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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Dublinesca (31 page)

BOOK: Dublinesca
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—¿No creerás que te ven como un ratón? —dijo la doctora.

—¿Un ratón?

La doctora se dio cuenta de lo susceptible que estaba, pero aun así le puso delante una hoja informativa y un contrato o
Consentimiento avisado para la investigación farmacogenética asociada (ADN&ARN)
para que lo estudiara en casa o en su viaje a Dublín, por si se decidía a la vuelta a ofrecerse voluntario para ayudar a los avances de la ciencia.

Ahora en la medianoche, en esta casa de Dublín, vuelve a mirar los papeles que su amiga doctora le dio en Barcelona. Los relee con tanta atención y angustia que la
Hoja informativa
acaba produciéndole un pánico metafísico y brutal, tal vez porque le conecta con esa realidad de la que a veces parece olvidarse, pero que está al fondo de todo: sus riñones padecen una enfermedad crónica y, aunque de momento la situación clínica es estable, pueden ir apareciendo los problemas cardiovasculares con el paso de los días. En definitiva: que la muerte se perfila en el horizonte, en ese horizonte que empieza y acaba en su mecedora.

Pero tal vez, se dice ahora Riba, el mayor problema de todos no sea tanto estar a las puertas de la muerte, o estar muerto sin saberlo —tal como intuyó su madre en Londres viendo que la lluvia no se separaba de ellos—, sino la turbadora sensación de no haber todavía realmente nacido.

«Nacer, ésta es ahora mi idea», confesaba Malone, un personaje de Beckett. Y más adelante: «Nazco en la muerte, si me atrevo a contarlo.»

La idea, ahora que lo recuerda, también estaba en Artaud: esa sensación de un cuerpo
poseído
que lucha trabajosamente por rescatar el
cuerpo propio
.

Pero, ¿y si ya fue ayer precisamente cuando, a la salida del McPherson, nació en la muerte? En el sueño premonitorio de Dublín que tuvo en el hospital cuando estaba grave, la sensación de nacer en la muerte fue nítida y se encontraba en pleno centro de la escena en la que Celia y él —que a su vez parecían estar en el centro del mundo— se abrazaban bajo la lluvia, a la salida de un misterioso pub.

Y ayer, en la vida real, volvió a sentir algo parecido. Dentro de la desgracia, había una emoción enigmática en la escena del abrazo. Una emoción que surgía de nacer en la muerte o de sentirse vivo por primera vez en la vida. Porque fue aquél, a pesar de la tragedia brutal, un gran momento. Un momento, por fin, en el centro del mundo. Como si a las ciudades de Dublín y Nueva York las uniera una misma corriente, y ésta no fuera otra que la corriente misma de la vida, circulando por un corredor imaginario, cuyas distintas estaciones o paradas habrían sido decoradas siempre con la misma réplica de una estatua que sería el homenaje a un gesto, a un tipo de salto secreto, a un movimiento casi clandestino pero existente, perfectamente real y cierto: el salto inglés.

Teme que sus movimientos y ruidos en la cocina despierten a Celia, pero oye cómo arrastran unas sillas en el piso de arriba —donde siempre acaban de cenar muy tarde— y comprende que antes la despertarán los vecinos que él. Decide no tomar el café y luego inicia una protesta muda y autista contra los ruidosos vecinos de arriba y orina en el fregadero con una sensación maravillosa de eternidad.

Alguien llama al interfono.

Debido a la hora, le sorprende el sonido tan seco pero estridente del timbre. Se dirige al recibidor y allí descuelga, temeroso, el auricular del interfono y pregunta quién es. Larga pausa. Y, de pronto, alguien que dice:

—Malachy Moore
est mort
.

Queda petrificado. Moore y
mort
suenan parecido, aunque pertenezcan a dos lenguas distintas. Piensa en una trivialidad como ésta así para no dejarse apresar plenamente por el miedo.

Ahora recuerda. Es terrible y pesa en su alma. Estuvo mucho rato ayer en el McPherson hablando de Malachy Moore.

—¿Quién está ahí? —pregunta por el interfono.

Nadie contesta.

Se asoma a la terraza y, al igual que ayer, no hay nadie abajo en la calle. Precisamente el gran embrollo de anoche empezó también de esta forma. Alguien llamó a esta misma hora al interfono. Se asomó y no había nadie. La historia se repite.

