No se acordaba de ese salto que el ágil poeta florentino Guido Cavalcanti protagoniza en un episodio del
Decamerón
, de Boccaccio, y le parece encontrar en el casual hallazgo un impulso más para, en su rabiosa manía y necesidad de ser cada día
más
extranjero, animarse a dar el salto inglés. Para Calvino, nada ilustra mejor su idea de que una necesaria ligereza ha de saber inscribirse en la vida y en la literatura que el cuento del
Decamerón
, de Boccaccio, donde aparece el poeta Cavalcanti, un austero filósofo que se pasea meditando entre sepulcros de mármol, delante de una iglesia florentina.
Cuenta Boccaccio que la
juventud dorada
de la ciudad —muchachos que cabalgan en grupo y le tienen manía a Cavalcanti porque nunca quiso ir con ellos de juerga— le rodea y trata de burlarse de él. «Te niegas a ser de nuestro grupo», le dicen, «pero, cuando hayas averiguado que Dios no existe, ¿qué vas a hacer?» En ese momento, Cavalcanti, viéndose rodeado por ellos, prestamente les dice: «Señores, en vuestra casa podéis decirme cuanto os plazca.» Y, poniendo la mano en uno de los sarcófagos, que son grandes, como agilísimo que es da un salto y cae
del otro lado
y, librándose de ellos, se marcha.
Le sorprende esa imagen visual de Cavalcanti liberándose de un salto «
si come colui che leggerissimo era
». Le sorprende la imagen, y el fragmento
boccacciano
le provoca, además, deseos inmediatos de
caer del otro lado
. Se le ocurre que, si tuviera que escoger un símbolo propicio para asomarse a los nuevos ritmos que mueven su vida, optaría por éste: el ágil salto repentino del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad, mientras que todo aquello que muchos consideran la vitalidad de los tiempos, ruidosa, agresiva, rabiosa y atronadora, pertenece al reino de la muerte, como un cementerio de automóviles herrumbrosos.
Y poco después, le vienen a la memoria unas palabras de un libro que, al igual que le ocurriera con la recopilación de ensayos de Calvino, fue decisivo en sus primeros años de lector. Ese libro fue
Carta breve para un largo adiós
, de Peter Handke. Lo leyó en los años setenta, y cree recordar que dio allí con el tono de voz de su generación, o al menos con el que él deseaba tener cuando editara, porque ya desde un buen principio le pareció que no era una exclusividad de los escritores el privilegio de la elección de una voz, sino que también los editores tenían más que merecido ese derecho a adquirir un tono determinado y dejar que ese tono, ese estilo, atravesase siempre su catálogo.
Y recuerda también ahora Riba que lo que más le sorprendió del libro de Handke fue que, al final de la novela, los dos jóvenes protagonistas —el narrador y su novia Judith— hablaban con el cineasta John Ford, un personaje de la vida real. ¿Así que personajes como Ford podían salir en las ficciones, aunque no fueran exactamente ellos ni dijeran lo que decían en la vida verdadera? Fue la primera vez que se enteró de que hacer algo así era posible. Y le pareció aquello muy chocante, casi tanto como que Ford en aquella novela hablara siempre en primera persona del plural:
Los americanos hablamos así, aunque sea de nuestros asuntos privados. Para nosotros, todo lo que hacemos forma parte de una acción pública común (…) No utilizamos el yo con tanta solemnidad como vosotros.
Con solemnidad o no, el narrador de
Carta breve para un largo adiós
utilizaba siempre su
yo
, probablemente porque su formación era europea. Era una clase de
yo
aquel de Handke que enseguida vio que podía dejarle huella. Desde entonces, manejó en su vida privada siempre una primera persona del singular, aunque el suyo siempre fue un
yo
desnaturalizado, a causa seguramente de haber perdido al genio de la infancia, aquella
primera persona
que hubo en él y que desapareció tan pronto. Tal vez también es a causa de esta lamentable ausencia por lo que maneja hoy en día ese
yo
impostado que, según cómo se mire, parece estar siempre en perfecta disposición para dar el salto
al otro lado
, es decir, en plena disposición para convertirse en un
yo
múltiple, del estilo del
yo
de John Ford, que hablaba siempre en primera persona del plural.
Y es que, cuando Riba piensa, simplemente se dedica a comentar el mundo, algo que hace siempre situado mentalmente
fuera de casa
y en busca de su centro. Y en esas ocasiones no es extraño que sienta de pronto que él es John Ford, pero también Spider, Vilém Vok, Borges, y John Vincent Moon, y en definitiva todos los hombres que han sido todos los hombres en este mundo. En el fondo, su
yo
plural —adoptado por las circunstancias, es decir, por no haberse podido reencontrar nunca con el genio original— no está demasiado lejos del budismo. En el fondo, su
yo
plural siempre fue idóneo para la profesión que ejerció. ¿O acaso un editor literario no viene a ser como un ventrílocuo que cultiva en torno a su catálogo las más variadas voces distintas?
