Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte (9 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor

BOOK: Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte
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V

A los pocos días el doctor Ladislao Barreiro, alias el Potranco Barreiro, alias Estatua de Garibaldi Barreiro, entró en la celda 273, tarareando el tango-milonga
El Papa es una fija
. Se alivianó de un pucho y de un salivazo, tomó posesión del único banco, puso todos los pies en la cucheta reglamentaria y luego de limpiarse una uña con el cortaplumas que echamos de menos aquella noche, vociferó entre dos bostezos y el bufido de práctica:

—Está en su día, don Parodi. Aquí le presento al doctor Barreiro: puede mirarme como a su padre en el asunto R. I. P. Le Fanu. Usted, donde lo ven, se da el lujo de haberme sacado del Garibotto, donde al propinómano le encajan un feca netamente recalentado, negro a fuerza de dedo. Atájese este resumen: los tiras me tienen putrefacto y empiezo a quedarme en llanta. Pero yo me digo: reíte, Rigoletto, y el abajo firmante no se duerme en los laureles; cacha el ghifún y el invernizzio, se instala en el ocho en línea, y se manda cada visita que ni viajante del Boccanegra. Así ha juntado una porción de datos que usted se queda como colonia de niños débiles y no sabe para dónde agarrar. La buena sudada ya la efectué; para lo que falta, hasta un sonso; yo le endoso los datos, usted sienta plaza de batería de cocina y listo el orpington leonado. Empecemos por el judío, que siempre viene a ser una obsesión entre ceja y ceja: no me descuide al quimicointas Jamboneau, que es el tigre de las tostadas. ¡No es de los que se achican en el Peduto cuando el de olor a pata viene con la tapioca senza garbanzos! Si usted lo viera embalsamarse de pan lactal, cuando no de torrejas o pan rallado, se corre a la farmacia Scannapieco, y le prohíben la balanza, visto y considerando el adiposo. Erna, la hermana del Sinagoga, que la conozco por foto de lengüita, es otra hincha de la manyatina y le dio Firestone a Le Fanu, que en
illo tempore
era el taita de
Unter den Linden
y ahora entregó la Pascualina. La tipa, so pretexto de los trillizos, que ya eran la alegría de los abuelos, lo llevó fácil al registro, cortando de raíz los movimientos migratorios que ni siquiera maquinaba el otario. El punto le dio el apellido a la Fritza, le abrió un departamento en pleno riñón de una barriada posta, le conchabó una familia de sordomudos que lo mismo servían para desatascar el de marmolina que para obstruir el paso a los tíos carnales, le sacó un abono de acomodadora para la carrera de los seis días y sin esperar el resultado se metió como un buraco en la Academia Kierkegaard de Prestidigitación Holandesa: asignatura a la que debió renunciar, debido a que se repatrió a esta República en un buque de hacienda en bretes, acondicionado en una valija de cuero imitación, de proporciones en las que está probado que no cabía. Medio se desentumeció en el Alvear, donde unos masajistas ortopédicos lo pusieron en forma, y casi me lo convierten en Asplanato, el Hombre Culebra. Globos y fiorituras aparte, ¿qué hace el tipo derecho cuando un careta espamentoso le da el puro de oliva a su hermana, aunque sea una Ribecas desorejada, dejándole la panza como zapallo, y la cuenta del Atmosférico por encarar, en un barrio que hay que sacar patente de tirifilo para pasar como un zumbido? Cacha el piróscafo en Hamburgo, se manda un patronímico fantasioso y desembarca hecho un animal con polainas en el Hotel Ragusa, donde vegeta oscuramente hasta que un pibe pierna le pasa la idea fija de chantajearlo suavecito al cuñado. Al año se saca la lotería: el cuñado, alias Le Fanu, resuelve maridarse con la Pampita, en categoría de bígamo, abriendo nuevos horizontes proficuos a las actividades del coso. Tanta leche le trastorna el marote: en el calor del petitorio se le va la mano y se malquista feo con la propia incubadora de los huevos de oro.

—Pare el zaino, joven —observó el criminólogo—: No se me pierda como bollo en un gordo. Le pido una aclaratoria: ¿usted me habla como un pitoniso, de pálpito, o esa fábula tan cantora tiene algo que ver con el sucedido?

