Hora
: Cerca de las dos de la tarde.
Día
: Domingo 15 de junio.
Lugar
: El puerto de Howth, en el extremo norte de la bahía de Dublín. A un kilómetro de aquí se encuentra el Ireland’s Eye, un santuario rocoso de aves marinas sobre las ruinas de un monasterio.
Personajes
: Los cuatro viajeros del Chrysler.
Acción
: Aparcan en las afueras del pueblo, al pie de los acantilados por los que Nietzky, conocedor del lugar, ha sugerido caminar un rato. Marchan por un sendero entre las rocas y, una vez superado cierto vértigo —luces azules y grises en el puerto de pescadores, y en lo alto, en el cielo, nubes muy voladeras sobre el mar de Irlanda—, Riba puede ver por fin Dublín. No había visto aún la ciudad, a pesar de que ya lleva unas horas en la isla.
Aunque sea a tanta distancia, por fin ve algo de Dublín, lo ve desde lo alto de estos acantilados que se adentran en el mar. Grupos de aves reposan sobre las aguas. La tristeza fascinante del lugar parece acentuarse con la visión de esas escuadras de pájaros sonámbulos, en pleno día, y es como si el vacío se anudara con la honda tristeza, y ésta de vez en cuando cobrara voz con el chillido de alguna gaviota. Un paisaje espléndido, potenciado por su estado anímico de entusiasmo al sentirse en tierra extraña.
Evoca Riba, tímidamente emocionado, un poema de Wallace Stevens,
Los acantilados irlandeses de Moher
:
Van a los acantilados de Moher, que surgen de la bruma,
sobre lo real,
que surgen del lugar y el tiempo presentes, sobre
la verde hierba húmeda.
Esto no es un paisaje, lleno de sonambulaciones de poesía
y mar.
Esto es mi padre o, quizá,
es como él era,
semejante, alguno de la raza de los padres: tierra
y mar y aire.
Ahí está Dublín, algo difuminada en el centro de su bahía. Pasa una muchacha con una radio portátil en la que suena
This Boy
, de The Beatles. Y con la canción le llega una repentina nostalgia del tiempo en el que también él estuvo cerca de la «raza de los padres». Ya no es joven y no sabe si podrá soportar tanta belleza. Vuelve a mirar el mar. Da unos pasos sobre las rocas y siente inmediatamente que debe quedarse quieto, porque si sigue caminando es probable que acabe dando tumbos, cegado por las lágrimas. Es una emoción secreta. Difícil de comunicar. Porque, ¿cómo decir la verdad y contarles a sus amigos que se ha enamorado del mar de Irlanda?
Ahora éste es mi país, piensa.
Está tan absorto en todo esto que tiene que ser espabilado por Ricardo, que le lanza el humo de su Pall Mall en la cara.
—¿En qué andamos? —le dice su amigo.
Mira a Ricardo. Camisa floreada y motivos polinesios. Lo encuentra ridículo. Lo imagina vestido de esa guisa en casa de los Auster.
Antes, cuando bebía, Riba no distinguía entre emociones fuertes y débiles, tampoco entre amigos y enemigos. Pero la lucidez de los últimos tiempos le ha ido devolviendo lentamente la capacidad de aburrirse, aunque también la de emocionarse. Y el mar de Irlanda —sobre el que imagina ahora que se cierne una gran masa de cúmulos grises de borde plateado— le parece la más soberbia encarnación de la belleza, la máxima expresión de aquello que desapareció de su vida durante tanto tiempo y que ahora, nunca es tarde, encuentra abruptamente, como si estuviera en mitad de una gran tormenta y con la emoción del que se siente en pleno descenso en la vida, pero frente a la belleza inconfundible, gris de borde plateado, de un mar que ya no habrá de olvidar nunca mientras tenga memoria.
Se acuerda de unas palabras de Leopardi que le han acompañado desde hace años. Decía el poeta que la vista del cielo es quizá menos agradable que la de la tierra y de los campos, porque es menos variada, y también menos semejante a nosotros, no nos es tan propia, pertenece menos a lo nuestro… Y, sin embargo, si la vista de ese mar de Irlanda ha conmovido a Riba es precisamente porque no la siente como propia, no pertenece para nada a su mundo, incluso es extraña a él; es tan diferente a su universo que le ha removido las entrañas dejándolo vivamente emocionado, preso del mar ajeno.
Temas
: Todos banales. El hambre desmesurada, por ejemplo, que se ha apoderado del grupo y que ha hecho que empiecen a buscar desesperadamente algún lugar para almorzar.
