Authors: Jens Lapidus
Entre la clientela, como siempre, había al menos un treinta por ciento de asiáticos. El resto, tíos vikingos, pateros viejos, mujeres de mediana edad con escotes demasiado pronunciados, un grupo de chavales jóvenes y jugadores profesionales, los que pasaban allí todas las noches.
Mrado saludó a bastantes conocidos. Continuó hacia arriba, hacia el cuarto piso, donde tenía lugar el verdadero juego. Póquer.
Segundo piso: moquetas marrones, mesas de blackjack, algunas ruletas de tamaño medio, montones de máquinas. Un bar. Mrado fue hasta la barra. Saludó al camarero. Le preguntó que qué tal. Todo bien. De fondo sonaba Frankie Boy. Siguió subiendo.
Tercer piso: igual que el segundo pero sin bar. En la escalera se encontró con uno de los chicos de recepción del gimnasio.
Mrado saludó:
—¿Qué pasa?
—Hazle un favor a un viejo amigo: acompáñame al viaducto de Klaraberg y empújame.
Mrado se rió.
—¿Te has vuelto a fundir todo el presupuesto del mes?
—Sí, hostias. Se ha ido todo al garete, estoy totalmente jodido. Esta noche me he ventilado treinta mil pavos. Nada de vacaciones para mí. Joder,
todo está perdido, si llovieran coños yo sería asexual
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.
—Tranquilo, eso lo dices siempre. No pasa nada, te arreglarás.
—Tengo que practicar más con los chicos del gimnasio. Gente más de mi clase, ¿verdad? ¿No deberíamos organizar una velada de póquer? Tomarnos unos whiskys, fumarnos unos puros...
—No es ninguna tontería, pero muchos pasarán del alcohol. Demasiadas calorías peligrosas.
—Sí, pero qué coño voy a hacer. No tengo ninguna oportunidad contra los que están aquí.
—¿Sólo están los tíos fuertes esta noche?
—Ya te digo.
—¿Has visto a Ratko?
—Aquí no. Tampoco le vi ayer en el gimnasio. ¿Habéis quedado?
—Más le vale tener una buena excusa. Habíamos quedado hace veinte minutos.
—Si le veo le digo que estás aquí arriba, y cabreado. Me tengo que ir a casa ya, si no esto puede acabar mal de verdad.
Mrado siguió subiendo. El tío de la escalera estaba claramente al borde de la ludopatía. Mrado se preguntó qué era peor: ¿la ludopatía o la adicción a los anabolizantes?
Abrió las puertas giratorias del último piso. Moquetas verdes. Del mismo color que los tapetes de las mesas de póquer. Techo negro con focos dirigibles discretos. Ahí no había paredes de espejo; sin embargo los tramposos abundaban. Mrado saludó. Los jugadores legendarios de Estocolmo estaban ahí: Berra K, Jokern, Piotr B, Majoren y otros. Hombres con el mismo ritmo diurno/nocturno que Mrado. Trabajaban desde las diez de la noche hasta que cerraba el casino, a las cinco. Tíos que siempre iban por ahí con al menos cinco mil pavos al contado sujetos con una goma. Genios de las matemáticas inadaptados.
En la mitad de la sala sólo había máquinas tragaperras.
En la otra mitad estaba la mesa de póquer. Gruesas cuerdas de terciopelo mantenían a distancia a los curiosos y a los mirones furtivos. El póquer estaba de moda. En medio de la parte larga de cada mesa: el crupier del Estado, vestido con camisa blanca, chaleco rojo y pantalones negros. El ambiente, serio, tenso, con la más profunda concentración.
Dos de las mesas eran para apuestas altas. Alguno parecía desesperado, quizá habían volado los ahorros de la familia. Alguno resplandeciente, quizá acababa de ganar veinte, treinta mil en un bote. Los demás sólo estaban muy centrados en el juego.
Sitios libres en una de las mesas caras.
No limit:
sin límites en las apuestas. Era posible hacer
all in.
Unas veinte manos a la hora. El Estado se llevaba el cinco por ciento del bote. Un placer caro; pérdidas excluidas.
La idea de Mrado se basaba en que con todas las ganancias de más de veinte mil en el póquer del Estado se podía obtener un recibo, eran legales. Mrado no era el mejor del mundo pero a veces tenía suerte. En ese caso: apostar fuerte. Esa noche las probabilidades eran pocas: muchos buenos jugadores a la mesa. Pero por otra parte las apuestas serían más altas, más dinero que se podía blanquear. Con suerte quizá pudiera blanquear cien mil. Su plan: jugar ajustado. Apostar sólo si tenía una buena mano de apertura. Táctica precavida de bajo riesgo.
Se sentó.
El juego:
Texas hold'em.
Súper de moda desde que el Canal 5 había empezado a retransmitir las competiciones estadounidenses. Atraía a muchos novatos a la mesa de póquer, aunque era la variante de póquer más difícil. Rápida, el mayor número de manos por hora proporcionaba las máximas posibilidades de ganar. Un bote mayor que en el
Omaha
o
seven card stud
con más jugadores a la mesa. Nada de cartas descubiertas salvo las cinco comunes del montón. El juego de las ganancias rápidas/grandes.
