—¿La bebida, eh?
—El defecto de muchos hombres buenos —dijo el señor Dedalus con un suspiro.
Recuerda cuando se detienen delante de la capilla mortuoria. Es un capítulo triste, una meditación sobre la muerte, el más triste que ha leído en su vida. El gris entierro de un proletario alcohólico. Se describen todos los detalles de la caravana mortal y uno espera que en algún momento aparezca la alegría en forma de rosa, de rosa profunda, como diría Borges. Pero esa alegría se hace esperar, por no decir que no llega nunca. También el proceso de sepultura del muerto es largo y complejo. Y la tumba es profunda como una rosa. Nada tan cierto como que nunca leyó algo tan triste como aquel capítulo perfectamente gris del libro de Joyce. Al final, sobre el ataúd dejan unas coronas mohosas, colgadas en remates, guirnaldas de hoja de bronce. Habría sido mejor que hubiera rosas, comenta el narrador, ya que siempre son más poéticas.
—¿Un réquiem por quién? —insiste Celia.
Quiere evitar a toda costa que le siga viendo como un enajenado o un
hikikomori
ya definitivamente pasado de rosca, pero con su respuesta no logra que ella pueda verlo de otra forma.
—Por Paddy Dignam —le dice.
—¿Por Paddy qué?
—Dignam, Paddy Dignam, el de la nariz roja.
Habría sido mejor que no dijera nada.
Antes de acostarse, aún miran un rato la televisión. Ven el final de una película americana, donde hay un entierro bajo la lluvia. Muchos paraguas. Reconoce, con una satisfacción enorme, el cementerio de Woodlawn, en el Bronx, donde él estuvo en su segundo y por ahora último viaje de su vida a Nueva York. Fue a ese camposanto para ver la tumba de Herman Melville. Lo reconoce por el estilo de las lápidas y porque el sitio le quedó muy grabado en la memoria, y también porque al fondo puede verse la estación del tren elevado en la que descendió para visitar aquel lugar. Aunque ve a Celia muy absorta en la escena del entierro, interviene para decir que él ha pisado aquel cementerio, que lo reconoce por la estación de tren que hay al fondo y que le resulta muy familiar. Celia no sabe qué decirle.
—¿Te impresiona ver un lugar donde yo he estado, o te impresiona más la escena del funeral? —le pregunta con un cierto tono provocador.
Celia elige seguir absorta en la película.
No sabe por qué quiere ir a Dublín. No cree que sea sólo porque le fascine la idea de quedarse aguardando al 16 de junio para viajar a un lugar a donde nadie le ha llamado. Ni tampoco cree que sea únicamente porque considere que debe ir allí y después contárselo a sus padres, compensarles de esta forma por no haberles dicho nada de Lyon. Ni tampoco cree que quiera ir a Dublín únicamente porque piense que, de ser cierta la premonición, podría ser que se encontrara a las puertas de una gran revelación acerca del secreto del mundo, una revelación que le esperaría en Cork. Ni cree que sea tan sólo —aunque también por esto quiere ir allí— porque piense que si va a Dublín se acercará de algún modo, un poco más, a su adorada Nueva York. Ni siquiera cree que quiera ir a Dublín exclusivamente porque desee entonar un sentido réquiem por la cultura de la era de Gutenberg y de paso entonar un réquiem por sí mismo, editor literario tan cuesta abajo.
Tal vez quiere ir a Dublín por todos esos motivos y también por otros que se le escapan y se le escaparán siempre.
A ver, ¿por qué quiere ir a Dublín?
Se lo pregunta en silencio dos veces seguidas. Es posible que exista una respuesta para esa pregunta, pero también que jamás llegue a saber exactamente cuál es.
Y es posible incluso que no conocer en su totalidad las causas por las que va a Dublín forme parte del propio sentido del viaje, del mismo modo que el hecho de todavía ignorar por completo el número de palabras de su réquiem puede ayudarle a pronunciar en Dublín una buena oración fúnebre.