Riba piensa en el tema de su propia hambre —un hambre aparte, separada de la del resto del grupo— y se acuerda de cuando en la editorial leía manuscritos de novelas y observaba que en muchas de ellas, casi como si fuera una norma fija, ciertos temas intrascendentes se presentaban en la superficie de la historia creyendo que tenían derecho también a cierto rango. Y también se acuerda de que, cuanto más avanzaba en la lectura en profundidad de esas historias, más perceptible se le hacía que el centro de las mismas se iba desplazando de un tema importante a otro, impidiendo que hubiera un centro estable por mucho tiempo. Y no sólo eso, sino que en la superficie de las narraciones sólo iban quedando las sombras de algunas apariencias, es decir, los restos de los temas precisamente menos trascendentes: la necesidad histérica de encontrar un restaurante, por ejemplo, como ocurre precisamente ahora en estos momentos, cuando siente que tiene un hambre de ataque ya casi de nervios, y más aún con lo agotado que está después de haber caminado tanto.
En un momento en que el centro de la vida de Riba ha pasado a ser el mar de Irlanda, se da la circunstancia —creo yo, modestamente— de que para la narración, suponiendo que alguien quisiera contar lo que está pasando precisamente ahora —ahora, que en realidad, en estos precisos instantes, no pasa nada—, el tema se confundiría con la acción, y la acción y el tema pasarían a ser una sola cosa, que se podría, además, resumir bien fácilmente y que no daría para grandes reflexiones, salvo que uno quisiera extenderse acerca de la proverbial hambre humana desde el principio de los tiempos.
Acción y tema
: La necesidad de encontrar, cuanto antes, un restaurante.
Mientras buscan una casa de comidas frente al mar, Riba se pregunta si sus amigos no se habrán conjurado para que no pise nunca las calles de Dublín. Porque, por lo que sea, desde que él llegó no hacen más que dar vueltas alrededor de la ciudad, sin entrar en ella. Aunque no puede quejarse, porque han sido en definitiva esas vueltas las que han propiciado su encuentro con la inolvidable belleza helada y triste de esta costa. Pero eso no quita que le siga pareciendo extraño que aún no haya puesto los pies en Dublín.
—Luego ya iremos a la ciudad —le dice Nietzky como si leyera su pensamiento.
Nietzky ha empezado a darle un cierto miedo. Es curioso cómo las percepciones sobre los demás cambian tan fácilmente de un día para otro. Ahora le parece que Nietzky tiene un punto siniestro. Habla y actúa diferente de lo que cabría esperar de alguien que imaginó que podía estar cerca de su
angelo custode
. Es grosero a veces, y hasta resulta curioso observar cómo antes no le parecía que lo fuera. Pero quizá Nietzky no merezca ser tan mal mirado. Tal vez a Riba la decepción le viene de comprobar lo que, por evidente, podría haber visto mucho antes: Nietzky no tiene nada de ángel custodio, es simplemente un joven egoísta, con ciertos tintes demoníacos. Si no lo hubiera idealizado, habría ido todo mejor. No sólo el joven Nietzky no puede ser un pariente cercano de su duende, sino que tampoco puede ser en modo alguno el padre complementario que había imaginado que podía encontrar en él. Porque Nietzky no tiene absolutamente nada de paternal. Pensar que podría tener un padre doble fue, por parte de Riba, un gran error. Al menos, el viaje habrá servido para darse cuenta de eso, para comprender que su amigo de Nueva York no es un padre protector ni un ángel de ninguna clase y en cambio es ligeramente vanidoso. Lo es, por ejemplo, cuando habla de lo que harán mañana, y es ya un vanidoso insoportable cuando informa cansinamente de sus conocimientos sobre Bloom y Joyce y trata a los demás como si fueran unos pobres ignorantes en el tema general del
Bloomsday
. Y es un vanidoso patético cuando canta, con un inglés perfecto,
The Lass of Aughrim
, la canción popular irlandesa que se escucha al final de
Los muertos
de John Huston. La canta muy bien, pero sin alma, y destroza una melodía que en la película emocionaba.
—¿Quién decide cuándo iremos a Dublín? —se rebela Riba.
—Pues quien tome el mando, y por ahora, que yo sepa, no lo tienes tú —dice Nietzky, que maltrata de repente a Riba, como si hubiera leído perfectamente los últimos y malévolos pensamientos de éste acerca de él.
En el restaurante Globe de Howth donde almuerzan, encuentran a un insoportable camarero español, de Zamora, que luce una chaqueta azul impecable y habla un inglés tan perfecto que en un primer momento nadie descubre que no es de Howth y ni tan siquiera que no es irlandés. Cuando lo averiguan, Riba decide vengarse a su manera.
—¿Qué tenía Zamora para que te fueras tan velozmente de allí? —le pregunta, inaugurando así una variante de la curiosa pregunta sobre Toro y Benavente que le hicieran el otro día en un oficina bancaria de Barcelona.
