En la sucursal del Santander, con el dinero que ha mandado desde el Bilbao Vizcaya, contrata el plan y firma también un buen número de papeles. Aparece el director, que es el jefe directo del hermano de Celia, y se interesa educadamente por su famoso y ya cerrado trabajo editorial de tantos años. Riba desconfía de tanta cortesía y piensa que el director está en realidad siempre a punto de preguntarle directamente si es que ya van muy mal todos los negocios con libros. Le mira casi mal, y finalmente le interrumpe para hablarle de Nueva York y de lo mucho que le gustaría vivir allí. Sus elogios exagerados a esa ciudad acaban incluso irritando al flemático director de la oficina, que le interrumpe:
—Oiga, sólo una pregunta, y usted disculpe, pero me mata la curiosidad… ¿Y no podría ser feliz viviendo, por ejemplo, en Toro, en la provincia de Zamora? ¿Qué tendrían que tener Toro o Benavente, para que usted fuera a vivir allí? Y disculpe la pregunta porque seguramente se la he hecho porque soy de Toro.
Queda pensativo Riba sólo unos segundos, y finalmente emprende el pedregoso camino zamorano de su respuesta. Lo hace con una voz deliberadamente suave, poética, antibancaria, vengativa con respecto al espacio financiero en el que se encuentra.
—Es una difícil pregunta, pero se la contesto. Siempre he pensado que, cuando oscurece, todos necesitamos a alguien.
Silencio impresionante.
—Sin embargo —prosigue Riba—, tengo la impresión de que en Nueva York, por ejemplo, si oscurece y no tenemos a nadie, siempre puede resultar menos dramática la soledad que en Toro o Benavente. ¿Me comprende ahora?
El director le mira casi sin expresión, como si no hubiera entendido nada. Le desliza más papeles para que los firme. Riba firma y firma. Y después, con la misma voz suave de hace un momento, ordena que mañana retiren la parte que aún está en el fondo de inversión del Bilbao Vizcaya y lo pasen a uno del propio Santander.
Una hora después, ya tiene todas las transferencias realizadas. Mejor así, piensa. Mejor así, con el dinero repartido en lugar de tenerlo en un solo sitio. Sube a otro taxi y regresa a casa. Se encuentra medio agotado, porque llevaba dos años sin hacer transacciones financieras ni pisar los bancos. Le parece que ha hecho un esfuerzo sobrehumano esta mañana. Comienza a notar que tiene una sed inmensa. Está cansado y tiene mucha sed. Sed de mal, de alcohol, de agua, de tranquilidad, de volver a estar en casa, sobre todo sed de mal y de alcohol. Le gustaría echar un trago y lanzarse a la mala vida. Después de dos años de abstinencia, está confirmando una vieja sospecha: el mundo es muy aburrido o, lo que es lo mismo, lo que sucede en él carece de interés si no lo cuenta un buen escritor. Pero era muy jodido tener que salir a la caza de esos escritores, y encima no dar nunca con uno que fuera auténticamente genial.
¿Cuál es la lógica entre las cosas? Realmente ninguna. Somos nosotros los que buscamos una entre un segmento y otro de vida. Pero ese intento de dar forma a lo que no la tiene, de dar forma al caos, sólo saben llevarlo a buen puerto los buenos escritores. Por suerte, todavía mantiene amistades con algunos, aunque también es cierto que ha tenido que organizar el viaje a Dublín para no perderlos. Desde el punto de vista amistoso y creativo, está con el agua al cuello desde que cerró su negocio. En el fondo echa en falta el contacto continuo con los escritores, esos seres tan disparatados y extraños, tan egocéntricos y complicados, tan imbéciles la mayoría. Ah, los escritores. Sí, es verdad que les echa en falta, aunque eran muy pesados. Todos tan obsesivos. Pero no se puede negar que le han entretenido y divertido siempre mucho, sobre todo cuando —aquí sonríe maliciosamente— les pagaba anticipos más bajos de los que podía darles y contribuía así a que fueran aún más pobres. Malditos desgraciados.
Ahora les necesita aún más que antes. Le gustaría que alguno se acordara y le llamara para la presentación de alguna novela, o para un congreso sobre el futuro del libro, o simplemente para interesarse por él. El año pasado aún hubo varios que se molestaron en llamarle (Eduardo Lago, Rodrigo Fresán, Eduardo Mendoza), pero este año ni uno. Él se guardará mucho de suplicárselo a alguien, sería lo último que haría en la vida. ¡Implorar que le permitan participar en alguna presentación o en algún nuevo canto del cisne del libro! Pero cree que son muchos los que le deben parte de su éxito y podrían acordarse de él para algún acto de ese tipo o para lo que fuera. Aunque ya se sabe: los escritores son resentidos, celosos hasta la enfermedad, siempre sin dinero y finalmente unos grandes desagradecidos, tanto si son pobres como pobrísimos.