—¿Cómo no va a tener que ver, don Ushuaia, si ahí los tiene al Jamoncito y al extinto en un
clinch
cerrado? Le pido que me crea al peso: el indio Frogman, que es un testigo Marca Chancho y que lo tenía atravesado en el de hacer gárgaras al
reverteris
Le Fanu, se mandó una declaración que hace
goal
: haciendo caso omiso de intrusos que no vienen a cuento, el primer accesorio con que topó, acto continuo de manyar el cadaverino, fue (reserve un
pullman
para la sorpresa bomba del día) el
delikatessen
de importación Jamboneau. Con usted, viejito, que me está resultando un Sexton Blake en camiseta, va muerto el que le venga con el floreo de que el judío era un transeúnte casual. Ah, tigre, usted a mí no me engrupe; ya está por mandarse el explosivo de que el asesino es el israelita que le hizo estirar la pata. Mire, usted me clasificará de colifato, pero tan siquiera en este punto estamos de acuerdo. El asesino es Kuno Fingermann ¡ja, ja, ja!

Con el incontenible dedo índice, el doctor Barreiro ensayó unas estocadas festivas en el abdomen de Parodi.

—¡Salutaris, galerómano, salutaris!

Este último epigrama de Barreiro no se dirigía al inamovible detective, sino a un sólido caballero obeso-pecoso, que portaba sin afectación una galera fumigada, un cuello marca Dogo, con devolución a hora fija, una corbata de látex inodoro, guantes Mole, con dedo gordo, un cigarrillo Cacaseno, en buen uso, un sobretodo-pantalón de confección Relámpago, polainas de fieltro animal Inurbanus, y botines Pecus, de cartón para estopa. Este financista era Kuno Fingermann, alias Marsopa Fingermann, alias Cada Lechón.


Zait gezunt un shtark
, compatriotas —dijo con una voz de argamasa—. Bajo un punto de vista transaccional, esta visita comporta un déficit que propongo al mejor postor. Dado el pulso de la plaza, ustedes computarán en metálico el coste del más leve relajamiento de mi ojo clínico sobre el panorama bursátil. Yo soy materialmente un tanque en línea recta: enfoco una sensible pérdida, pero a condición, ¡qué canastos!, de resarcirme con usura. No soy un quimérico, señor Parodi: le someto un proyecto ya estructurado, del que paso a dar cuenta con mi consuetudinaria franqueza, porque lo registré sin más trámite y el doctor Barreiro no podrá sorprender mi buena fe, quiero decir robarlo.

—Qué te voy a robar, qué te voy —rezongó el jurisconsulto—. Si no te queda más que la caspa, para hacer Brancato.

—Usted me juzga mal, doctor, al presentarme una polémica que no va a engrosar mi peculio. Al grano, al grano. Conglutinemos nuestra potencia, señor Parodi: usted pone la materia gris, yo la retaguardia en efectivo, y abrimos un despacho central, con todos los dispositivos modernos, de investigaciones confidenciales y policiales. Lo primero, un dique a los gastos: corto el nudo gordiano de la carga del alquiler: usted sigue aquí, como si tal cosa, a cargo del gobierno. Yo me movilizo…

—A pata tendrá que ser —interrumpió Barreiro—… si no te llama el negocio del queso.

—O en su coche automóvil, doctor Barreiro, ahora que usted procedió a la recolección en Warnes. En cuanto a esa ropa que por el momento lo engorda, abra el ojo no vuelva usted a ingresar por derecho propio en la fila de los nudistas.

Barreiro arbitró con magnanimidad:

—No tires el chivatazo, don Varsovia. Ahora que te pusieron la chapa de pato crónico, no te desacates, mascafrecho.

—Mi primer aporte a nuestra razón social —prosiguió, impasible, Fingermann, dirigiéndose a don Isidro— es la formal denuncia del malhechor. A usted, Parodi, le traspaso esta confidencia que podrá confirmarla hasta el punto de saturación en las crónicas pertinentes de los periódicos. La noche misma del suceso, ¿con quién topo en los perímetros del cadáver? Con ese pogromizable Frogman, que me tuvo que acompañar a la comisaría en su calidad de sospechoso. Mi coartada no admite solución de continuidad: yo me transportaba a pie por el bajo, cosa de no perder el quiosco gratis de la frau Bimbo De Kruif. Usted ya está rumiando en la caja craneana que el caso Frogman es muy otro. No seré yo el que voy a combatir su idea fija de que Frogman es el asesino. Ese Maenneken Piss se fatigó de que el sacrificado lo tratara como la suela de zapato que es; tomó el revólver que los policistas no supieron percibir en el barro y se lo explotó en la frente: Pum, pum, pum.

—Rusómano, sabes que te encuentro acertado —comentó calurosamente Barreiro—. Vení que te dé una palmada para que se te bajen las grasas.

En eso entorpeció la celda un tercer caballero: Marcelo N. Frogman, alias Cebolla Tibetana.

