Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte (3 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor

BOOK: Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte
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»No haberlo dicho. Abrió la boca y se mandó la parte, con una vocecita de ocarina de lo más penetrante, que, se lo juro por esa campana de sángüiches, ya no la oigo porque estamos en esta lechería de Boedo. Dijo, sin tan siquiera darme calce para un enfoque del momento turfístico:

»—Tienda, señor, su buen vistazo por esa ventanita ratona y no le costará divisar, más allá de la segunda mano con mate, una vivienda pequeña, eso sí, pero que siempre le faltó, qué pucha, el flatacho. Haga, con toda confianza, la señal de la cruz y pídale a esa casa tres deseos, porque bajo sus tejas vivió un hombre que merece mejor concepto que muchos de esos verdaderos vampiros que chupan por igual la sangre del pobre y del industrial acomodado. ¡Le estoy hablando de Zalduendo, señor!

»”Cuarenta años han pasado por este redondelito
[2]
(treintinueve añares, mejor dicho) desde el atardecer inolvidable, o acaso la mañanita madrugadora, en que conocí a don Wenceslao. A él o a otro, porque el tiempo trae el olvido, que es un bálsamo grande, y uno termina por no saber con quién tomó la leche vez pasada en el bar de Constitución, cuando no una avena malteada, que sabe caer tan bien al estómago. La cosa es que lo conocí, mi buen señor, y dimos en hablar de todo un poco, pero con dedicación especial de los coches de la línea a San Vicente. Pitos y flautas, yo con mi gorra de visera y el guardapolvo tomaba todos los días hábiles el 6 y 19 a Plaza; don Wenceslao, que viajaba más temprano, era seguro que perdía el carreta de las 5 y 14, y yo me lo veía llegar de lejos, sorteando los charquitos helados, a la luz tembleque del farol de la Cooperativa. Él era como yo un adepto insaciable de la ventaja del guardapolvo y acaso, años después, nos fotografiaron con dos guardapolvos idénticos.

»”Siempre, señor, he sido el más fiero enemigo de meterme en vidas ajenas y, por eso, mantuve a raya la tentación de preguntarle a ese nuevo amigo por qué viajaba con el lápiz Faber y un rollo de pruebas de imprenta, amén del diccionario de Roque Barcia, que es una obra tan completa ¡en tantos volúmenes! Se la doy al más garifo; tuve, si usted me comprende, mi hora de comezón, pero pronto logré la recompensa ¡don Wenceslao, con la misma boca con que me dijo que era corrector de la Editorial Oportet & Haereses, me invitó a secundarlo en esas tareas que, con encomiable tenacidad, acometía para distraerse en el tren! Mis luces, le soy franco, son bien escasas, y al principio trepidé en acompañarlo en ese terreno; pero la hacendosa curiosidad pudo más y antes que apareciera el inspector ya estaba yo sumido en las galeradas de la
Instrucción secundaria
de Amancio Alcorta. Exigua ¡qué canastos! fue la contribución que pude prestar esa primer mañana de consagración a las letras, pues, arrebatado por todos esos problemones del magisterio, yo leía y leía, sin advertir las más garrafales erratas, las líneas traspuestas, las páginas omitidas o empasteladas. En Plaza no me quedó más remedio que articular el “Que le vaya lindolfo” de práctica, pero a la madrugada siguiente le di una gran sorpresa a mi nuevo amigo, revistando en el andén con un lápiz que había tomado la precaución de agenciarme en una sucursal muy seria, eso sí, de la Librería Europa.