Como ya no bebe, no hay peligro de que se vuelva lenguaraz y vaya divulgando por ahí alguno de sus secretos. El mejor guardado de todos es lo gran cabronazo que le gusta sentirse cada vez que íntimamente se vanagloria y regodea de la multitud de anticipos recortados a los novelistas, sobre todo a éstos, a los novelistas, que son con gran diferencia los más insoportables —más que los poetas o los ensayistas— cuando se ponen verdaderamente insufribles. Claro está que si recortó anticipos fue porque le parecía que, estando tan poco dotado para lo financiero, si no regateaba y se ganaba fama de tacaño, aún se habría arruinado más. De no haber puesto freno al alcohol y a los negocios, iba sin duda camino, desde el punto de vista vital, de acabar como Brendan Behan: totalmente empobrecido y borracho eterno. Piensa en ese escritor irlandés y en los bares de Nueva York que frecuentaba. Y vuelve a pensar en que hoy, después de tanta actividad bancaria, si no fuera porque se lo tiene prohibido él mismo, se tomaría ahora de golpe una copa del licor más fuerte.
«Licores fuertes / como metal fundido», que decía Rimbaud, seguramente su escritor preferido.
Ha sido un impulso suicida, pero qué va a hacer si es grande la sed y larga la sombra de la tentación. Y larga todavía la vida tan breve.
Imagina que Nietzky tiene en realidad algo del fugaz genio que le acompañó en su infancia de fútbol de sesión continua en el patio de Aribau. Aquellos primeros años en los que la sombra del genio iba con él. Un genio que pronto perdió de vista y sólo ha vuelto a ver en un sueño el día en que llegó por primera vez a Nueva York. Imagina que Nietzky es un pariente de aquel ángel de la guarda, de aquel
angelo custode
. Y también imagina que ahora está hablando con esa especie de pariente de aquel perdido genio y que lo hace en el reino feliz de los pantalones blancos, los calcetines escoceses, los prismáticos en bandolera y los idiomas anglosajones.
Deberías llevar una vida más sana, le dice Nietzky, deberías caminar al aire libre. Me gustaría verte pasear por los alrededores de tu domicilio, o bien en plena naturaleza. Cánsate en la naturaleza. O bien trata de buscar otros objetivos, en vez de entregarte al ordenador, o de dedicarte a pensar todo el rato que estás ya viejo y acabado y que te has vuelto muy aburrido. Pero haz algo. Acción, acción. No tengo otra cosa que decirte.
Pensar en Brendan Behan le parece una forma más que idónea de preparar su viaje a Dublín. Durante un tiempo, ya muy lejano, este escritor irlandés fue un enigma para él, un misterio que estuvo persiguiéndole desde que Augusto Monterroso dijera en
Viaje al centro de la fábula
que «crónicas de viaje como
New York
de Brendan Behan son la máxima felicidad».
Durante largo tiempo estuvo preguntándose quién diablos sería aquel Behan, pero sin decidirse a buscarlo de verdad. Y ahora recuerda que siempre que veía a Monterroso, se olvidaba de preguntárselo. Y recuerda también que, un día, cuando menos lo esperaba, halló el nombre de Brendan Behan en una nota periodística sobre huéspedes famosos del Hotel Chelsea de Nueva York. Aunque allí de Behan decían tan sólo que había sido un brillante escritor irlandés que solía describirse a sí mismo como «alcohólico con problemas de escritura».
Le quedó grabado esto último y, por otra parte, tan intensa pero escasa información agrandó aún más el enigma de aquel santo bebedor, hasta que un día, muchos años después de la primera vez que oyó hablar de él, descubrió a Behan camuflado tras el personaje del charlatán Barney Boyle en la barra de un pub en
El secreto de Christine
, novela escrita por John Banville con el seudónimo de Benjamin Black. Aún sorprendido por aquel hallazgo, se dedicó a espiar el ambiente en el que se movía aquel Boyle, contrafigura de Behan: atmósfera de niebla, estufas de carbón, vapores de whisky y humo viciado de cigarrillo. Y comenzó a parecerle que cada día se encontraba ya más cerca del auténtico Behan. No se equivocaba. Hace unas semanas, entró en una librería y, como si hubiera estado allí esperándole toda la vida, dio de pronto con
Mi Nueva York
. Lo primero que lamentó fue no haberlo publicado él. Y más lo lamentó cuando descubrió que el libro de Behan era un monólogo maravilloso sobre la ciudad de Nueva York, a la que consideraba «el lugar más fascinante del mundo». Para Behan nada podía compararse a la eléctrica ciudad de Nueva York, el centro del universo. El resto era silencio, flagrante oscuridad. Después de haber estado en Nueva York, todo lo demás era horroroso. Y así Londres, por ejemplo, llegando de Nueva York, tenía que parecerle al londinense, «una gran tarta aplastada de suburbios de ladrillo rojo, con una pasa en medio que sería el West End».
Mi Nueva York
, el libro que escribió Behan al final de su vida, resultó ser un recorrido por el infinito genio del paisanaje de una ciudad de felices constelaciones humanas.
