Ambiente del pub Finnegans
: Gran ajetreo de jarras y escandaloso ruido. Una rubia muy operada y un señor de opaca barba gris, con la mandíbula caída, temblándole al hablar. Una selección de fútbol extranjera, que marca un gol y provoca una expresión de júbilo casi interminable entre la clientela. Se descubre que la selección polaca tiene una multitud de seguidores irlandeses. Humo denso, aunque sobre el papel nadie fuma. Es como si ese humo surgiera de un arraigado pasado que no se ha movido ni un centímetro del pub.
Meshuggah
, que diría Joyce, o mal de la chimenea. Largo silencio en la mesa de los futuros caballeros de la orden.
—Acerca de los funerales por la era Gutenberg no se me ocurre nada —irrumpe Nietzky de pronto.
Javier y Ricardo creen que está retomando la broma que ha hecho antes Riba. Pero con unas largas explicaciones que les da van descubriendo poco a poco que sus palabras van totalmente en serio. Se trataría de celebrar mañana un réquiem por una de las cumbres de la época dorada de la imprenta,
Ulysses
, y por la época misma. Un réquiem, sobre todo, por el fin de una era. No les había dicho nada hasta ahora porque se le había olvidado.
—¿Olvidado? —pregunta incrédulo Javier.
Acción
: Riba dice que puede parecer una tontería el réquiem, pero no lo es en absoluto. Porque si se analiza con calma, se verá que tiene un sentido religioso, no deja de ser una oración por el fin de una época. Ellos, los miembros de la Orden del Finnegans pueden ser los poetas de esa plegaria fúnebre. Sería bueno oficiar ese funeral. A fin de cuentas, si no celebran ellos esa ceremonia, no tardarán en celebrarla otros.
Hora
: Treinta minutos después.
Acción
: Han hablado y discutido sin parar. Nietzky lleva cuatro whiskys seguidos. Javier, en el ínterin, se ha convertido en hincha de la selección nacional polaca y asegura, con su tono categórico característico, que es la mejor selección del mundo. Ricardo no le da descanso alguno a un exagerado rictus de indignación. ¿De qué se lamenta? Del réquiem, sobre todo.
—¿Pero qué mal hay en organizarle un sentido funeral a la era Gutenberg, un réquiem a modo de gran metáfora por el fin de la era de la imprenta y de paso por el ya casi olvidado cierre de mi editorial? —dice Riba con ironía tan amortiguada que ni se nota.
—¿No nos habrás hecho venir hasta Dublín para poder convertirte en una metáfora? —dice Ricardo.
—¿Y qué mal hay en que nuestro Riba quiera ser alegoría, testigo de su tiempo, notario de un cambio de épocas? —interviene Nietzky, que está ya como una cuba.
—Pero ¿hemos venido hasta aquí para que nuestro querido amigo se convierta en testigo de su tiempo? Es lo último que me esperaba oír —dice Ricardo.
—Bueno, y también para sentirme vivo —protesta Riba con inesperada y verdadera amargura— y para tener algún viaje que contarles a mis padres cuando vaya a verles los miércoles, y para sentir que me abro a los demás y dejo de ser un
hikikomori
. Que tengáis compasión de mí. Es todo lo que os pido.
Le miran como si hubieran oído hablar a un extraterrestre.
—¿Compasión? —pregunta Javier, casi al borde de la risa.
—Yo sólo quiero que el funeral sea una obra de arte —dice Riba.
—¿Una obra de arte? ¡Ah, eso es nuevo! —interviene Nietzky.
—Y también que comprendáis que jubilarse es jodido, que me sobra el tiempo y a veces pienso que no me queda nada por hacer, y por eso me gustaría que fuerais más compasivos conmigo y comprendierais que trato de organizar cosas para escapar del tedio.
Su voz suena tan quebrada que les deja paralizados a todos por un momento.
—¿No os dais cuenta? —prosigue Riba—. No me queda nada por hacer, salvo…
Baja la cabeza. Todos le miran, como pidiéndole un esfuerzo, como rogándole que, por favor, complete la frase y diga algo que les ayude a ahorrarse tener que seguir sintiendo tanto bochorno y apuro por él. Todos desean que termine pronto el trance.
Baja aún más la cabeza, parece que quiera hundirla en el suelo.
—Salvo…
—¿Salvo qué, Riba? ¿Salvo qué? Por Dios, explícate. ¿Qué te queda por hacer?
Le gustaría decirlo, pero no lo hará: salvo reencontrar al genio, a la
primera persona
que hubo en él y que se esfumó tan pronto.
Pero no lo dirá, no.
Por motivos de salud, lleva más de dos años acostándose temprano. Y, como él mismo dice, si alguna vez rompe ese horario y acude a alguna cena —la última fue la velada en casa de los Auster—, todo se complica mucho. Por todo eso, a las diez de la noche, habiéndose comido un escuálido sándwich, sus amigos le dejan en la puerta del Morgans Hotel. Se va a descansar sin haber visto Dublín. No pasa nada, pero cree que podría haberla ya visto, que sus amigos habrían podido tener el detalle de entrar en la ciudad en algún momento. Pero en fin, esperará a mañana. Ellos sí verán Dublín esta noche, porque han quedado con Walter para devolverle el coche, y luego darán una vuelta por bares y tal vez por discotecas. Le dicen a Riba que esperan verle fresco y sano mañana por la mañana, a la hora del desayuno. Si no puede dormir —le comentan en tono jocoso— la televisión irlandesa siempre es muy amena. Y no te pulas el minibar, le recomienda Ricardo con innecesaria crueldad.