Quien acaba de decir que Malachy Moore ha muerto puede que sea la misma persona que ayer, en español y con acento catalán, llamó y explicó que estaban haciendo una encuesta nocturna y deseaba hacerle sólo una pregunta y, sin darle tiempo para reaccionar, le dijo:

—Sólo queríamos saber si usted sabe por qué Marcel Duchamp volvió del mar.

Pero no, no parece la misma persona de ayer. Tal vez es sólo una coincidencia que las dos llamadas se hayan producido con veinticuatro horas de diferencia. La persona de hoy ha hablado en francés, sin el menor acento catalán, y podría tratarse tanto de Verdier como de Fournier, uno de sus dos flamantes amigos de ayer en el bar. En cuanto a la llamada de interfono de ayer tuvo que ser perpetrada por un experto en
La excepción de mis padres
, el libro autobiográfico de su amigo Ricardo. Porque esa pregunta sobre Duchamp se encuentra camuflada en las páginas de ese libro.

Quien llamó ayer no puede ser el mismo que ha llamado hoy, hace un momento. El hombre del interfono de anoche era un lector de
La excepción de mis padres
y sólo podía ser ese amigo catalán de Walter que habían conocido dos días antes y al que le habían dado la dirección de la casa. El de ayer no podía ser nadie más, salvo que fuera —algo ciertamente improbable— el propio Walter con acento catalán. Lo raro fue que anoche, aunque sólo hubiera sido para reírse de su guiño, quien llamó no pasó luego a hacerse visible. A estas horas, sigue Riba sin saber por qué ese amigo de Walter, que se molestó en perpetrar la broma de medianoche, se borró a continuación de la escena. Y menos aún comprende por qué hoy quien ha llamado se ha esfumado también a continuación. En esto sí que se parecen los dos.

Vuelve al interfono y vuelve a exigir a quien esté abajo que se identifique.

Silencio. Al igual que en la medianoche de ayer, sólo hay quietud, quietud incluso bajo la infernal luz de plomo del recibidor que acoge dos tristes sillas y una bombilla que cuelga del techo, así como esa maleta y la bolsa de viaje con las que Celia amenaza marcharse mañana.

En la medianoche de ayer, al no ver a nadie, pensó que el amigo de Walter se había refugiado en el McPherson. De ese malentendido nació precisamente todo. El McPherson es un pub que regenta un marsellés y parte de su clientela es francesa. Celia y él habían estado un par de veces en la terraza de ese local. Siempre de día. Ayer acabó en él, creyendo que encontraría allí al amigo de Walter y le podría preguntar por qué le había gastado aquella broma a medianoche.

Aunque no quiere recordar —teme que le haga daño— con demasiada precisión, va recobrando la memoria de lo que pasó y recuerda de pronto cómo, justo a esta misma hora, después de la pregunta sobre Duchamp y tras ver que no había nadie abajo en la calle, le entró una gran zozobra y optó por ir a controlar cómo seguía Celia y así de algún modo sentirse apoyado por su compañía. La había dejado durmiendo y no sabía si la habría despertado el interfono, o bien seguía envuelta en su beatífica expresión de los últimos tiempos. La necesitaba para superar el desconcierto provocado por la llamada sobre el mar y sobre Marcel Duchamp. Así que fue al dormitorio y se llevó allí una cierta sorpresa. Se acuerda ahora muy bien, fue un momento angustioso. Le sorprendió la expresión de gran dureza de la cara dormida de Celia, tan rígida y paralizada y más propia de un alma fuera de la vida que de otra cosa. Se quedó literalmente aterrado. Ella dormía, o estaba muerta, o era una muerta aparente, o quizá estaba petrificada. Aunque todo indicaba que necesitaba a gritos volver a nacer, prefirió pensar que Celia estaba cerca de un espíritu divino, de algún dios suyo. Después de todo, pensó, la religión no sirve para nada, pero el sueño en cambio es muy religioso, siempre será más religioso que todas las religiones, quizá porque cuando se duerme se está más cerca de Dios…

Se quedó un rato allí en el dormitorio, oyendo todavía el eco de la pregunta sobre Marcel Duchamp y preguntándose si no había llegado la hora de superar el miedo y decidirse a enfilar —era una vieja metáfora suya, de uso estrictamente privado— la avenida metafísica de todos los muertos. En esa avenida general, pensó Riba, siempre me ha parecido que un solo difunto no es nada ni nadie y todo se relativiza y entonces es más fácil percibir que hay más de una cruz corva y más de una losa con espinas yermas a lo largo de este mundo tan ancho y tan grande, donde la lluvia cae siempre lenta sobre el universo de los muertos…