Esa noche parecía que sólo había clásicos a la mesa.
Bernhard Kaitkinen, más conocido como Berra K. Aún más conocido como el hombre que la tenía más larga en Estocolmo, lo cual él nunca perdía la oportunidad de resaltar: Berra, el de la boa. Siempre vestido con traje claro, como si estuviera en el casino en Montecarlo. Había estado con la mayoría de las damas de la alta sociedad: Susanna Roos, redactora jefe de
Svensk Damtidning,
Charlotte Ramstedt y otras. Berra K: un fanfarrón, un embaucador, un caballero. Sobre todo: un fantástico jugador de póquer. Mrado conocía sus trucos. El tío siempre hablaba de otras cosas, distraía, creaba su propia cara de póquer dándole a la lengua sin parar.
Piotr Biekowski: un polaco pálido. Había ganado el campeonato del mundo de backgammon unos años antes. Se había pasado al póquer; había más dinero ahí. Vestido con chaqueta oscura y pantalones negros. Camisa blanca arrugada, los dos botones superiores desabrochados. De estilo nervioso, inseguro. Suspiraba, se lamentaba, esquivaba la mirada. Quizá eso engañara a los principiantes del casino. No a Mrado, él lo sabía: nunca juegues demasiado alto contra Piotr; te vaciará la cartera.
Enfrente de Mrado: un chico joven con gafas de sol que Mrado apenas conocía vagamente. Mrado le miró fijamente. ¿Se creía el chaval que estaba en Las Vegas?
Mrado empezó con la gran ciega; mil pavos que alguien, en este caso Mrado, estaba obligado a aportar como apertura del juego. Nadie podía participar sin apostar esa cifra como mínimo.
Piotr fue con la pequeña ciega: quinientas coronas.
El crupier repartió las cartas.
La mano de Mrado: cinco de corazones y seis de corazones.
Aún no se había repartido el
flop.
Berra K reaccionó primero, dijo:
—Estas cartas me recuerdan una partida que jugué en un barco a las afueras de Sandhamn el verano pasado. Tuvimos que dejarlo porque empezó una tormenta de relámpagos del demonio.
Mrado no hizo caso de la charla sin sentido.
Berra K pasó.
El de las gafas de sol empezó con mil.
Piotr apostó quinientas, subió al nivel de la gran ciega.
Mrado volvió a mirar sus cartas. La mano era bastante horrorosa, pero, así y todo, conectaban, eran cartas consecutivas del mismo palo y no costaba nada aguantar una vuelta más. Comprobó, continuó.
Flop:
las tres primeras cartas sobre la mesa. Siete de corazones, seis de tréboles y as de picas. No era lo idóneo contra su mano. Pocas posibilidades de color. Piotr empezó a quejarse; su estilo.
Mrado obligado a pensárselo bien. El juego era fuerte. Piotr podía estar disimulando un buen juego; lamentándose, suspirando y quejándose, estaría intentando que el resto de los jugadores subieran sus apuestas. En ese caso Mrado debería pasar, pese a que tenía posibilidades de color y de escalera. Se había prometido jugar con contención.
Se retiró, la apuesta continuó sin él.
El de las gafas de sol lo vio. Aumentó cuatro mil. No estaba mal. Quizá era uno de los nuevos advenedizos que habían aprendido todo jugando delante de un ordenador en Internet. Pero presencial era diferente.
Turn:
la cuarta carta en la mesa. Un siete de diamantes.
Piotr, el primero en ir. Puso quince mil pavos.
El de las gafas fue con treinta mil. Doblaba la apuesta, algo gordo.
Todos los ojos en Piotr. Mrado lo sabía, el polaco podía tener un trío, incluso un full. Pero también: el tío podía ir de farol a lo bestia.
Piotr fue con todo:
all in,
cien mil coronas. Alrededor de la mesa se oyó un murmullo de sorpresa.
El de las gafas carraspeó. Jugueteó con sus fichas.
Mrado observó a Piotr. Se convenció, el polaco iba de farol; un destello rápido en la mirada le delató. Sus ojos se encontraron. Piotr supo que Mrado lo sabía.
El de las gafas de sol no lo vio. Se asustó de la ofensiva.
Pasó.
River:
la última ronda de cartas en la mesa; no llegó a repartirse.
Mrado pensó: El polaco va fuerte esta noche. Juega a lo grande sin nada.
Hora de la siguiente partida.
El juego continuó.
Mano tras mano.
Mrado se iba manteniendo.
Piotr jugaba agresivamente. Berra K hablaba de tías. Distraía. El de las gafas de sol intentaba recuperar lo que acababa de perder.
Tras veinticuatro manos: la de Mrado,
big slick
de corazones. El clásico del mundo del póquer: un as y un rey. Tienes las posibilidades de lo mejor que se puede tener, escalera real, y tienes las cartas más altas. Sin embargo no tienes nada. Binario: si funciona rompes, si se fastidia, estás jodido.