Mi Nueva York
confirmaba, además, que esa ciudad y la felicidad eran lo mismo. Behan escribió su libro en el Hotel Chelsea, cuando ya estaba muy alcoholizado, a principios de los sesenta. Eran días de grandes fiestas en las que no faltaban nunca el twist y el madison, recién inventados, pero también días de incipientes revoluciones. Unos años antes, el galés Dylan Thomas se había presentado en el Chelsea en la noche del 3 de noviembre de 1953 anunciando que había tomado dieciocho whiskies seguidos y que aquello le parecía todo un récord (murió seis días después).
Pasados unos diez años, como si del mismísimo «barco ebrio» del poema de Rimbaud se tratara, «arrojado por el huracán contra el éter sin pájaros», el irlandés Behan iba a presentarse también en aquel hotel en condiciones tan beodas como las del galés, y sería auxiliado por Stanley Bard, el dueño del Chelsea, que le daría alojamiento a él y a su mujer, aun sabiendo que al escritor, que estaba siempre ebrio, le habían echado de todos los hoteles. El gran Stanley Bard sabía que si había algún lugar donde Behan podría volver a escribir era el Chelsea. Y así fue. El hotel de la Calle 23, que siempre fue considerado un lugar propicio para la creatividad, se reveló crucial para Behan, cuyo libro fue redactado en la misma galería en la que viviera Dylan Thomas.
El libro habla de la euforia que le provocaba a Behan aquella enérgica ciudad en la que, al caer la tarde —seguramente la tarde de su propia vida—, se le hacía siempre patente que a fin de cuentas lo único importante en este mundo es «tener algo que comer y algo que beber y alguien que te quiera». En cuanto al estilo del libro, podría sintetizarse así: escribir y olvidar. Los dos verbos suenan como un eco de la conocida relación entre beber y olvidar. El propio Behan decía haberse decantado por esta opción-express: «Habré olvidado este libro mucho antes de que vosotros hayáis pagado vuestro dinero por él.»
Aunque irlandés, Behan no fue nunca administrador de nada, si acaso la excepción a la regla de aquella afirmación de Vilém Vok de que Nueva York pertenece a los judíos, los irlandeses la administran, y los negros la gozan. Porque lo último que Brendan Behan deseaba era tener que administrar algo de su amada ciudad. Tal vez por eso su estilo en
Mi Nueva York
está hecho de opiniones que son como disparos sin ánimo de ser administrados más allá del disparo mismo, de descargas o juicios deliberadamente furtivos acerca de todo el personal humano que tenía a su alcance: los negros, escoceses, camareros, homosexuales, judíos, taxistas, mendigos, beatniks, financieros, latinos, chinos y, por supuesto, los irlandeses, que andaban en clanes familiares por toda la ciudad vigilándose los unos a los otros y creando una sensación única de vida, como si ésta fuera tan sólo una balada sobre la lluviosa tierra natal.
A lo largo de
Mi Nueva York
, en ningún momento Behan olvida la energía de sus maestros literarios: «Shakespeare lo dijo todo muy bien, y lo que se dejó por decir lo completó James Joyce.» Precisamente, la forma que tenía Behan de acercarse a cada uno de los bares de Nueva York recuerda a esa escena de la biblioteca en el
Ulysses
de Joyce, cuando declina el día y el decorado y las personas externas a Stephen empiezan a disolverse en su percepción, tal vez porque las bebidas que ha tomado en el almuerzo y la excitación intelectual de la conversación, entre trivial y anodina, de la biblioteca, las va haciendo alternativamente más nítidas o más borrosas. Así también, con alternativas diáfanas o difusas, van apareciendo en el libro de Behan, según el grado de su entusiasmo privado, los bares del Nueva York de principios de los años sesenta. Y los nombres, a modo de fascinante y perturbadora letanía sagrada, van cayendo, inexorables, irlandeses, legendarios: McSorley’s Old Ale House, Ma O’Brien’s, Oasis, Costello’s, Kearney’s, Four Seasons, y el Metropole de Broadway, donde nació el twist.
Esencial y laica letanía. Recordar el libro de Behan, piensa Riba, ha sido una buena manera de seguir preparando su viaje a Dublín, incluso de ir alejándose cada día más del barrio mental que le tiene secuestrado, y así ir acercándose a horizontes más amplios. El libro de Behan lo devoró en el tren de Lyon que le devolvió a Barcelona, y lo leyó imaginando muchas veces que lo leía en una mesa junto a la puerta de hierro del asombroso Oakland, el bar de la esquina de Hicks con Atlantic de
Cuando hieras a Brooklyn
, la bella novela de su amigo el joven Nietzky.
Y recuerda también que en los últimos minutos de su lectura de aquel libro de Behan, al caer la tarde, siempre imaginándose en el Oakland, hasta creyó vivir con el autor ese momento irrepetible y oscuro que jamás se olvida, ese instante entre
joyceano
y elegíaco en el que los ensueños de Behan absorben paulatinamente el mundo que tiene alrededor mientras se desvanece la luz diurna y se acumulan las impresiones del día en una armonía de sonidos urbanos y una mezcla conmovedora de sentimientos y luz declinante que llega hasta las mismas puertas del Chelsea, donde nunca apagan la luz.