»”Mes y medio, calculando a ojo fantástico, duraron esas tareas de corrección, que son, como vulgarmente se dice, el aprendizaje más formidable para entrar en contacto con los verdaderos rudimentos de la puntuación y de la ortografía en castellano. De A. Alcorta pasamos a
Pedagogía social
de Raquel Camaña, no sin hacer un alto en
Crítica literaria
de Pedro Goyena, que me capacitó para encarar con renovados bríos
Naranjo en flor
de José de Maturana o
El dilettantismo sentimental
de Raquel Camaña. Ni por asomo le puedo cantar otro título porque en llegando al último don Wenceslao cortó por lo sano y me dijo que sabía apreciar mi aplicación en lo que ésta valía, pero que muy a las contras de su voluntad se veía compelido a pararme el carro, porque el propio don Pablo Oportet le había propuesto para en breve un ascenso interesante que le permitiría redondear un buen presupuesto. Cosa de no saber por dónde agarrar: don Wenceslao me participaba esas novedades de tanto bulto para su horizonte económico, y yo lo veía con el ánimo por el suelo, de lo más chaucho. A la semana, en ocasión de adquirir unas roscas de maicena para las nietitas del señor Margulis, que tiene la farmacia en Burzaco, salía yo con mi paquetito del bar de Constitución cuando tuve el agrado de pescar a don Wenceslao, que daba cuenta de una gran tortilla quemada, que parecía un pico de gas, y de unas sendas copas de grog, que me lo hacían toser con el humo, en compañía de un potentado de color aceituna y rico sobretodo de astracán, que le encendía en ese momento un cigarro de hoja. El potentado se atusaba el bigote y hablaba como un rematador, pero en la cara del señor Wenceslao vi la palidez de la muerte. Al otro día, antes de llegar a Talleres, me confió con toda reserva que su interlocutor de la víspera era el señor Moloch, de la razón social Moloch y Moloch, que tenía en un puño a todas las librerías del Paseo de Julio y de la Ribera. Agregó que había firmado un contrato con ese señor, que ahora carecía de toda vinculación oficial con la red de baños turcos donde se timbea de lo lindo, para el suministro de obras científicas y de tarjetas postales. Así, con mucha consideración, vino a enterarme ese pan de Dios, que el Directorio lo había nombrado Gerente Responsable de la editorial. En esa nueva calidad, ya había asistido a una prolongada sesión del centro de imprenteros, donde apenas medio se atornilló en la butaca lo sacaron al trote largo esos asturianos. Yo lo atendía como un embelesado, señor, y en eso tironeó el convoy y rodó por el suelo uno de los pliegos que estaba corrigiendo don Wenceslao. Conozco mi obligación y, sobre el pucho, me acomodé en cuatro patas para recogerlo. No haberlo hecho: vi una figura de lo más deslenguada, que me puse como un tomate. Disimulé como pude y pasé a devolverla como si entregara la estampita más espectable. Quiso mi buena estrella que don Wenceslao estuviera tan Tristán Suárez que no se dio cuenta cabal de lo acontecido.

»”El otro día, que era sábado, no viajamos juntos; habremos ido uno primero y otro después, si usted me interpreta.

»”Ya despachada la primera siestita, un vistazo al almanaque me encasquetó la idea que el domingo era mi cumpleaños. La confirmó la fuente de empanaditas que siempre tiene la fineza de obsequiarme la señora Aquino Derisi, que prestó sus oficios de partera a mi señora madre. Tomar el olorcito de esos manjares, que vienen a ser tan nuestros, y pensar lo instructiva que resultaría, a lo mejor, una serata con el señor Zalduendo, fue, como decimos en Burzaco, todo uno. Prudenciando en el banquito de la cocina hasta que amainara el sol (porque las insolaciones de vigilantes estaban a la orden del día), me quedé hasta bien dadas las ocho y cuarto, aplicando otra mano de pintura negra a un mueblecito de adorno que yo había confeccionado con los cajoncitos de azúcar Lanceros. Bien enroscado en la chalina, porque las refrescadas son el diablo, tomé el 11, quiero decir que me encaminé a patacón por cuadra al domicilio de ese maestro y amigo. Entré como perro por su casa, ya que la puerta del señor Zalduendo, señor, siempre estaba abierta, como su corazón.