Una pregunta de última hora. Riba quiere saber quién es Walter. Le parece que de alguna forma es un misterio no aclarado. Tienen coche y lo ha prestado Walter, pero no acaba de entender por qué tienen coche y quién es Walter.
Sus amigos se comportan a veces no como amigos sino sólo como escritores o antiguos autores y entonces son como todos los demás: unos cerdos. Nadie está dispuesto a darle una explicación sobre el tal Walter. Es como si a partir de una hora, sabiendo que él ya no está para la noche, sus amigos y ex autores dejaran de contarlo entre los vivos.
Entra cabizbajo en el hotel, algo molesto con ellos. Cuando pasa por delante del pub de John Cox Wilde, que a estas horas está en plena efervescencia, actúa como si ni hubiera visto el animado local. Está ante un peligro, porque seguramente el destino le tiene reservado emborracharse allí esa noche. Por tanto, ni lo mira. Pero acaba cediendo y echando un vistazo al pub, no puede contener su curiosidad. Entra y resiste, como puede, los embates del deseo insistente de tomar una copa, a pesar de que piensa que una sola no le haría daño y podría ayudarle a dormir bien esta noche. Pero resiste, porque sabe que no acabaría siendo una sola copa y su voluntad se doblegaría fácilmente. Por eso es mejor ni comenzar, ni probar una gota. Cero de alcohol.
Se comporta casi como un héroe de la resistencia antietílica. Cierra los puños y piensa en cómo dará la media vuelta y subirá a su habitación. Le divierte imaginar que si alguien le viera aquí dentro, creería que ha vuelto al alcohol. Finalmente, sale del bar.
Camino del ascensor, se cruza con un joven de traje negro que parece reconocerle. Por un momento, el tipo vacila y está a punto de pararse a hablar con él. También Riba titubea. Pero no le conoce de nada, sería grotesco que ahora se parara a hablar con ese extraño. Finalmente, el joven tose y mira hacia otro lado y acelera el paso.
En el ascensor, le deprime tanto la música ambiental que por un momento tiene la impresión de que la propia música, por muy moderna que sea, sólo le trae recuerdos de ruinas: intenta recordar detalles de seres amados, de lugares, casas, rostros, y aparecen sólo ruinas y más ruinas. Su vida está en declive, tiene que reconocerlo. Pero el mundo también, y eso le ofrece no poco consuelo. Debe intentar una conexión, como sea, con el entusiasmo. Y en cualquier caso no cesar en su exploración de lo
extranjero
. Dublín es una primera gran escala en su lucha contra lo familiar, contra la endogamia de cuatro conceptos y paisajes que se repiten demasiado y que ya le vienen estrechos. El país natal, el país mortal. Siente que está por fin logrando huir verdaderamente de él. Tendría, además, que decidirse ya de una vez por todas a iniciar esa larga carrera hacia el entusiasmo, aunque sólo fuera por honrar a su abuelo Jacobo, tan partidario de la euforia…
Un roce espectral en el hombro. Cierto frío en el cogote. Pero no hay nadie en el ascensor. Se mira en el espejo y se encoge de hombros, como si buscara ahora divertirse solo. ¿Y ese aire glacial? Se abren las puertas automáticas, sale al largo corredor, avanza lentamente por el solitario pasillo. En el tiempo que dura la más breve ráfaga de luz que pueda darse en este mundo, se cruza con su tío David, hermano de su madre y muerto hace más de veinte años. No piensa alarmarse, pero es la primera vez que ve al espectro de un familiar fuera de su ámbito habitual. En cualquier caso, la aparición ha sido tan extremadamente fugaz que si ha visto realmente lo que ha visto puede que tenga que comenzar a admitir ya que instantáneas de este estilo son una especie de ojos o nódulos de conexión entre el pasado y el presente. ¿O no ha oído hablar de focos interconectados de espacio-tiempo cuya topología quizá nunca entendamos, pero entre los cuales pueden viajar los denominados vivos y los denominados muertos y de ese modo encontrarse?
Hora
: La una y media de la madrugada.
Día
:
Bloomsday
.
Estilo
: Sonámbulo.
Lugar
: Dublín, Morgans Hotel. Habitación 527.
Acción
: Riba, despertando bruscamente, en pleno sueño, cuando alguien, con su tarjeta digital, intenta entrar en el cuarto. Medio dormido aún, se acuerda de la maleta roja abandonada en la habitación esta mañana. Se levanta con el temor a que la tarjeta digital del intruso acabe funcionando. Al no poder entrar, la persona que está al otro lado da tres golpes nerviosos en la puerta. Se oyen unas palabras confusas. La voz de un hombre joven. Da un cierto miedo. El viejo pánico a que entren en mitad de la noche en tu casa o en tu cuarto de hotel.
