Se considera tan lector como editor. Le retiró de la edición básicamente la salud, pero le parece que en parte también el becerro de oro de la novela gótica, que forjó la estúpida leyenda del lector pasivo. Sueña con un día en el que la caída del hechizo del best-seller dé paso a la reaparición del lector con talento y se replanteen los términos del contrato moral entre autor y público. Sueña con un día en el que puedan respirar de nuevo los editores literarios, aquellos que se desviven por un lector activo, por un lector lo suficientemente abierto como para comprar un libro y permitir en su mente el dibujo de una conciencia radicalmente diferente a la suya propia. Cree que si se exige talento a un editor literario o a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque no hay que engañarse: el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que exigen capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto al de nuestras tiranías cotidianas. Como dice Vilém Vok, no es tan sencillo sentir el mundo como lo sintió Kafka, un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro. Las mismas habilidades que se necesitan para escribir se necesitan para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven ellos…
Suena el teléfono.
¿Qué estaba diciéndose? Bueno, estaba pensando en la llegada de nuevos tiempos que traigan esa revisión del pacto exigente entre escritores y lectores y sea posible el regreso del lector con talento. Pero puede que ese sueño sea ya irrealizable. Más vale ser realista y pensar en el funeral irlandés.
Irá a Dublín. En parte por hacer algo. Por sentirse algo más ocupado en su vida de jubilado. En parte porque un sueño extraño lo arrastra hacia allí.
En días impares, y siempre a esta hora, llama por teléfono Javier, fiel amigo y hombre rigurosamente metódico. Aún no ha descolgado y Riba ya sabe perfectamente que sólo puede ser Javier. Baja el volumen de la radio, donde se escucha a Brassens con
Les copains d’abord
, una música de fondo que le parece casualmente muy apropiada para la llamada amistosa. Descuelga.
—Me voy a Dublín en junio, ¿lo sabías?
Debido a que en los dos últimos años ha dejado de beber y huye de las salidas nocturnas, se ve poco últimamente con Javier, que es muy noctámbulo. La relación, en cualquier caso, sigue siendo activa, aunque ahora se alimenta básicamente de conversaciones telefónicas en mediodías que caen en día impar y de ocasionales encuentros para almorzar. Podría suceder que con el tiempo la ausencia de salidas nocturnas fuera mermando la relación, pero no lo cree, porque es de los que piensan que verse con escasa frecuencia fortalece las amistades. Además, no está claro que existan exactamente los amigos. El propio Javier suele decir que no hay amigos, sino momentos de amistad.
Llama Javier los días impares. Y lo hace siempre hacia el mediodía, creyendo tal vez que para los momentos de amistad esa hora puede ofrecer más garantías que otras. Es un amigo muy metódico. Pero, después de todo, Riba también lo es. ¿O acaso no visita, por ejemplo, sistemáticamente a sus padres todos los miércoles por la tarde? ¿O acaso no se sienta puntualmente todos los días ante su ordenador?
Javier le pregunta ahora cómo van las conversaciones para la venta de su empresa, y él le explica que está desalentado y que al final puede que sea capaz de no vender su patrimonio, dejarlo como está, a la espera de mejores tiempos. Hay precedentes, dice, de otras ruinas gloriosas en la edición barcelonesa. El caso de Carlos Barral, por ejemplo. Javier le interrumpe para disentir de la idea de que Barral se arruinó. Sin ganas de perder energías discutiendo, Riba ni se molesta en seguir conversando sobre el tema. Hablan después de
Spider
y le dice a Javier que ha llegado a identificarse plenamente con el personaje principal de esa extraña película. Y Javier, que se acuerda de pronto de que también la ha visto, le dice que no comprende qué ha podido ver en ella, pues la recuerda como terriblemente mustia, muy apagada. Riba ya está acostumbrado a que le lleve Javier la contraria en todo. Su amistad o, mejor dicho, sus momentos de amistad se basan en las discrepancias casi absolutas en criterios artísticos. Le publicó sus cinco primeras novelas, antes de que Javier volara a editoriales más comerciales. Y, aunque siempre estuvo en desacuerdo con algunos aspectos de su estética literaria, el respeto por la gran fuerza de su estilo realista ha sido en todo momento absoluto.
Cuando decae el tema
Spider
, hablan de la incesante y hasta inquietante lluvia de estos días. Después, Riba vuelve a contarle cómo pasó un día entero en Lyon sin hablar con nadie y montando una teoría general de la novela. Y Javier termina por ponerse muy nervioso. Los escritores no soportan nada bien que los editores hagan sus pinitos literarios y Javier acaba interrumpiendo a Riba para decirle indignado que ya le dijo, el otro día, que se alegraba de que en Lyon hubiera probado a escribir algo, pero que no hay nada más
francés
que una teoría general para las novelas.
—No sabía que eran francesas las teorías —dice Riba sorprendido.