»”¡El anfitrión brillaba por su ausencia! Para no malgastar la caminata, opté por esperar un ratito, no fuera de repente a volver. Hacia la jabonera no demasiado lejos de la palangana y la jarra, había un alto de libros que me permití revisar. De nuevo le digo, eran de la Imprenta Oportet & Haereses y mejor no haberlo hecho. Bien dicen que cabeza en la que entra poco retiene el poco; hasta el día de hoy no puedo olvidarme de esos libros que hacía imprimir don Wenceslao. Las tapas eran con prójimas desnudas y de todos colores, y llevaban por título
El jardín perfumado
,
El espión chino
,
El hermafrodita
de Antonio Panormitano,
Kama-Sutra y/o Ananga-Ranga
,
Las capotas melancólicas
, las obras de Elefantis y las del Arzobispo de Benevento. Qué azúcar y qué canela, yo no soy uno de esos puritanos exagerados y en tren de echar una cana al aire ni mosqueo con la adivinanza de color subido que sabe proponer el párroco de Turdera, pero, vea usted, hay extremos que pasan de castaño oscuro y resolví ganar la cucha. Salí marcando tiempo, le soy verídico.

»”Varios días pasaron y nada sabía yo de don Wenceslao. Después, la noticia-bomba anduvo de boca en boca y yo fui el último en enterarme. Una tarde, el oficial del peluquero me enseñó a don Wenceslao en fotografía, que más bien parecía un negro retinto, abajo del titular que rezaba: SE LE ESPESÓ EL MEJUNJE AL PORNOGRAFISTA. HAY ESTAFA. Las piernas me flaquearon en el sillón y se me nubló la vista. Sin comprender leí hasta el final el sueltito, pero lo que más me dolió fue el tono irrespetuoso con que se hablaba del señor Zalduendo.

»”Dos años después don Wenceslao salió de la cárcel. Sin darse bombo, que no estaba en su carácter, volvió el hombre a Burzaco. Volvió hecho una osamenta, señor, pero con la frente bien alta. Dijo adiós al trayecto ferroviario y no salía de su casa ni en esos paseítos a los más diversos pueblos circunvecinos. De aquel entonces le quedó el mote cariñoso de Don Tortugo Viejo, aludiendo, vaya usted a saber, a que no salía nunca y era difícil encontrarlo en el depósito de forrajes Buratti, cuando no en el criadero de aves Reynoso. Nunca quiso acordarse de los motivos de su desgracia, pero yo até cabos y vine a entender que el señor Oportet se había aprovechado de la infinita bondad de don Wenceslao, cargándolo con la responsabilidad de su negocio de librería cuando vio que las cosas pintaban mal.

»”Con el sano propósito de agenciarle una buena dosis de esparcimiento di en llevarle un dominguito, que la atmósfera se presentaba aparente, a los nenes disfrazados de
pierrot
del doctor Margulis y el lunes medio lo engolosiné con la monomanía de ir a pescar a los charcos. Qué pesca ni qué pavadas con la pretensión de distraerlo: el pasmado como un bobeta resulté yo.

»”El señor Don Tortugo estaba en la cocina cebándose unos verdes. Me senté de espaldas a la ventana, que ahora da a los fondos del club Unión Deportiva y antes al campo abierto. El Maestro declinó con la mayor urbanidad mi proyecto de pesca y adjuntó, con esa bondad soberana del que a todas horas ausculta su propio corazón, que a él no le hacían falta diversiones desde que el Supremo le concediera pruebas tan a las claras.

