Debería haberles contestado algo distinto. Pero, como decía Céline, «una vez dentro, hasta el cuello». Una vez ya ha anunciado que va a Dublín, va a seguir metiéndose en el enredo, hasta el cuello, hasta donde sea necesario. Irá a Dublín. Faltaría más. Se permitirá comprobar, además, si es real la extraordinaria precisión de los múltiples detalles de su extraño sueño. Si en Dublín viera, por ejemplo, que existe un portón negro y rojo en la entrada de un pub llamado Coxwold, eso no significará más que en Dublín lloró de verdad, en el suelo, con Celia, en una escena conmovedora. ¿Cuándo? Tal vez antes de haber estado nunca.
Irá a Dublín, capital de Irlanda, país del que no sabe demasiadas cosas, tan sólo que, si no le falla la memoria —lo mirará después en
google
—, es un estado libre desde 1922, el año en el que precisamente —otra casualidad— nacieron sus padres. Sabe muy poco de Irlanda, aunque conoce buena parte de su literatura. W. B. Yeats, sin ir más lejos, es uno de sus poetas preferidos. 1922 es, además, el año en que se publicó
Ulysses
. Podría ir a celebrar los funerales de la galaxia Gutenberg a la catedral de Dublín, que es Saint Patrick, si no recuerda mal; allí, en aquel recinto sagrado, se volvió loco ya definitivamente Antonin Artaud cuando creyó que el bastón del santo era idéntico al que llevaba él.
Sus padres siguen mirándole como si pensaran que su estado de sobriedad tan constante le ha hecho extraviarse peligrosamente por los caminos del autismo; parecen estar recriminándole que se haya atrevido a hablarles de un tal Joyce sabiendo perfectamente que ellos no tienen ni idea de quién es ese señor.
Su padre se revuelve en su sillón y parece que va a protestar por algo, pero finalmente se limita a decir que le gustaría que le explicaran una cosa.
¿Otra vez? Parece que esté ahora autoparodiándose. ¿Será un rasgo de humor por su parte?
—¿El qué, padre? La tormenta ya se fue. ¿Qué más tenemos que explicarte? ¿La dimensión insondable?
Imperturbable, su padre continúa con lo que ha empezado y ahora quiere saber por qué han elegido precisamente a su hijo para disertar en Dublín sobre el ocaso de la constelación Gutenberg. Y, además, también quiere saber por qué su hijo no ha contado hasta el momento absolutamente nada de su viaje a Lyon. ¿No será que no ha ido allí y quiere ocultárselo a sus padres? Están acostumbrados a que les cuente sus viajes y su conducta de hoy es alarmantemente anómala.
—Puede, no sé, que tengas una amante y no hayas ido a Lyon con ella, sino al Tibidabo. Últimamente hay algunas cosas que haces muy mal, y yo como padre me veo en la obligación de advertírtelo —dice.
Está a punto Riba de contarle que a Lyon fue simplemente a celebrar un funeral por todas las teorías literarias que aún quedan en el mundo, incluida la que fue capaz de urdir él mismo allí en un hotel. Le gustaría poder decirle una cosa así, porque no le han hecho gracia estas últimas palabras paternas. Pero se contiene, se reprime. Se pone en pie, inicia la ceremonia de despedirse. Después de todo, ya no llueve. Y además sabe que cuando le riñen, suele ser un truco para simplemente retenerle un tiempo más en la casa. No puede continuar un minuto más ahí. Se da cuenta de que a veces permite demasiado que su padre controle su vida. No haber tenido descendencia y ser, además, hijo único ha podido contribuir a alargar esa situación de rara sumisión infantil, pero todo tiene un límite. Antaño, con su padre, tenían grandes peleas. Después, llegó la paz. Pero cree descubrir en él, en ocasiones como ésta, una cierta nostalgia de aquellos tiempos de las grandes discusiones, los fuertes enfrentamientos. Como si a su padre el combate cuerpo a cuerpo le divirtiera más que este remanso actual de paz y buen entendimiento. Es más, es posible que a su anciano padre discutir le haga sentirse mejor, e inconscientemente busque el enfrentamiento.
Aunque es un sentimiento reciente, adora de alguna forma a su padre. Su inteligencia, su bondad secreta, sus desaprovechadas dotes para la escritura. Le habría gustado editarle una novela. Adora a ese hombre, siempre tan autoritario y tan afincado en su papel de padre decimonónico, que ha creado en su hijo la necesidad de ser un subordinado, de ser una persona obediente que muchas veces hasta acaba agradeciéndole que tenga la intención de dirigir sus pasos.
—¿De verdad que no quieres contar nada de Lyon? Es muy raro, hijo, muy raro —dice su madre.
Parecen empeñados en retenerle con futilidades el máximo tiempo posible, como si quisieran impedir que se fuera a su casa, tal vez porque en el fondo siempre han pensado que, por mucho que se haya casado y sea un editor muy respetado y tenga ya casi sesenta años, él continúa en pantalones cortos aquí.
