrentaba antes de abordar el delicado tema.

El día había amanecido lluvioso y por la calle medio anegada sólo circulaban los servicios públicos autorizados, ya que el suministro de combustible se estaba acabando con inusitada rapidez y el comercio aún estaba recuperándose, sobre todo el aéreo. El clima de la costa catalana se había vuelto impredecible, predominando la lluvia y el viento, lo que no contribuía en absoluto a levantar el ánimo de los maltrechos y cada vez más escasos ciudadanos. La acumulación de hojas muertas de los esperpénticos árboles que jalonaban la calle impedía desaguar el agua de los charcos. Muchas rejillas de las alcantarillas estaban taponadas y los servicios municipales de limpieza habían dejado de funcionar. Toda la ciudad destilaba congoja y sobre todo, miedo. No era, sin embargo, un miedo cualquiera, era esa clase de pavor ancestral que hace aferrarse a su madre al niño, su tabla de salvación ante lo desconocido, su espacio protegido y confortable del que nunca hubiera querido salir. El miedo de una humanidad débil frente a una Naturaleza vengativa y cruel.

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