Irá a Dublín.
A la mañana siguiente, una hora después de despertarse y con el tiempo ya milimetrado, Celia se dispone a ir a trabajar a su oficina en el museo. Hay gran paz en su rostro, serenidad, tranquilidad. Se diría que son las consecuencias de su más que próxima conversión al budismo.
Celia se mueve siempre con entusiasmo, con empuje envidiable. Se la ve desamparada y a la vez —ambos extremos son necesarios— posee una fuerza que da miedo. En algunas ocasiones, a él le trae a la memoria aquello que decía su abuelo Jacobo: «¡Nada importante se hizo sin entusiasmo!» Celia es el entusiasmo mismo y siempre anda con aire de darle importancia a lo que hace, sea lo que sea, y al mismo tiempo negarle toda esa importancia con una simple sonrisa. Dice que todo eso lo aprendió en el Teatro de Oklahoma, ese teatro cuyo escenario comunicaba, según ella, directamente con el vacío.
Oklahoma y Celia parecen inseparables. Buda sería el tercer vértice del triángulo. Celia dice a menudo que no hay lugar mejor para el entusiasmo que los Estados Unidos. Y eso que la vida allí —estuvo una vez en Chicago— es para ella puro teatro, conectado permanentemente con el vacío. Pero no le importaría ir a vivir a Nueva York si él, de una vez por todas y dejando de darle tantas vueltas al asunto, se decidiera finalmente a trasladarse al lugar que tanto anhela, al supuesto centro del mundo.
Celia se va a trabajar, pero antes deja caer una indirecta, un terrorífico mensaje. Presintiendo que su querido autista no tardará en sentarse ante el ordenador, viene a decirle que quienes usan
google
habitualmente van perdiendo la capacidad de realizar lecturas literarias a fondo y que todo eso demuestra que la sabiduría digital hay que vincularla en muchas ocasiones con la estupidez mundial de los últimos tiempos.
Riba encaja la crítica, pero prefiere no darse por aludido. Cuando ella se va, toma su primer
cappuccino
de la mañana. El café fue en realidad ideado para concentrarse mejor en la Red, piensa. A falta de alcohol, en los dos últimos años el café es su único estimulante. Hoy lo bebe como nunca de rápido: de pie, a toda velocidad, en la cocina, con una ansiedad gloriosa. Después, tratando casi con desesperación, de que ni un solo efecto de la cafeína se le escape, da la espalda a las palabras de Celia y se coloca frente al ordenador.
Por un momento, se plantea no estar ante la pantalla tantas horas como las habituales, y no exactamente por lo que ha dicho Celia, aunque también eso influye mucho, sino porque, además, ya lleva tiempo diciéndose que debería darle una oportunidad larga a la vida, plantearse retos vitales alejados de su obsesiva tendencia de los últimos tiempos a permanecer inmóvil frente a la pantalla. Pero enseguida cambia de opinión. A sus casi sesenta años no acaba de tener ideas para retos vitales. Así que finalmente decide de nuevo hundirse, un día más, en internet y en el buscador de blogs de
google
, donde nunca evita dar rienda suelta a cierto narcisismo y acaba escribiendo primero su nombre, y luego el de la editorial. Sabe que, aparte de egocéntrico, todo eso es claramente maniático. Pero, aun así, no quiere renunciar a esa costumbre cotidiana. La carne es débil.
De hecho esa actividad maniaca le sirve para aplacar su nostalgia de cuando iba al despacho y con Gauger, su secretario, pasaban revista a todo lo que la prensa decía de los libros que publicaban. Sabe que, como sustituta de aquella actividad de despacho, su manía de ahora es casi grotesca, pero a él le parece necesaria para su salud mental. Entra en muchos blogs para informarse de lo que en ellos dicen de los libros que publicó. Y si encuentra a alguien que dice algo mínimamente molesto, manda un
post
anónimo tratando de ignorante o de imbécil a quien haya escrito aquello.
