Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte (6 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor

BOOK: Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte
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»Elegí, al cabo de maduras reflexiones, la noche del 31 de diciembre.

II

El 31 de diciembre, a la noche, en la quinta Las Begonias, la demora del doctor Le Fanu mereció más de un comentario ingenioso.

—Cómo se ve que tu novio está que no se contiene de ganas de verte, y quién sabe con qué descocada tendrá programa para despistar —observó soñadoramente Mariana Ruiz Villalba de Anglada.

—La plancha fenómeno es la tuya que a propósito te viniste sin faja —replicó la señorita de Montenegro—. Yo a tus años tomaría las cosas con soda; aprende de mí que estoy lo más contenta, aunque no me hago ilusiones que Tonio se haya matado en el camino, que sería una bolada.

—Yo me atengo a la tolerancia del cuarto de hora —sentenció una dama considerable, de piel blanquísima, de pelo y ojos renegridos, de manos singularmente bellas—. En nuestro reglamento, que ya lo copiaron en San Fernando, después de quince minutos por el reloj-taxímetro ya se les cobra la dormida como si estuvieran foki-foki Margarita toda la noche.

Un silencio reverencial acogió las palabras de la princesa. Al fin la señora de Anglada murmuró:

—Qué pobre locatelli, yo, ponerme a hablar estando la princesa delante, que sabe más que el Libro Azul.

—Sin menoscabo de la galanura personalísima, del acento egregio —opinó Bonfanti—, sus palabras la consagran vocera de cuanto sentimos y resentimos los aquí congregados. Mote de necio, mote de majadero, carga el que contraría que en la princesa epitomadamente se compendian toda sindéresis y toda noticia.

—Usted no es quien para hablar de noticias —corrigió la princesa—. Acuérdese la noche de su santo, que la tubiana Pasman lo sorprendió en la garita del tercer patio leyendo el
Billiken
en un número atrasado.


The elephant never forgets
—aplaudió la señorita de Montenegro.

—Pobre Bonfanti —dijo Mariana—, ahora sí que se vino para abajo como una que sabemos sin el
soutien
.


Ordem e progresso, mesdames
—suplicó Montenegro—.
Cessez d’être terribles et devenez charmantes
. Aunque el filoso espadachín que hay en mí vibra al unísono con toda polémica, tampoco debo manifestarme insensible a los tonificantes envites de la concordia. Me atrevo a sugerir, además, no sin una
pointe
de ironía, que el ausentismo de nuestro novísimo
soupirant
no deja de aportar su presentimiento a mi espíritu de epicúreo y de escéptico.

—¡Bifes! Yo quiero que me den un bife alto así —dijo con despótica voz chilena Loló Vicuña de De Kruif, oprimiéndose un muslo. Era dorada, rubia y magnífica.

—El más auténtico y genial vitalismo habla por su boca de usted —aclaró Bonfanti—. Sin deslinajar en un punto la primacía de las hembras de aquende, cabe asentar que, en lo tocante a espíritu, habrán de sudar tinta las temerarias que se arrojen a liza desigual con las damas de allende la cordillera.

La princesa arbitró:

—Bonfanti, usted siempre con el espíritu. Cuándo va a acabar de entender que lo que paga el cliente es una carne firme, robusta.

La espléndida señora de De Kruif perfeccionó la reprimenda:

—¿Qué se imaginará este roto pata pelada, que las chilenas no tenemos carne? —protestó bajándose el escote.

—Lo dirá para hacer creer que todavía no pasó por tu glorieta, aunque todos pasan —comentó Mariana. (Nadie ignoraba que la señora de De Kruif dedicaba la glorieta de su quinta a las prácticas venusinas).

—Ya la embarraste fiero, Loló —dijo un muchacho turbulento, equino y canoso—. El pobre pata sucia lo que estaba tratando era de elogiarte.

Intervino un señor muy parecido a Juan Ramón Jiménez.

—Siga, Potranco, siga —lo estimuló—. Tutéela nomás a mi mujer como si yo no estuviera presente.

—La que está presente es tu bobera de tonto tapia —dijo con vaguedad la hermosa Loló.

—La mujer tiene que dejarse tutear —pontificó la princesa—, Yo siempre inculco que es una costumbre del cliente y no cuesta nada.

—¡Bimbo! —dijo impulsivamente Loló—. Si quieres que te mire a la cara, ahora mismo caes de rodillas y le pides perdón a la princesa por haberte desmandado así con ella delante.

Una curiosa coalición de quenas bolivianas, de alegres campanillas de bicicleta y de negros ladridos salvó a De Kruif.

—Reconozcamos que mi oído de cazador se mantiene en primera fila —observó Montenegro—. Diviso el ladrido de Tritón. La toma de la
verandah
se impone.

Caminó hacia afuera, con altivez. Todos lo siguieron, salvo la princesa y Bonfanti.

—Aunque se quede no saca nada —afirmó la dama—. Ya le eché el ojo a todo el queso de chancho.