—¿Sueña usted a menudo? —le preguntó Judith.
—Casi nunca soñamos ya —dijo John Ford—. Y si lo hacemos se nos olvida. Como hablamos de todo, no nos queda nada para soñar (Peter Handke,
Carta breve para un largo adiós
).
Cuando editaba, nunca en las entrevistas habló de la pluralidad de su primera persona del singular. Habría estado bien que, por ejemplo, hubiera dicho algo así en alguna ocasión: «No me van a comprender, pero en realidad yo soy como un irlandés que vive en Nueva York. Compagino el
nosotros
americano con un rabioso
yo
europeo.»
¿Habría estado bien realmente que hubiera dicho algo así? Está cargado siempre de dudas, casi nunca seguro de nada. Pero es cierto que con el tema del
yo
plural podría haberse lucido sobradamente. En realidad, cuando editaba, fueron demasiadas las cosas que dejó de decir en las entrevistas. Le perdió, por ejemplo, querer ser tan diplomático y en ciertas ocasiones no decir lo que pensaba de ciertos autores pésimos que no publicaban con él. Seguramente le perdieron sus ganas absurdas de perder la vida por delicadeza. Le perdió eso y también, sin ir más lejos, tener ese espíritu de
hijo
en lugar del obligado talante protector de
padre
que tan propio parece de los editores, aunque también es verdad que no son pocos los que fingen tenerlo cuando en realidad carecen del más elemental instinto paterno.
Se acuerda de que no hace nada dedicó una mañana entera a recorrer sucursales de bancos y modificar fondos de inversión y, sin embargo, tiene a veces la impresión de que ha pasado ya una eternidad desde aquella mañana. Y observa que empieza a quedarle incluso lejana la época en que editaba toda la gran literatura que se ponía a su alcance.
Qué viejo se ve, qué viejo está desde que se retiró. Y qué aburrimiento no beber. El mundo, en sí mismo, es muchas veces tedioso y carece de verdadera emoción. Sin alcohol, uno está perdido. Aunque hará bien en no olvidar que una persona sabia es aquella que monotoniza la existencia pues, entonces, cada pequeño incidente, si sabe leerlo literariamente, tiene para ella carácter de maravilla. En realidad, no olvidarse nunca de esta posibilidad de monotonizar a conciencia su vida es la única o mejor solución que le queda. Beber podría dañarle seriamente. Por otra parte,
no encontró
nunca nada en el alcohol, en el fondo de los vasos, y hoy en día no se explica muy bien qué buscaba ahí. Porque tampoco es que lograra escapar del aburrimiento, que volvía siempre implacable. Aunque en las entrevistas había simulado a veces una vida apasionante de editor. Ahí inventaba como un loco, aunque ahora se pregunta para qué. ¿De qué le sirvió aparentar que tenía un oficio extraordinario y que disfrutaba tanto con él? Claro que siempre será mejor ser editor que no hacer nada, como ahora. ¿Nada? Prepara un viaje a Dublín, un homenaje y un funeral a una época que desaparece. ¿Acaso eso es no hacer nada? Qué aburrido es todo, menos pensar, pensar que está haciendo algo. O pensar lo que piensa ahora: que hará bien en monotonizar su existencia y tratar de buscar, donde pueda, esas maravillas ocultas de su vida cotidiana que, en el fondo, si quiere, sabe perfectamente encontrar. Porque, ¿acaso no sabe ver mucho más de lo que hay en todo lo que vive? Al menos le sirven de algo tantos años de entender la lectura no sólo como una práctica inseparable de su oficio de editor, sino también como una forma de estar en el mundo: un instrumento para interpretar de forma literaria, secuencia tras secuencia, el diario de su vida.
Sigue preparándose para Dublín y en su deriva mental acaba pensando en los escritores irlandeses. Nada tan cierto como que cada día los admira más. Nunca publicó a ninguno de ellos, pero no fue porque no le faltaran ganas de hacerlo. Persiguió durante tiempo, pero sin éxito, los derechos de John Banville y de Flann O’Brien. Le parece que los escritores irlandeses son los más inteligentes en monotonizar y encontrar maravillas dentro del tedio cotidiano. En los últimos días ha leído y releído algunos autores irlandeses —Elizabeth Bowen, Joseph O’Neill, Matthew Swenney, Colum McCann— y no deja de sentirse continuamente maravillado por la capacidad que tienen todos de escribir tan pasmosamente bien.
Es como si los dublineses tuvieran el don de la literatura. Recuerda que hará cuatro años vio a algunos de ellos en una Feria del Libro en Guanajuato, México, y descubrió, entre otras cosas, que no tenían la costumbre latina de hablar acerca de ellos mismos. En una rueda de prensa, Claire Keegan contestó de forma casi airada a un periodista que quería averiguar qué temas tocaba en sus novelas: «Soy irlandesa. Escribo sobre familias disfuncionales, vidas miserables carentes de amor, enfermedad, vejez, el invierno, el clima gris, el aburrimiento y la lluvia.»