Una solitaria gota de sudor en la frente de Mrado. Podría ser su oportunidad. Hasta entonces había jugado de forma conservadora. Piotr, Berra K y el de las gafas de sol no creerían que fuera a apostar sin tener algo. Por otra parte, podía ser un truco. Uno juega sobre seguro, engaña a todos haciéndoles creer que uno nunca arriesga. Luego va una vez de farol a lo grande.
Su mejor mano de apertura de la noche. Se decidió; por las empresas, para salvar la situación con Radovan; apostar a lo grande.
La gota de sudor se paró en la ceja de Mrado. Tan cerca de una escalera real y sin embargo apenas una posibilidad entre varios miles.
Jugueteó con una ficha en la mano.
Pensó: Me lanzo.
Apostó cinco mil.
Berra K lo vio. Cinco mil. Juego fuerte.
El de las gafas de sol se retiró. Era una locura seguir en un juego tan agresivo sin tener nada en realidad.
Piotr, con la gran ciega, subió. Total, veinte mil. De locos.
Berra K, Mrado y Piotr, todos tenían una cantidad tremenda de pasta ante sí.
Mrado se lo pensó: Ahora se trata de
make it or brake it.
Conocía las probabilidades, su mano era una de las diez mejores aperturas que uno puede tener en este juego.
Miró a Piotr. ¿Había visto el mismo destello en los ojos que en la primera mano, en la que el polaco fue de farol? La sensación era la misma. Piotr se traía entre manos algún truco. Mrado seguro; el polaco intentaba ver si colaba; era el turno de Mrado para llevarse a casa un pastón.
Siguió adelante. Veinte al centro de la mesa.
Berra K empezó a desbarrar otra vez. Hablaba sobre partidas de locura y que ésa era la más loca de todas. Luego se retiró. No era inesperado.
Quedaba Mrado contra Piotr, a la espera de las primeras cartas sobre la mesa.
El de las gafas de sol se las quitó, incluso Berra K dejó de hablar. Silencio alrededor de la mesa.
El
flop
mostró as de trébol, dos de diamantes, dama de corazones.
Piotr apostó quince mil más. Quizá para echarle un pulso a Mrado. Un juego asquerosamente fuerte.
En todo caso, Mrado tenía una pareja de ases, la mejor pareja que se puede tener. Tenía que conseguir algo bueno con la carta más alta, el rey. Y aún tenía posibilidades de una escalera real. Continuó. Puso quince mil. Lo vio.
Pensaba hundir al cabrón polaco.
Turn:
jota de corazones. Una potra tremenda. Las posibilidades de Mrado para lograr una escalera real se mantenían. No iba a rendirse ahora. Además, se sentía más seguro: el polaco no tenía nada con lo que hacerle frente. El tío estaba yendo de farol a lo grande.
Una locura por todos lados.
Piotr subió todavía treinta más.
A Mrado le pareció ver ese destello en los ojos.
Se arriesgó, hizo un
all in,
el resto de la pasta que tenía ante sí, ciento veinte mil. Todas sus fichas en un todo por el todo. Pidió a Dios haber visto bien, que Piotr estuviera yendo de farol.
Piotr lo vio inmediatamente.
El crupier sintió la presión alrededor de la mesa. Tanto Mrado como Piotr descubrieron sus cartas.
Todos alrededor de la mesa se inclinaron para ver.
Mrado: casi una escalera real, salvo por el diez de corazones.
Piotr: trío de ases.
A Mrado se le encogió el corazón. El cabrón del polaco no había ido de farol esta vez. El destello en los ojos había sido otra cosa; quizá de triunfo. La oportunidad de Mrado era que el
river
fuera un diez de corazones.
El crupier tardó en servir el
river.
Piotr se removió nervioso en el sillón. Todos los de la sección de póquer se pusieron de pie, sentían que algo grande se estaba decidiendo en una de las mesas. Si Mrado ganaba se llevaría más de trescientas mil.
El crupier sirvió la carta: tres de trébol.
Mrado estaba muerto.
Ganador: Piotr. Trío. Todo el bote. Mrado había perdido ciento sesenta mil en una mano. Felicidades.
Mrado oía su propia respiración. Aturdido, sentimientos de traición. A punto de vomitar.
Sentía latir su corazón. Latidos rápidos, tristes.
Piotr apiló las fichas. Las barrió dentro de una bolsa de tela.
Se levantó. Dejó la mesa.
Alguien llamó a Mrado por su nombre. En el otro lado de la zona acordonada con terciopelo esperaba Ratko. Más de cincuenta minutos después de la hora acordada. Mrado le hizo una seña con la cabeza. Volvió a girarse hacia la mesa de póquer.
Se quedó sentado como entre la niebla. La frente le quemaba. Sudaba.
Al final el crupier se volvió hacia él y preguntó:
—¿Va a participar en la siguiente partida?
Mrado lo sabía, a él le acababa de suceder una catástrofe. Para el crupier era sólo una pregunta sobre si podía empezarse la siguiente mano.
Mrado se levantó. Se marchó.