»”A riesgo de quedar como un chinche le rogué que me ampliara esos conceptos; sin soltar la pavita borravino, ese visionario me contestó:

»”—Acusado de estafa y de traficar en libros infames yo fui recluido en la celda 272 de la Penitenciaría Nacional. Entre esas cuatro paredes mi preocupación era el tiempo. En la primer mañana del primer día pensé que estaba en la peor etapa de todas, pero que si llegaba al día siguiente ya estaría en el segundo, es decir en camino al último día, el setecientos treinta. Lo malo es que me hacía esa reflexión y el tiempo no pasaba y yo seguía en el comienzo de la mañana del primer día. Antes de un lapso atendible ya había agotado cuanto recurso se me ocurrió. Conté. Recité el Preámbulo de la Constitución. Dije los nombres de las calles que hay entre Balcarce y la Avenida La Plata y entre Rivadavia y Caseros. Después me corrí al Norte y dije las calles que hay entre Santa Fe y Triunvirato. Por suerte me confundí cerca de Costa Rica, lo que me significó ganar un poco de tiempo, y así medio llegué a las nueve de la mañana. Tal vez entonces me tocó en el corazón un santo bendito y me puse a rezar. Quedé como inundado de frescura y creo que muy pronto llegó la noche. A la semana descubrí que ya no pensaba en el tiempo. Créame, joven Larramendi, cuando se cumplieron los dos años de la condena, me pareció que habían pasado en un soplo. Es verdad que el Señor me había deparado muchas visiones, todas francamente valiosas.

»”Don Wenceslao me decía estas palabras y se le dulcificaba la cara. De entrada sospeché que esa felicidad le venía del recuerdo, pero luego entendí que detrás mío algo estaba pasando. Me di vuelta, señor. Vi lo que llenaba los ojos de don Wenceslao.

»”Había mucho movimiento en el cielo. Subían grandes cosas desde el monte del establecimiento rural Manantiales y desde la curva del tren. Se dirigían en procesión al cénit. Unas parecían evolucionar alrededor de otras, pero sin estorbar el movimiento general y todas subían. Yo no les quitaba los ojos y era como si subiera con ellas. Le hago suyo que de primera intención no capté qué serían esos objetos, pero ya entonces me contagiaban el bienestar. He pensado después que acaso tenían luz propia, porque ya se había hecho tarde y sin embargo yo no les perdía ni un pelo. El primero que distinguí (y hemos de convenir que es raro, porque la forma no es nítida, que digamos) era tamaña berenjena rellena que no tardó en perderse de vista al quedar tapada por el alero del corredor, pero ya le pisaba los talones un gran pastel de fuente, que por lo bajo le calculo, señor, hasta doce cuadras de fondo. La gran sorpresa bogaba a la derecha, a un nivel más alto, y era un solo puchero a la española, con su morcilla y su tocino, escoltado, eso sí, por cada posta de pejerrey que usted no sabía para dónde mirar. Todo el poniente era risotto, sin embargo que al Sur ya se consolidaban la albóndiga, el dulce de zapallo y la leche asada. A estribor de las empanadas con flecos, desfilaba el matambre a la orientala, bajo el palio de algunas tortillas babosas. Mientras conserve la memoria me acogeré al recuerdo de unos ríos que se cruzaban sin mezclarse: uno de caldito de gallina bien desgrasado y otro de un zocotroco de carne con cuero, que después de verlo, a usted ya no lo embroman con el arco iris. A no ser por esta tosecita de perro, que en la ocasión me hizo desviar la visual, me pierdo una croqueta de espinaca que, en un santiamén, la borraron los chinchulines de una parrillada jefe, para no decir nada de unos caneloncitos recalentados que, desplegándose en abanico, tomaron firme posesión de la bóveda celeste. A éstos los barrió un queso fresco, cuya superficie acorchada abarcó todo el cielo. Ese alimento quedó fijo, como encasquetado sobre el mundo, y yo me ilusioné que lo tendríamos para siempre, como antes las estrellas y el azul. Un instante después no quedaba rastro de esa rotisería.

»”Ay de mí, ni un adiós le dije a don Wenceslao. Con las piernas que me temblaban salvé hasta media legua de potreros y entré como por un tubo en la fonda de la estación donde cené con tan buen diente que era cosa de alquilar balcones.

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