Desde la galería, Montenegro y los invitados gozaron de un alarmante espectáculo. Tirado por dos caballos negros, entre una nube clamorosa de emponchados ciclistas, un funerario y silencioso cupé avanzaba por la profunda alameda. A riesgo de rodar por las zanjas, los ciclistas soltaban el manubrio y tartamudeaban tristes acordes en las extensas quenas bolivianas que los entorpecían. El cupé se detuvo entre la
pelouse
y la escalinata. Ante la consternación general, el doctor Le Fanu saltó de aquel mueble, agradeciendo con visible emoción el aplauso de su propia escolta.

Como después repetiría Montenegro, la incógnita no tardó en despejarse: los hombres de poncho y bicicleta eran miembros de la A. A. A. Dijérase que los capitaneaba un gordito fétido, que respondía al nombre y apellido de Marcelo N. Frogman. Este cacique estaba bajo las órdenes inmediatas de Tulio Savastano, que no chistaba sin permiso de Mario Bonfanti, secretario del doctor Le Fanu.

—Apoyo la
trouvaille
—vociferó Montenegro—. A trueque de cierta añosa arrogancia y empaque señorial, ese cupé sugiere todo un interesante desdén por las ya caducas
entraves
del tiempo y del espacio. Las Begonias,
d’ailleurs
representadas por estas damas, saludan en usted al diletante, al argentino, al
promesso sposo
… No nos anticipemos, sin embargo, estimable Tonio, a los fecundos asuetos y bagatelas chispeantes de la sobremesa. El
clericó
se impacienta en el Baccarat, el
consommé
, ese inevitable comensal de todos los ágapes, apenas disimula bajo su reticencia de
clubman
, el afán de las nobles expansiones y de la comunicativa serata.

La sobremesa en el salón decorado por Pactolus no defraudó las previsiones de Montenegro. La señora de Anglada, revuelta la sedosa cabellera, extenuados los ojos, trémulas las fosas nasales, sitiaba de preguntas y de presiones al joven arqueólogo con el cual había autoritariamente compartido el plato, la copa y aun el asiento. Éste, guerrero al fin, sumía la rosada calvicie en el poncho impermeable, según la estrategia de la tortuga. Con desesperante coquetería negaba que su nombre fuera Marcelo N. Frogman y procuraba distraerla de su propósito con algunas adivinanzas para pasar el rato de Ratón Perutz de Achala. «No se gaste, señora», insistía a gritos el Potranco Barreiro, descuidando las suntuosas rodillas de madame de De Kruif, «el Pibe Fuerza Bruta soy yo». A la derecha de la
baronne
Puffendorf-Duvernois, el doctor Kuno Fingermann, alias Bube Fingermann, alias Jamboneau, improvisaba con frutas abrillantadas,
marrons glacés
, puchos de tabaco importado, azúcar molida y un amuleto-Billiken, provisoriamente cedido por monseñor De Gubernatis, el plano
machietta
de un asilo a erigirse en terrenitos que se irán a las nubes cuando se bendiga la piedra fundamental de la quema-curtiembre. Sanamente arrebatado por las enormes sugestiones del tema, no valoraba en todos sus quilates el elemento
mujer
de su irritada interlocutora: esta dama (presidenta y fundadora honoraria de la Sociedad Los Primeros Fríos), se interesaba menos en la glutinosa arquitectura del obeso utopista que en el diálogo de la princesa, de monseñor y de Savastano.

—Yo no la voy con los establecimientos en formación abierta —dijo guturalmente la princesa, fijos los severos lentes en la
maquette
erigida por Jamboneau—. A mí no me distraigan con novedades, yo me aferro como una rutinaria al
panóptico
, que es la última palabra en el renglón y que permite desde la torrecita donde está el marmota Cotone con los prismáticos llevar el censo de todos los movimientos de las pupilas, que hay cada especialista
que vous m’en direz des nouvelles
.

—Hip, hip, hurrah —murmuró monseñor De Gubernatis—. Usted, Alteza, que ve bajo el agua, ha abierto todo un surco fecundo a las actividades y al altruismo de nuestro interesante Cotone.
The right man in the rightplace
, indudablemente… Yo, sin embargo, daría mi voto por una arquitectura más rigurosa en el Cottolengo a erigirse para llevarles la contra a esos judíos emboscados que han logrado engatusar a algunos pilares de nuestra iglesia con el cebo halagüeño pero utópico de Una Sinagoga Por Barba.

Savastano intervino afectuosamente:

—No se rompa todo, monseñor, que después no lo van a poder armar ni los barrenderos. La señora princesa le ha mandado cada verdad que usted no la levanta aunque lo rellenen de sopa seca. Hasta los menores que todavía no les pueden prestar el pantalón largo saben cuál es la forma del establecimiento en Avellaneda, con esa torrecita que yo me la prometo para el Día del Vigilante, que es el que tiene franco Cotone. A usted, claro, no le queda más recurso que retrucar que la forma de los hoteles es otra cosa porque la sala de los millonarios da al primer patio y el escritorio del señor Renovales se me topa en la ñatita cuando usted entra.