—Carambita, señor Parodi, carambita —dijo con dulcísima voz—. No me rete por haberme presentado en el veranillo, que es cuando me pongo más rancio. A usted doctor Barreiro, a usted doctor Kuno, si no les doy la mano todos saben que es para no engrudarlos, pero guardando la distancia les pido la bendición, padrinos. Un ratito, que me pongo en cuclillas; otro, que se me pase la miedorrea de entrar en su domicilio penal, señor Parodi, y de abocarme a estos dos mentores, que lo mismo ayudan con un consejo que con un coscorrón. Yo siempre digo que es mejor que a uno lo castiguen de entrada, y no estar en el banco de la paciencia esperando el primer tincazo.

—Si querés que te carbure, no espero el petitorio —dijo Barreiro—. Por algo me llaman el pibe Pestalozzi.

—No me conceda tanta beligerancia, doctor —razonó el indianista—. Si quiere darse el gusto de sacarme la chocolata, ¿por qué de un contragolpe no le mete la ñata para adentro al doctor Bonfanti?

—Ahora que soy un fabulista que habla con animales —dictaminó Parodi—, le voy a preguntar si también usted, don Lugar Sagrado, me viene con el dato de quién le dio el pase al extinto.

—Me pongo tan contento que se me cae la boca con la baba —aplaudió Frogman—. Por eso vine patinando hasta aquí en la grasita de los pieses. Vez pasada me dormí comiendo salame y mandado a guardar en la cuchita que ni asomaba el resuello, tuve un sueño que es cómico porque vi como en letras que hasta un anteojudo las ve, toda la jugarreta del crimen y me desperté temblando como Pancita de Gelatina. Claro que un charrúa de ley, como este servidor, no se fatiga el coco estudiando sueños y lobisones. Hace tiempo que sin permitirme ni un ay, les vicho los movimientos a los gallegos. Yo le suplico a pie juntillas, señor Parodi, que se embuche el infundio que le mando si ahora lo dejo como un pollito deshuesado con la noticia de que había un traidor en la tribu. Como siempre, la maroma se vino con el problema del cucurucho. Usted sabe, el colega Bicicleta festeja el 9 de mayo como un monótono, porque ese día es el cumpleaños. Nosotros vuelta a vuelta lo sorprendemos con un cartucho de surtidos. Con la escoba tiramos la suerte a quién le tocaba ser el valiente que ocurriera a la Caja de dos a cuatro para solicitar del tesorero el importe del confitero. ¡Le tocó a un servidor! Mi testigo es el mismo tesorero, doctor aquí presente Kuno Fingermann, que no me dejará mentir si les digo que me sacó a media rienda con el dato que no había meneguina para entintar los boletines de propaganda, cuantimás para que nos enmeláramos todos. Yo les levanto a ustedes la encuesta: ¿Quién operó, esa vuelta, el desfalco? Hasta un gringuito nene lo sabe: Mario Bonfanti. Ustedes, claro que me dejarán más mudo que buzón colorado, con el retruque fácil de que Bonfanti era el tigre del nativismo, como lo está cantando este recorte a dedo, arrugado, de nuestro hebdomadario jeringa,
El Malón
, que ya no levanta cabeza, dijera el Nano Frambuesa: «Quienes azacanadamente regruñen que es de novacheleros el afán de sopalancar y engreír la novísima parla indocastellana, muy a las claras patentizan su mustia condición de antañones, cuando no de pilongos y desmarridos».

»Ustedes me joden fácil con el movimiento de pinzas de que Bonfanti está recubierto por la ropa interior de punto unido, que más bien parece una oveja de lana entera, que no precisa recurrir al desfalco, pero yo por milagro me les escurro y antes de esfumarme en la lontananza, respetuosamente bato: Vuelta a vuelta bastaba que un servidor se derritiera en un mar de lágrimas o arrancara de la gargantina u garganta, un sollozo viril, para que el gallegáceo me cediera la chirolita para el queso cuando no un cartuchino de migas para el pájaro al paso que yo, atento a la pancita, aprovechaba para hacer sopita. Por algo siempre me decían que meter llave en cerradura era abocarse al riesgo cien por cien de operarme gratis las cataratas, cuando no de rasguñarme el ojito que ocupaba su puesto lo más atento. Yo no les voy a negar que al solo olor de las chirolas, o a su peso en queso, yo me reía como si viajara en tranvía; pero también me daba cuerda la ilusión de desenmascarar a ese pródigo con la biyuya ajena. No me venga con la historieta en colores que un hombre que ha sudado la gota gorda para ganarse, honesta o deshonestamente, el centavo, no va a despilfarrarlo después con el primer farabute que le manda la parte. Para mí que la pescó el que hace nono en la Recoleta y que el franquista lo mató con el matagato para que no les batiera la mugre a los vigilantes.