—Lo son, te lo digo de verdad. Es más, te convendría dejar de ser un pensador de café. De café francés, quiero decir. Tendrías que olvidarte de París. Ése es mi desinteresado consejo de hoy.
Javier es asturiano, de un pueblo próximo a Oviedo, aunque lleva viviendo más de tres décadas ya en Barcelona. Tiene quince años menos que Riba y posee una notable tendencia a los consejos y sobre todo a ser tajante, tiene una clara predisposición al tono categórico. Pero hoy Riba no acaba de entender por dónde va y le pregunta qué tiene contra los cafés de París.
Riba se queda recordando que su vocación de editor nació durante un viaje al París de después de mayo del 68. Mientras robaba ensayos izquierdistas con inusitada alegría en la librería de François Maspero —donde los dependientes veían con buenos ojos que les saquearan el local—, decidió que se dedicaría a aquella profesión tan noble de editar novelas vanguardistas y libros insurrectos que luego aficionados a la lectura de todo el mundo robarían en la Maspero y en otras librerías de izquierdas. Unos años después, cambió de idea y dio por agotado el sueño revolucionario y decidió ser razonable y cobrar por la venta de los libros que editara.
Al otro lado del teléfono, su amigo Javier permanece en silencio, pero se nota que continúa indignado. Lo estaría aún más si supiera que su amigo ha mezclado mentalmente, no hace mucho, su diatriba contra los cafés franceses con su condición de asturiano.
Cuando Riba, para calmarlo, desvía la conversación y le habla de su creciente interés por lo dublinés, Javier le interrumpe y le pregunta si no se estará desplazando tímidamente hacia un paisaje inglés. O irlandés, como prefiera. Si lo está haciendo, no cabe duda de que está dando un primer paso hacia la gran traición.
En la radio la música que ahora suena es de Rita Mitsouko,
Le petit train
. Un primer paso hacia la gran traición a todo lo francés, grita Javier entusiasmado. Y Riba no tiene más remedio que apartar el auricular de su oído. Javier está demasiado excitado. ¿Traición a lo francés? ¿Acaso se puede traicionar a Rimbaud y a Gracq?
Es una alegría que te hayas pasado a Inglaterra, dice Javier sólo unos minutos después. Y, al felicitarle por haber dado el salto, logra sorprenderle.
¿Qué salto?
Casi todo lo que Javier comenta, lo dice siempre en un tono muy tajante, plenamente convencido de que no puede ser de otra forma. Parece que esté hablando de alguien que ha cambiado de equipo de fútbol. Pero él no ha dado ningún salto, ni se ha pasado a Inglaterra. Todo indica que a Javier le gustaría que dejara atrás la cultura francesa, tal vez porque él no ha tenido nunca con ella demasiada comunicación y se encuentra en inferioridad en este apartado. Tal vez porque nunca robó en la Maspero, o porque su padre —no es esto algo que uno olvide fácilmente cuando piensa en Javier— fue el autor anónimo de aquel libelo
Contra los franceses
que en 1980 publicó una imprenta valenciana: un divertido conjunto de bastonazos a la petulancia de buena parte de la cultura francesa y que empezaba así: «Su vanidad fue siempre mayor que su talento.»
—Te convendría perder peso —le dice ahora de pronto Javier—, dar el salto inglés. Salir del embrollo afrancesado en el que te metiste durante tanto tiempo. Ser más divertido y más ligero. Volverte inglés. O irlandés. Dar el salto, amigo.
Javier es metódico y a veces categórico. Pero sobre todo es tozudo, enormemente tozudo. En esto parece aragonés. Claro que también a la gente de Aragón habría que aplicarle la sospecha de que en realidad deben de tener en su tierra la misma proporción de gente tozuda que en todas partes. Hoy, por lo visto, toda su terquedad la está dirigiendo Javier contra la influencia francesa en la formación de Riba. Y parece aconsejarle que deje atrás su afrancesamiento si quiere recuperar el sentido del humor, si quiere perder peso.
Riba le recuerda tímidamente que París, a fin de cuentas, es la capital de la República de las Letras. Y lo sigue siendo, dice Javier, pero precisamente ése es el problema, tiene demasiado peso esa cultura y no resiste la menor comparación con la agilidad inglesa. Además, hoy en día los franceses no saben comunicarse tan bien como los británicos. Basta observar cómo son las cabinas de teléfono de Londres y las de París. Ya no sólo es que sean mucho más bonitas las inglesas, sino que ofrecen un espacio confortable y mejor pensado para relacionarse a través de la palabra, no como las francesas que son raras y pensadas para la impresentable estética pedante del silencio.