El Potranco Barreiro volcó la ceniza de su Partagás en la oreja izquierda de Frogman e interrogó:

—Te acordás, Le Fanu, de la Biblioteca Calzadilla, en Versalles, un local rasposo, enteramente desprovisto de torre; pero vos no la precisabas para ser el loco del reglamento, y al Pardo Loiácomo lo devolviste al seno del hogar porque se le escapó un «de que», y a mí por un «concretando el caso» que hasta Rotas Cadenas Frogman lo entiende, me quitaste la dirección. Pero quién le va a guardar rabia a un bicho canasto.

Desde su rigurosa pechera y cuello inflexible, el doctor Le Fanu paró el golpe:

—Tratándose de esa biblioteca analfabeta y de usted, el único recurso de la memoria es la amnesia total. He olvidado ese anexo de un mingitorio; ni usted ni su colega en cacofonía pueden jactarse de infamar mis recuerdos.

—Quizás un criterio sólidamente comercial obstruya mi visión —pontificó la espesa voz teutónica del doctor Fingermann—. Pero aunque su masa encefálica esté muy facultada para el olvido, me cuesta creer, doctor Le Fanu, que no recuerde los días feriados en que usted, Erna mi hermana y yo invertíamos cada uno un
pfennig
de su peculio para trasladarnos al jardín zoológico y usted nos explicaba los animales que eran de Sudamérica.

—Ante ejemplares como usted, prescindible Bube, el más explicativo de los zoólogos optaría por el silencio, cuando no por la contrición y la fuga —dijo secamente Le Fanu.

—No te pongas cabrero, cuellómano
[4]
, que todavía se te va a atragantar la verdura. Ni yo ni el ruso que le sudan las pecas tiramos a dejarte al nivel de un gargajo en subte —lo apaciguó el Potranco, y lo dejó tosiendo como un pobre tuberculoso con una amistosa palmada en la espalda.

Savastano aprovechó ese episodio para correrse hasta la soberbia señora de De Kruif y sugerirle al oído:

—Me contó un pajarito que la señora atiende en un quiosco en la quinta. ¡Sandié, sandié, quién lo conociera a Quiosquito!

Loló, lejana como la astronomía, le dio la espalda.

—No sea burlesco y páseme la Parker —le ordenó a monseñor De Gubernatis—. Tengo que poner una dirección para el doctor Savastano, que es bien simpático.

Entrecerrados los ojos, tensa y descubierta la dentadura, el mentón en alto, la respiración regular, prietos los puños, flexionados los brazos, los codos ágilmente colocados a la altura reglamentaria, el doctor Mario Bonfanti, ese veterano del paso gimnástico, salvó sin mayores tropiezos los pocos metros que lo separaban de Gervasio Montenegro. Casi había traspuesto la meta, cuando consiguió levantarse después de la acertada zancadilla interpuesta por monseñor De Gubernatis. Arrimó una boca jadeante a la oreja derecha de Montenegro, y todos oyeron con desafecto un espeso rumor de enes, de elles y de zetas.

Montenegro lo escuchó con perfecta compostura, estudió un Movado extrachato y se puso de pie. Secundado por el inevitable champagne de los grandes oradores, dijo con arrogante voz:

—Esclavo del loable afán de
paraitre à la page
, nuestro noticioso factótum acaba de revelarme que faltan contados minutos para que 1944 rompa el cascarón. El escéptico blandirá su sonrisa; yo mismo, siempre florete en alto contra los
ballons d’essai
de la propaganda, no he vacilado en consultar mi…
time machine
. Renuncio a abocetar mi sorpresa: faltan exactamente catorce minutos para las doce. ¡El informante tenía razón! Abramos un crédito a la pobre naturaleza humana.

»1943, pese a la carga de los años, se bate en retirada gallardamente, con el aplomo de no sé qué
grognard
napoleónico, dispuesto a defender uno a uno su restante
stock
de minutos; 1944, más bisoño y más ágil, no cesa de hostigarlo con las flechas que hospeda su carcaj. Señores, confieso que he tomado partido: mi puesto, pese a la plata de las canas y a la piedad severa de los jóvenes, está en el porvenir.

»1.º de enero de todo año futuro, venidero… La fecha evoca invenciblemente esas galerías que el azar brinda a los afanes, cuando no a la piqueta, de los mineros subterráneos, y que cada cual se figura de manera
sui generis
: el escolar espera que el año le traerá… pantalones largos; el arquitecto, la airosa cúpula que vendrá a coronar su labor; el militar, la bizarra charretera de lana que compendia toda una interesante vida de sacrificio en el propio timón de la cosa pública, y que hará llorar de alegría a la noviecita; ésta, el héroe civil que la salvará del
mariage de raison
, impuesto por el egoísmo de los abuelos; el banquero ventripotente, la improbable fidelidad de la
cocotte grand luxe
que adorna pomposamente su tren de vida; el pastor de hombres, el victorioso fin de la guerra pérfida que le impusieran, mal de su grado, quién sabe qué modernos cartagineses; el prestidigitador, el conejo que tantas veces extrajera del
clac
; el artista pintor, la consagración académica, inevitable corolario del
vernissage
; el hincha, la victoria de Ferrocarril Oeste; el poeta, su rosa de papel; el sacerdote, su
Tedeum
.

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