Marco Polo se va, piensa en decirles. Pero calla, sabe que sería peor. Su padre le mira con rabia. Su madre le reprocha que haya estropeado una costumbre tan sólidamente asentada como la de contarles su último viaje. Le acompañan a la puerta, pero sin dar facilidades para que avance hacia la salida, casi se la taponan con sus cuerpos. Ya eres mayor, le dice su padre, y no se comprende que quieras ir a Dublín sólo para ver a ese amigo tuyo de la familia Ulises.
¡La familia Ulises! Ha de suponer que es una nota más de humor o ironía paterna de última hora. Llama al ascensor, que como siempre tarda en llegar a pesar de que sólo ha de subir un piso. No han querido aceptar nunca sus padres que, dada la poca distancia con la portería, pudiera él bajar a pie algún día, y no ha querido él, por su parte, ser el desaprensivo que rompiera la sagrada tradición de irse siempre en el aparatoso, antes tan lujoso, ascensor de toda la vida.
En el ínterin, le pregunta a su padre con sorna infantil si es que le disgusta que tenga un amigo. Y le recuerda que de niño no le dejaba tenerlos, se mostraba siempre celoso de ellos. Exagera, pero tiene un cierto sentido hacerlo. ¿Acaso no exagera también su padre? ¿Acaso, en su fuero más íntimo, no está su padre queriendo prohibirle que vaya a Dublín? Se rebela así contra él, contra sus secretos deseos de impedirle ir a Irlanda. Pero actúa en el fondo como lo haría un hijo pequeño, incapaz de maltratar seriamente al padre, y ya no digamos de asesinarlo, como cree recordar que recomendaba encarecidamente Freud.
Por mucha tendencia o vocación de esperador que tenga, y por mucha fibra heroica que habite en él, la espera de la llegada del ascensor se le hace infinita. Finalmente llega el viejo armatoste, vuelve de nuevo a despedirse de sus padres, entra en el ascensor, pulsa un botón, desciende. Grandísimo alivio, respira hondo. El descenso a la portería es, como siempre, muy lento, el ascensor está muy viejo. Mientras baja, cree dejar atrás toda la épica del patio familiar de ese entresuelo de la calle Aribau, donde de niño jugaba al fútbol, siempre eternamente solo. Luego ese patio sería un día el centro de su sueño más feliz, el sueño ligado a Nueva York.
Ya en la calle Aribau, mientras entra en un taxi, descubre que no tardará en llover. Había pensado que tras la gran tormenta remitiría la lluvia. ¿Y si lo comenta con el taxista? Espera que no sea como un taxista portugués, algo shakesperiano, que encontró en Lyon, el más teatral de todos los taxistas del mundo.
—Va a caer todavía más lluvia.
Por un momento, teme que el taxista le conteste como un personaje de
Macbeth
y le dé la famosa réplica:
—Déjala que caiga.
Pero no siempre —por no decir nunca— encuentra uno en Barcelona taxistas que hablen como personajes de Shakespeare.
—Ni que lo diga —contesta el hombre.
Encuentra en el taxi tiempo por fin para hojear el periódico del día, y da con unas declaraciones de Claudio Magris a propósito de
El infinito viajar
, su último libro. Simpatiza con todo lo de Magris. Le publicó, en tiempo ya casi inmemorial,
El anillo de Clarisse
. Y desde entonces mantiene con él una buena amistad.
El taxi se desliza por las calles de una Barcelona de luz sucia y que parece exánime después de la tormenta. Siempre teme absurdamente que los taxistas, viéndole parapetado tras el periódico, se hagan una falsa idea de él y piensen —es probable que se trate de un sentimiento muy infantil— que a pesar de haber ya hablado del tiempo no está ni mínimamente interesado por ellos y por lo que puedan contarle de sus penosas vidas. No sabe si hundirse en el periódico y leer las declaraciones de Magris o hablarle al taxista y preguntarle algo bien raro: por ejemplo, si ha paseado ya hoy por el bosque, o ha jugado al
backgammon
, o ha visto mucha televisión.
Este temor a que los taxistas le imaginen tan indiferente a ellos consigue a veces hacerle hojear el periódico muy furtivamente, pero ése no es el caso de hoy, pues acaba de decidir que nada ni nadie va a ser capaz de apartarle de Claudio Magris, que habla —una doble coincidencia muy llamativa— de
Ulysses
y de Joyce y de lo que precisamente está él haciendo ahora: volver a casa.
Le parece que ha de leer esta reaparición de
Ulysses
como un nada desdeñable mensaje cifrado. Como si fuerzas secretas —una de ellas el propio Magris con sus declaraciones— le estuvieran empujando cada vez más hacia Dublín. Levanta la cabeza, mira por la ventanilla, acaba el taxi de dejar la calle Aribau y está enfilando la Vía Augusta. A la altura de la avenida Príncipe de Asturias con Rambla de Prat, ve en una esquina a un joven que lleva una chaqueta Nehru color azul eléctrico. Se parece bastante al que vio antes bajo la lluvia delante de la casa de sus padres. Ya es casualidad dos chaquetas Nehru en tan poco tiempo.