Y a su lado, Colum McCann remató la intervención de su compañera hablando en un exquisito plural, estilo John Ford: «No solemos hablar públicamente de nosotros mismos, preferimos leer.»
Se queda pensando en lo mucho que le gustaría hablar así en plural todo el rato, como John Ford, como los escritores irlandeses. Decirle, por ejemplo, a Celia:
—A nosotros no nos parece mal que te plantees hacerte budista. Pero también pensamos que esto puede acabar siendo motivo de disputa y de ruptura.
Sabe que Ricardo se sintió a las puertas del centro del mundo, pero le expulsó de allí un portazo radical de Tom Waits. Desconoce, en cambio, cuál puede ser el centro de Javier. Le llama por teléfono.
—Perdona —le dice—, pero aunque no sea día impar quisiera hablar contigo, quisiera que me dijeras si recuerdas algún gran momento especial de tu vida, algún instante en el que te hayas sentido en el centro del mundo.
Imponente silencio al otro lado del teléfono. Puede que haya molestado la ironía sobre el día impar. Un silencio que parece que podría eternizarse. Hasta que finalmente, tras un largo suspiro terrible, Javier dice:
—Mi primer amor, Riba, mi primer amor. Cuando la vi a ella por primera vez, quedé enamorado de golpe. El centro del universo.
Le pregunta qué estaba haciendo ella, el primer amor, cuando la vio en esa primera ocasión. ¿Acaso marchaba cual la Beatrice de Dante por una calle de Florencia?
—No —dice Javier—, me enamoré viéndola mondar batatas en la cocina de la casa de sus padres, y recuerdo que le faltaba un diente…
—¿Un diente?
Decide Riba tomárselo todo trágicamente en serio, a pesar de que puede que Javier tan sólo bromee. No tarda en comprobar que ha elegido el camino correcto. Su amigo no está para nada bromeando.
—Sí, lo que has oído —le dice Javier con voz temblorosa—, mondaba batatas, ni tan siquiera patatas, no vayas a confundirte, y tenía la pobre un diente menos
—El amor es así —añade Javier, filosófico y soñador—. La primera visión del ser amado, aunque pueda parecer trivial, es capaz de conducirnos a la más fuerte de las pasiones, y a veces incluso hasta al suicidio. Nada tan irracional como la pasión, créeme.
Como Riba tiene la impresión de haber desenterrado demasiado inoportunamente un oscuro drama, toma en la conversación el primer atajo que encuentra y termina despidiéndose, pensando que siempre será mejor hablar con Javier en los días impares, cuando sea él mismo, por iniciativa personal, quien llame.
—¿Has comido alguna vez batatas? —pregunta Javier cuando prácticamente ya se habían despedido, iban los dos a colgar.
A Riba le sabe mal no responder. Pero lo cierto es que no contesta. Cuelga. Simula que la línea ha quedado interrumpida. Por Dios, piensa, mira que hablarme de batatas. Pobre Javier. Un enamoramiento siempre resulta un tema interesante, pero mezclado con los alimentos no es nada digestivo.
Ahora ya sabe que en el centro del mundo Ricardo encajó un severo portazo de Tom Waits. Y que el bueno de Javier, por su parte, vio a una muchacha mondando algo. En cuanto al joven Nietzky, puede que en su caso todo sea diferente, y hasta carezca de importancia la cuestión del centro de las cosas, puesto que a fin de cuentas —Riba entra sin casi darse cuenta en un mundo mental burbujeante a causa de la evocación de Nueva York— vive ya en ese centro, vive en él sin más problema, vive directamente en el centro mismo del mundo. Pero quién sabe qué ocurre por su mente cuando el joven Nietzky se queda solo en el centro del centro del centro de su mundo, y piensa. ¿Qué puede pasar por su cabeza, por ejemplo, cuando la pureza de la luz baña los cristales de los rascacielos, que son como cielos azules y transparentes que apuntan a un cielo celeste perfecto que parece ascender hacia un cielo superior, allá en Central Park? ¿Qué sabe en realidad de Nietzky? ¿Y del cielo superior de Central Park en Nueva York?
Trata de olvidarse de todo esto, porque es complicado y porque es miércoles y está ahora en la casa de sus padres y no ha oído bien lo que acaba de decir su madre.
—Que digo que si todo marcha sin problema —repite ella—. Te veo ausente.
Qué rápido pasa el tiempo, piensa. Miércoles. Amor, enfermedad, vejez, clima gris, aburrimiento, lluvia. Todos los temas de los escritores irlandeses parecen estar de plena actualidad en la sala de estar de la casa de sus padres. Y afuera, la fina lluvia contribuye a crear esa impresión.