Dedica hoy un largo rato a esa actividad y acaba insultando a un turista barcelonés en Tokio, un tipo que en su blog dice haberse llevado de viaje un libro de Paul Auster y sentirse decepcionado. ¡Será cabrón el bloguero! De Auster él sólo publicó
La invención de la soledad
y, aunque el libro despreciado por el turista es
Brooklyn Follies
, se siente igualmente afectado por el mal trato a Auster, a quien considera su amigo. Cuando termina de insultar al bloguero, se siente más descansado que nunca. Está últimamente tan susceptible y tiene tan baja la moral que considera que de haber llegado a pasar por alto esta injusta opinión sobre el libro de Auster se habría quedado aún más hundido de lo que estaba.
Interrumpe el estado hipnótico en el que le está sumiendo un día más el ordenador y se levanta de su silla. Va por unos momentos al gran ventanal y contempla desde allí la gran vista sobre la ciudad de Barcelona, hoy no tan fantástica como de costumbre, debido a la alarmante persistencia de la lluvia. De hecho, la ciudad entera ha desaparecido de su ventanal, ha desaparecido detrás de una intensa cortina de agua. Lluvia de mayo, aunque algo desmesurada respecto a lo que es tradicional en esta época. Es como si allá arriba, en las nubes, hubieran comenzado a colaborar en la futura
instalación
de Dominique en la Tate Modern de Londres.
Intuye que este breve viaje hacia la ventana, esta modesta y pasajera liberación del mundo digital, va a resultarle benéfica. De entrada, estar de pie ahí, aunque sea frente a la vista
desaparecida
de Barcelona, disminuye su mala conciencia de
hikikomori
. Y es que va viendo que las palabras de Celia hoy al marcharse han terminado por hacerle bastante efecto. Generalmente, casi no descansa del ordenador hasta que ella vuelve a casa a las tres menos cuarto. Hoy hace una excepción y dedica parte de su tiempo a estar allí frente a la ventana en la que, por otra parte, no se ve nada. Quizá no ha escogido el mejor momento. Pero lo cierto es que hoy no se ve nada, salvo la ciudad borrada y la niebla. Se queda allí un rato, escuchando el rumor casi religioso y monótono de la lluvia. Pierde cierta noción del tiempo.
Apenas pisa las calles de Barcelona. Últimamente, se limita a contemplar —hoy, con la lluvia y la bruma, ni siquiera eso— la ciudad desde aquí arriba. Pensar que antes tenía mucha vida social y que ahora se ha quedado mustio, melancólico, tímido —lo es más de lo que creía—, encerrado entre estas cuatro paredes. Un buen trago le liberaría de tanta misantropía y apocamiento. Pero no le conviene porque peligraría la salud. Se pregunta si en Dublín existirá un pub con el nombre de Coxwold. En el fondo está ardiendo en deseos de infringir sus propias normas internas y tomarse ahora mismo ese buen trago de whisky. Pero no lo hará, sabe contenerse. Está convencido de que Celia sería capaz de dejarle si un día viera que ha vuelto a caer en el alcohol. Ella no podría volver a soportar un regreso a los días de la gran pesadilla etílica.
No tomará ni un trago, aguantará estoico. Sin embargo, no hay un solo día en que no le asalte una indefinible nostalgia de las noches de otros tiempos, cuando salía a cenar con sus autores. Cenas inolvidables con Hrabal, Amis, Michon… Qué grandes bebedores los escritores.