El argumento de Javier no le parece nada convincente, entre otras cosas porque no quedan apenas cabinas telefónicas en Europa. Pero no quiere discutir. Decide ahora ser ágil y dar un salto, un ligero salto inglés,
caer del otro lado
, ponerse a pensar en una cosa distinta, dar un giro, moverse. Y acaba recordando para sí mismo unas palabras de Julian Barnes, que le parece que son muy oportunas para ese momento; unas palabras en las que Barnes comenta que a los británicos siempre les ha obsesionado Francia, ya que representa para ellos el inicio de la diferencia, el comienzo de lo exótico: «Es curioso, a los ingleses nos obsesiona Francia mientras que a los franceses sólo les intriga Inglaterra.»
Recuerda esas palabras de Julian Barnes en
Al otro lado del canal
y piensa que para él, en cambio, es precisamente lo inglés el inicio de la diferencia, el comienzo de lo exótico. Le intriga Nueva York y cuando piensa en esa ciudad siempre se acuerda de unas palabras del joven escritor y amigo Nietzky, que desde hace años tiene casa allí: «Vivo en la ciudad perfecta para disolver tu identidad y reinventarte. En España, la movilidad es muy difícil: te marcan de por vida en la casilla que creen que te corresponde.»
Nada en el fondo desearía más que escapar de esa casilla de editor prestigioso retirado en la que le han situado —ya parece que de forma inamovible— sus colegas y amigos en España. Quizá haya llegado la hora de dar el paso adelante, de cruzar el puente —en este caso un metafórico canal de la Mancha— que le lleve hacia otras voces y otros ámbitos. Tal vez le convenga apartar de su vida, por una temporada, la cultura francesa: tiene con ella una confianza que ya casi da asco, y por eso ya no le parece ni tan siquiera extranjera, sino tan familiar como la española, precisamente la primera cultura de la que huyó.
Está claro que sólo lo ajeno a su mundo familiar, sólo lo extranjero, es capaz actualmente de atraerle en una dirección u otra. Tiene que saber ver que necesita aventurarse en geografías donde reine la extrañeza y también el misterio y la alegría que rodea lo nuevo: volver a ver con entusiasmo el mundo, como si lo estuviera contemplando por primera vez. En definitiva, dar el salto inglés, o algo que se parezca al salto que le ha sugerido hace un momento, tan británica y estrafalariamente, Javier.
Se le ocurre una manera de dejar aún más de ser latino: probar ante el espejo a perder el instinto del melodrama y de la exageración y convertirse en un caballero frío y desapasionado, que no agita los brazos al emitir una opinión. Y pronto percibe la llamada de los países difíciles, de los lugares y climas en los que nunca nadie —ni él mismo— programó ni soñó que se adentraría con tanto interés: lugares que toda la vida imaginó inaccesibles y más bien dio por sentado que, aunque sólo fuera por el obstáculo del idioma, no estarían jamás a su alcance. Buscará, una vez más, lo imposible. Nada le conviene tanto como desplazarse de nuevo hacia
lo extranjero
, porque sólo así podrá ir acercándose al centro del mundo que busca. Un centro sentimental, en la línea del viajero de un libro de Laurence Sterne. Necesita ser un viajero
sentimental
, ir a países de habla inglesa, donde pueda recuperar la extrañeza ante las cosas, donde pueda recobrar toda esa forma especial de
sentir
que nunca encontró en la comodidad de lo entrañablemente familiar: ver cómo se abre un abanico más amplio de posibilidades, de culturas, de signos extraños por descifrar. Necesita ir a un lugar en el que pueda recuperar el sentimiento vehemente de la euforia, volver a oír la voz de su abuelo Jacobo cuando le decía aquello de que nunca nada se hizo sin entusiasmo. Necesita dar el salto inglés. Aunque de hecho, necesita dar un salto al revés que dio el viajero
sentimental
de Sterne, que precisamente, como inglés que era, dejó Inglaterra para dar el salto francés.
Sabe que, si va a Dublín, volverá a sentirse, tal como en otra época se sintió en Francia, un forastero. Maravillosa sensación de ser de otro lugar. En Dublín será un forastero, como lo fue allí Bloom y, de paso, paseará de nuevo por un lugar en el que no tendrá la sensación de que la confianza da asco. «La importancia de otro lugar», se llamaba un poema de Larkin que hablaba de Irlanda y que durante mucho tiempo le gustó mucho. Lo recuerda muy bien. Allí el poeta inglés hablaba de que no se le permitía sentirse como un forastero en Inglaterra, su país. Y decía que, cuando estaba solo en Irlanda, puesto que no era su tierra, al menos allí veía que era posible ser forastero: «El salobre rechazo del habla, que tanto insistía en la diferencia, se me hacía acogedor: una vez eso quedó constatado, conseguimos comunicarnos.» Larkin hablaba del viento en las calles, enfiladas hacia las colinas. Y del suave olor arcaico de los muelles irlandeses. Y de los gritos de los vendedores de arenques en la lejanía, haciéndole sentirse distinto, pero no anulado. «Vivir en Inglaterra eliminaba esa excusa: éstas son mis costumbres y mis instituciones y sería mucho más grave rechazarlas. Aquí no hay ese otro lugar que avale mi existencia.»