El camarero niega que haya salido por piernas de Zamora. Habla en un lenguaje coloquial admirable, porque suena todo el rato contundentemente verdadero. Se nota que todo su ser está fundido con la vida, con la auténtica vida, aunque el único problema que tiene —que es el mismo que precisamente le impide que pueda tenerle la menor envidia— es que ese lenguaje tan desinhibido no le ayuda a dejar de ser camarero, sino todo lo contrario. Tal vez es camarero porque ha dominado desde niño ese lenguaje tan genuino y tan español, un lenguaje que se ha hecho en él tan pero tan verdadero que hace imposible ya cualquier clase de cambio. En otras palabras, vive prisionero de su casticismo, completamente poseído por su lenguaje de camarero español, por su terrible habla tradicional y desacomplejada, que parece que tenga que ser la única normal, la única eternamente auténtica de aquí a cien mil leguas a la redonda.
Le preguntan al camarero por las elecciones europeas del jueves pasado y éste quiere hacerse pasar por el hombre más informado del mundo y acaba volviéndose literalmente insoportable. Porque su crédito, a medida que habla, va perdiendo enteros. De hecho, lo ha perdido desde el momento mismo en que comenzó a hablar. Parece el protagonista de una historia en la que un hombre de elegante y cuidada chaqueta azul conservara esa prenda hasta el final de la historia, pero los bolsillos se le fueran quedando cada vez más desfondados.
Habla y habla de las elecciones del jueves, pero apenas le escuchan. Hoy domingo, aquí en Dublín, está aún caliente el cadáver del malogrado Sí al Tratado de Lisboa —los irlandeses rechazaron el jueves pasado ese tratado— y pueden aún verse los carteles y otros restos de la intensa y confusa batalla electoral de la semana que hoy se cierra.
—Irlanda es así —dice Nietzky con un cierto desprecio.
¿Cómo? Riba siente que debería matarlo. Y es que ya piensa como el más fanático de todos los enamorados del mar de Irlanda.
—¿Y a qué habéis venido aquí? —pregunta el racial camarero español.
—A un funeral —dice Riba.
Y todos, menos Nietzky, creen que es una ocurrencia y le ríen la broma. El camarero se retira confuso, lleva un horrendo lápiz en la oreja.
El lápiz de la literatura latina, piensa Riba.
Hora
: Las cinco de la tarde, inmediatamente después de salir del restaurante Globe, de Howth.
Acción
: Regresan al Chrysler y dan un largo rodeo, marchan por la carretera de circunvalación y se dirigen al otro extremo de la bahía y, tras eludir de nuevo la entrada en Dublín, van hasta el pub Finnegans, en el centro de Dalkey, población tranquila, de calles estrechas, donde transcurre, principalmente en Vico Road, el segundo capítulo de
Ulysses
y donde, como sabemos por el gran Flann O’Brien, se suceden encuentros que parecen accidentales, y donde las tiendas simulan estar cerradas, pero están abiertas.
Ricardo, con su aparatosa gabardina en la mano —se confirma que no necesitaba llevarla—, opina que el pueblo es muy elegante. Javier dice haber estado muchas veces en él y que es el sitio más encantador del mundo. El joven Nietzky no cree en lo que dice Javier y no comparte la opinión de Ricardo.
—Créeme —le dice Javier—, en un bar de este pueblo, ya después de muerto, trabajó Joyce de camarero. A los clientes que le reconocían les confesaba que
Ulysses
era un coñazo y una broma de mal gusto.
Ricardo busca inútilmente alguna tienda abierta de entre las que simulan estar cerradas, un pequeño comercio donde poder comprar —se le están acabando— pilas para su máquina de fotos.
Realizan una primera inspección ocular del pub de nombre joyceano que está pensado —así lo acordaron hace ya días por correo electrónico— sea mañana el escenario del acto fundacional de la Orden del Finnegans. Lo eligió Nietzky, que afirma venir a este pub cada año.
¿Se sorprendería o sufriría un colapso si le digo que la Teoría de las Moléculas se ha puesto en marcha en el distrito de Dalkey? (Flann O’Brien,
Crónica de Dalkey
).
Cámbiese Teoría de las Moléculas por Orden del Finnegans y todo encajará mucho mejor. El pub está abarrotado, seguramente porque dan en la televisión un partido de la Eurocopa, pero también porque en Irlanda suelen estar siempre llenos los pubs. Javier y Ricardo piden cervezas, Nietzky un whisky con hielo.
Un tierno y ridículo té con leche es la petición avergonzada del abstemio Riba. Como las crueles bromas acerca de su triste bebida duran un buen rato, trata de ahuyentarlas preguntándoles si saben que un personaje en
La muerte y la brújula
de Borges se llama Black Finnegan y regenta un pub llamado Liverpool House.
—Estamos entonces también en un pub borgiano —dice Javier.
—Y la Orden también podría serlo un poco, no todo va a ser Joyce —sugiere Ricardo.
—Bastaría con incorporar el fragmento borgiano a modo de leyenda en el escudo de la Orden. Con eso creo que sería suficiente —dice Riba.
—¿Tenemos escudo? —pregunta Nietzky.
Riba propone la leyenda que podría ir insertada en el escudo: «Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia…»