Deja la ventana y vuelve al ordenador y busca en
google
la voz
Coxwold pub Dublín
. Es una forma como otra de creer que así sacia su gran sed. Busca y pronto ve que no hay ningún bar con ese nombre allí, y vuelve a tener ganas de entrar en uno de verdad. De nuevo, se reprime. Va a la cocina y bebe dos vasos de agua seguidos. Allí, junto a la nevera, apoyado de pronto en ella, recuerda que a veces imagina —sólo lo imagina— que, en lugar de vivir encerrado en su casa y ser un adicto a la computadora, es un hombre abierto al mundo y abierto a la ciudad que tiene a sus pies. Imagina entonces que no es un editor retirado y enclaustrado y un perfecto autista informático, sino un hombre de mundo, uno de esos tipos simpáticos que aparecían en las películas de Hollywood de los años cincuenta y a los que tanto se quiso parecer y se pareció su padre. Una especie de Clark Gable o de Gary Cooper. Esa clase de hombres muy sociables que antes llamaban «extrovertidos» y que eran amigos de porteros de hotel, camareras, empleadas de banco, vendedores de fruta, taxistas, camioneros, peluqueras. Uno de esos admirables tipos desinhibidos y muy abiertos que no paran de recordarnos que en el fondo la vida es maravillosa y hay que abordarla con entusiasmo puro, pues no hay mejor remedio contra la horrible angustia, esa enfermedad de corte tan europeo.
De los años cincuenta, de esa época ligada a los tiempos de su infancia, le ha quedado —heredada directamente de su padre, aunque muy deformada y oculta por su timidez y también por su izquierdismo y por su barniz de editor intelectual bastante riguroso— una poderosa fascinación por el american way of life. Es más, nunca se olvida de que si hay un lugar en el que podría encontrar un día la felicidad —de hecho, las dos veces que ha estado allí, la ha rozado—, ese lugar es Nueva York. A esa convicción no es nada ajena un sueño recurrente que durante tiempo le persiguió y que se repitió muchas veces en una época. En él, siempre todo estaba igual que cuando jugaba eternamente a solas al fútbol, de niño, en el patio familiar del entresuelo de Aribau, y se imaginaba que era al mismo tiempo el equipo visitante y el local. En el sueño recurrente, el patio era siempre idéntico al de la casa de sus padres, y la atmósfera de desolación general, propia de los años de la postguerra, también semejante a la de aquellos días. Todo estaba igual en el sueño, menos los grises bloques de pisos que rodeaban el patio y que aparecían siempre sustituidos por rascacielos de Nueva York. Aquel entorno neoyorquino, al crearle la sensación de estar en el centro del mundo, le transmitía una especial emoción —la misma que luego conocería cuando soñó estar en el centro del mundo a la salida de un pub de Dublín— y el cálido sentimiento de estar viviendo un instante de agudísima felicidad.
Aquél acababa siendo siempre un sueño raro sobre la felicidad en Nueva York, un sueño sobre un instante perfecto en el centro del mundo, un instante que a veces relacionaba con unos versos de Idea Vilariño:
Fue un momento
un momento
en el centro del mundo.
Estando así las cosas, nada extraño fue que empezara a sospechar que el sueño recurrente contenía el mensaje de que un emocionante y gran momento de felicidad y de extraordinario entusiasmo por las cosas de este mundo sólo podía estar esperándole en Nueva York.
Un día, habiendo ya rebasado la edad de cuarenta años, le invitaron a un congreso mundial de editores en esa ciudad que no había pisado nunca, y naturalmente lo primero que pensó fue que por fin iba a viajar al centro mismo de su sueño. Tras el largo y tedioso vuelo, llegó a Nueva York a la hora en que declina el día. Le maravilló, de entrada, la gran amplitud física de los espacios americanos. Un taxi enviado por la organización le dejó en el hotel y, ya en su cuarto, estuvo viendo con fascinación cómo se iban iluminando los rascacielos con la llegada de la noche. Se sentía vivamente inquieto, expectante. Habló por teléfono con Celia, en Barcelona. Después, se comunicó con las personas que le habían invitado a la ciudad, y quedó con ellas para el día siguiente. Luego, se ocupó de su sueño.