La puerta de la estrecha celda se abrió. A primera vista, los apretujados creyeron que el nuevo intruso era un gallardo antropomorfo; minutos después, el juicioso desmayo de Marcelo N. Frogman, alias Pobre Mi Napia Querida, corrigió ese ligerísimo error. El doctor Mario Bonfanti —que, según su donairoso decir «maridaba la rauda gorra-visera del chofer con el guardapolvo talar del traga-libros papandujo cuando no del desarrinconado viajero»— se introdujo en el angustioso recinto, salvo hombro izquierdo, brazo derecho y mano tenaz que empuñaba su buen busto alcancía de barro cocido: ¡un don Federico de Onís a todo color con el que hiciera sus primeras armas de artifex ese protagonista de la cacofonía y del caos que porta con su frente bien alta el apropiado nombre de Jorge Carrera Andrada!

—Buenos días tengamos todos; yo en la boñiga hasta los codos —dijo oportunamente Bonfanti—. Echará usted más rebufes que jarameño, maese Parodi, al ver que sin decir oxte ni moxte me he zampuzado aquí de hoz y de coz. Clamo y proclamo que no es escrúpulo de Marigargajo el que me empoza, mal de mi grado, en el tótum revolútum de ese zaquizamí. Un puntillo encomiable me espolea: el cesáreo mandato de la honrosidad. No hablo de papo si le digo que para encobijar a terceros de las zafias embestidas de la facecia, no he vacilado en imponer un paréntesis de galvana a mis eruditas fajinas de catedrático. Bien dijo nuestro José Enrique Rodó que renovarse es vivir; yo mismo, días ha (para ser más exacto, el día preciso en que aquel enfadoso Le Fanu las pagó todas juntas) quise desmomificar el caletre, desmocarme de telarañas y de antiguallas, jubilarme de cachivache y lanzar la primera de una sarta de chácharas caprichiformes que, bajo un barniz de camelo, dan al traste con la cautela del avisado y le hacen engullir sin bascas la acerba píldora de una saludable doctrina. Esa tarde harto me refocilaba yo con el designio de cabecear un sueño, repantigado en las retahiladas butacas del Select Buen Orden, que no las pergeñara mejor el propio Procusto, cuando me descuajó de ese nimbo un telefonema suasorio, que en menos que baila un conde despanzurró tan malogrado proyecto. Ni la sesuda plana de Samaniego sería poderosa para pintar mi alborozo. En efecto, telefonaba en mi oído la voz inconfundible de Francisco Vighi Fernández, quien, en nombre del personal de limpieza del Ateneo Samaniego, me comunicaba haber sido aprobada por mayoría de uno la ponenda de que yo dictara esa misma noche una adoctrinada conferencia sobre el alcance paremiológico de la obra de Balmes. Sin ambages franqueaban a mi facundia el atestado paraninfo de esa casa de estudios, que, sin dársele una higa del reburujado rebullicio de la urbe, erige, airosa, su fachada en la postrimerías del futuro Bosque del Sur. Otro que yo, ante lo perentorio del plazo, se hubiera desgargantado a zollipos, no así el filólogo calibrado para estas lides, que tiene domeñado ya a su fichero y que, en un santiamén, de cabo a rabo ordeña las solapas del mamotreto pertinente de J. Maspons y Camarasa. Espíritus llevadizos, voltarios (el propio De Gubernatis, generalicemos) suelen despellejarse de risa ante el solo membrete, marbete, sello, rótulo o rotulata, de esos ateneos periféricos, pero fuerza es reconocer que los muy taimados suelen en ocasiones evidenciar que saben más que Lepe, que no ladran porque no se estila, y que en trance de elegir un orador bonísimo, no se trabucan y me echan el anzuelo. Antes que la maritornes plantificara en mi mesa escritorio el condumio de callos condimentados con salsa ravigote, a los que muy presto siguió la consabida fuente de callos a la leonesa, con su sal, su cebolla y su perejil, había yo rematado en una prosa más nutricia que el tercer plato (callos a la madrileña) unas ochenta fojas de enseñanza, de noticia, de gracejo de seminario. Las releí, las adobé de chascos vascongados para desarrugar el ceño de los Aristarcos o Zoilos; me descerrajé un par de azumbres de caldo de pescado, a las que mitigué, ya envainado en camisetas, con humeantes tazones de chocolate con soconusco, y partí, acogotado por las bufandas, en un concurrido tranvía que echaba raíces en las calles que ablandaba el estío.

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