—¿Quién es? —pregunta Riba, entre dormido y temeroso.
—New York —dice la voz del hombre joven.
¿Puede ser que realmente haya dicho New York? No le ha oído del todo bien, pero eso le ha parecido escuchar. New York. El desconcierto y también cierta conciencia cómica le hacen regresar a la cama, como si retroceder al interior del cuarto pudiera protegerlo de algo. Trata de pensar que todo lo ha soñado. Pero está despierto y, aunque todavía bastante dormido y torpe por el orfidal y medio que tomó hace un rato, es consciente de que no puede ser todo más real. Le sucede aquello que tanto temía que le pasara algún día. Alguien está intentando entrar en su cuarto en mitad de la noche.
Dos nuevos golpes en la puerta.
—La maleta la tienen en recepción —dice a quien pueda estar ahí. Y para decir esto casi grita del miedo, como si temiera que quien está intentando entrar en el cuarto sólo buscara matarle.
Sigue un largo silencio. Riba permanece inmóvil, casi sin respirar.
Unos pasos en el corredor, y después en la escalera. El joven se aleja.
Amanece muy pronto en Dublín, algo que no tenía nada previsto. A las cinco y siete, ya se perciben las primerísimas luces del día en la habitación, y entreabre los ojos. En la televisión, que se ha quedado encendida, ve la imagen muda de un sendero ecuestre bordeado de matorrales deshojados. No hay nadie en el camino, hasta que de pronto aparece un séquito funerario, conducido por un caballero muy circunspecto. Riba comprende que está ante una película de Drácula. Nuevo susto para este día, piensa todavía adormilado. Recuerda de golpe los sucesos desazonantes de la madrugada. Después de la aparición del intruso, se hundió sin demasiados problemas en el sueño y, por suerte, el hombre no reapareció. Seguramente era el dueño de la maleta roja. Y es más que probable que no dijera que se llamaba New York, sino que dijera otra cosa parecida y él no llegara a entenderle bien. Nadie se llama New York.
Quizá tendría que haberle abierto la puerta y haber salido de dudas. Mira de nuevo qué hora es. Son poco más de las cinco y diez de la mañana, un momento pésimo para iniciar según qué actividades. De entrada, es demasiado pronto para bajar a desayunar. ¿Habrán vuelto ya sus amigos de la juerga nocturna? Sería horrible salir al corredor y encontrárselos por ahí borrachos, incapaces casi de reconocerle. O, al contrario, encontrárselos excesivamente contentos de verle y, encima, tropezar con el enigmático Walter y que éste le abrace con entusiasmo. Es pronto para según qué cosas. Deberá incluso esperar para llamar a sus padres a Barcelona y felicitarles por el aniversario de su boda. Porque hoy —acaba de acordarse— es el 61 aniversario de esa boda.
Aun así, trata de animarse y recuerda una frase de R. W. Emerson: «Acordaos de esto: cada día es el mejor del año.» El de hoy tiene que serlo, piensa. Después de todo, ha estado esperándolo durante semanas. Luego, se acuerda de su abuelo Jacobo: «¡Nada importante se hizo sin entusiasmo!» Qué gran frase, piensa una vez más. Es evidente que trata de animarse como sea. No quiere que le falte euforia en este
Bloomsday
. Pero habrá que esperar. Ya está acostumbrado a ello. Le gustaría sentir aquel entusiasmo que trataba siempre de comunicarle su abuelo, pero a esta hora de la mañana —aunque sea la del día mejor del año— todo resulta un poco difícil. Le parece que incluso pensar resulta algo complicado. Está tan dormido que sólo logra pensar en que no consigue pensar mucho todavía. Inesperadamente, se acuerda de un día en que, al salir del cine, le preguntó a una joven acomodadora —que le recordó vagamente a Catherine Deneuve— de qué trataba la película. Y mientras la acomodadora le contestaba diciéndole que se trataba de la historia de un amor incombustible, él sintió que fugazmente se enamoraba de ella. Siempre le han gustado las mujeres que se parecían a Catherine Deneuve, y hasta diría que su vida ha quedado marcada por esta circunstancia.
Está claro que su mente ya está empezando a desperezarse. La prueba es que ahora le domina un cierto entusiasmo. Pero se da cuenta de que la euforia debe aprender a convivir con el incómodo recuerdo del incidente de la madrugada, que casi ve ahora como un sueño, o como el inicio de un buen relato, aunque no va a contarlo después a sus amigos como si fuera un cuento o él fuera un escritor. Es posible que el desconocido fuera alguien que creía que la habitación 527 seguía siendo suya. Tal vez era un joven que vivía en este cuarto con su amante y esta mañana salió de la habitación muy pronto y la mujer, cansada de él y no sabiendo, además, cuándo volvería, decidió romper relaciones, pagó la habitación y le dejó la maleta ahí, para que, cuando regresara, entendiera el muy imbécil que había sido abandonado a su desdichada suerte.