Ve al joven sólo fugazmente, porque éste, casi de inmediato, como si temiera haber sido descubierto, dobla la esquina y se volatiliza con una asombrosa velocidad.
Es raro, piensa, se ha esfumado incluso hasta demasiado rápido. Aunque tampoco tan raro, ya está acostumbrado a ciertas cosas. Sabe que a veces aparecen personas que uno no se espera para nada.
Vuelve a la lectura del periódico, quiere concentrarse en la entrevista con Magris, pero acaba llamando a Celia por el móvil para avisarle de que ya está regresando a casa. Le tranquiliza el breve diálogo. Cuando cuelga, piensa que podría haberle contado que ha visto dos chaquetas estilo Nehru en muy poco tiempo. Pero no, tal vez ha sido mejor limitarse a decir que vuelve a casa.
Regresa a las noticias del periódico y lee que Claudio Magris opina que ese viaje circular de un pletórico Ulises que regresa a casa —el viaje tradicional, clásico, edípico y conservador de Joyce— ha sido sustituido a mediados del siglo
XX
por el viaje rectilíneo: una especie de peregrinaje, de viaje que procede siempre hacia delante, hacia un punto imposible del infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada.
Podría ahora él verse como un viajero rectilíneo, pero no quiere plantearse muchos problemas, y decide que su viaje por la vida es tradicional, clásico, edípico y conservador. ¿O acaso no está volviendo en taxi a casa? ¿O acaso no va a casa de sus padres siempre que regresa de un viaje y, encima, los visita sin falta todos los miércoles? ¿O acaso no está preparando un viaje a Dublín y al centro mismo de
Ulysses
para días después, bonachonamente, regresar a Barcelona a su casa y a la casa de sus padres y contarles el viaje? Es casi innegable que lleva una vida en la más pura ortodoxia del viaje circular.
—¿Pasada la calle Verdi me ha dicho? —pregunta el taxista.
—Sí. Ya le aviso.
Cuando por fin entra en casa, saluda a su mujer, le da un beso. Sonríe feliz, como un bendito. Se conocen o se aman desde hace treinta años y, salvo en momentos muy críticos —como durante la última escalada de alcohol de hace dos años que desembocó en el colapso físico—, no se han cansado demasiado de vivir juntos. Le cuenta enseguida que su padre ha tenido un achaque melancólico y ha pedido que le explicaran el misterio de la dimensión.
Qué dimensión, pregunta ella. Era previsible que lo preguntara. Pues nada menos que la dimensión insondable, le contesta. Se miran, y aparece también una corriente de misterio entre ellos. ¿El misterio del que hablaba su padre? No puede evitar que su atención se desvíe hacia otras preguntas. ¿No hay en el fondo una dimensión insondable entre él y ella?
«Sin preguntar quién eras, / me enamoré. / Y seas tú quien seas, / siempre te querré», dice la ridícula letra naif de una canción de
Les Surfs
que sonaba cuando se conocieron, y enamoraron. Celia era entonces lo más similar a Catherine Deneuve que había visto en la vida. Hasta las gabardinas que llevaba y que la emputecían recordaban a las de Deneuve en
Les parapluies de Cherbourg
.
Y qué sabemos acerca de nosotros mismos, se pregunta. Cada día menos, porque encima Celia estudia, de un tiempo a esta parte, la posibilidad de hacerse budista; lleva unos meses contemplando esa
dulce eventualidad
, como la llama. Está ya casi convencida de que el potencial de alcanzar el Nirvana se encuentra en ella misma, y considera que está próxima a ver, con claridad y convicción, la verdadera naturaleza de la existencia y de la vida. A él no se le escapa que ese budismo en el horizonte puede terminar siendo un gran problema, del mismo modo que lo fue hace dos años aquella escalada de alcohol, que llevó a Celia a plantearse seriamente dejarle. De hecho, él está amenazado con quedarse solo si tiene un día la ocurrencia de volver a maltratarse con la bebida.
Se han quedado inmóviles los dos ahora, como si a ambos les preocuparan las cuatro mismas cuestiones, y eso les hubiera paralizado. La vida, el alcohol, el budismo, y sobre todo el desconocimiento que tienen el uno del otro.
Se han quedado los dos atenazados por un frío inesperado, como si de repente hubieran caído en la cuenta de que en el fondo son unos desconocidos el uno para el otro, y también para ellos mismos, aunque ella —bien que lo sabe él— confía en que el budismo pueda echarle una mano y le permita dar un paso espiritual adelante.
Sonríen nerviosos, buscan restarle tensión al momento raro. Tal vez él la ame con tanto delirio porque ella es una persona sobre la que no acaba de saberlo nunca todo. Siempre le fascinó, por ejemplo, que Celia fuera una de esas mujeres que no acaban de cerrar nunca del todo los grifos. Han sido los grifos abiertos una constante en su matrimonio, del mismo modo que —si la comparación es posible— también lo han sido sus problemas con el alcohol.