¡Ay! Se dio cuenta de que, aparte de cierta voluntad de ser absurdamente poético, no controlaba muy bien lo que pasaba por su mente, y se detuvo. El mundo ancho y grande, el universo de los muertos... Como si fuera una secuela lógica de lo intrincado que era todo lo que acababa de pensar y también como una consecuencia más que probable de su funeral en Dublín del mes pasado y de su fin del mundo en Londres y de las palabras enigmáticas en el interfono, Riba acabó evocando la escena de
Los muertos
de John Huston en la que el marido contemplaba en la escalera de la casa dublinesa a su mujer, rígida de golpe, pero inesperadamente hermosa y rejuvenecida —hermosa y joven a causa de la historia que acababa de recordar—, paralizada por la voz que cantaba en lo alto de la escalera aquella triste balada irlandesa,
The Lass of Aughrim
, que le traía siempre la memoria —que la embellecía de súbito— de un pretendiente que murió de frío y lluvia y de amor por ella.

Y no pudo evitarlo. Una vez más, ayer, esa secuencia de
Los muertos
la relacionó Riba con aquel joven de Cork que, dos años antes de que él la conociera, se enamoró de Celia y luego, por una serie de perversos malentendidos, acabó dejando España y regresando a su país, donde no tardó en matarse en el muelle más extremo del puerto de su ciudad natal.

Cork. Cuatro letras para un nombre fatal. Siempre relacionó esa ciudad con un jarrón de su casa de Barcelona. El jarrón siempre le ha parecido un estorbo sin que se haya decidido a eliminarlo a causa de la fuerte oposición de Celia. A veces, cuando estaba deprimido, le resultaba muy fácil deprimirse todavía más si miraba las fotos antiguas, y la cubertería. Los cuadros heredados de la abuela de Celia. Y ese jarrón. Por Dios, ese jarrón.

Jamás había podido Riba soportar bien esa historia siniestra del joven suicida. Si algún día tenía la ocurrencia de recordarle a Celia al pobre muchacho de Cork, ella reaccionaba siempre sonriendo feliz de golpe, como si aquel recuerdo la pusiera en el fondo contenta y la hiciera rejuvenecer.

Ayer, viéndola allí dormir tan rígida pero tan hermosa y con la duda de si estaba viva o petrificada, no pudo rechazar una perversa tentación del pensamiento y una pulsión de venganza y la imaginó en aquellos días de juventud más cerca de la prostituta del muelle del fin del mundo que de la serena budista de ahora. La imaginó así y luego le dijo mentalmente a su mujer dormida, le dijo con esa extraña suavidad de las palabras que se imaginan pero no se pronuncian:

Celia, amor mío, no puedes ni sospechar la lentitud con la que cae la nieve sobre el universo y sobre todos los vivos y sobre los muertos y sobre el imbécil del joven de Cork.

Eso le dijo mentalmente, aunque ella siguió inmersa en sus sueños indescifrables, iluminada tenuemente por la luz que llegaba del pasillo: el pelo revuelto, la boca entreabierta, la respiración profunda. La lluvia caía con delirante fuerza sobre los cristales. En el baño, un grifo de la bañera no estaba bien cerrado y goteaba, y Riba fue a cerrarlo. La iluminación descendió ligeramente y luego comenzó a temblar la luz, como si llegara el fin del mundo. Aunque la puerta de la casa estaba cerrada, parecía que sólo quedara esperar a que Duchamp volviera del mar, volviera de deshacerse del jarrón.

Será mejor que se haga a la idea de que Malachy Moore ha muerto. Prefiere pensar que las cosas son así a tener que especular con la idea de que los franceses de ayer, Verdier y Fournier, hayan podido gastarle una broma para hacerle regresar esta noche al pub. No sabe muy bien por qué, pero le parece que esa voz que dijo que Malachy Moore había muerto hablaba muy en serio.

Pero nada más darlo por muerto, nota que algo, en un impreciso y vago tono de protesta, ha comenzado suavemente a deshincharse en el ambiente. Es como si estuviera vaciándose el espacio por el que normalmente anda su sombra, y como si esa ausencia hubiera empezado a calentarle el cogote, antes frío, y la espalda. En algún lugar de esta habitación, algo se está desfondando a gran ritmo. A tan gran ritmo que ahora parece que se haya ido ya del todo. Alguien se ha marchado. Quizá por eso ahora, por primera vez en mucho tiempo, le parece que ha dejado de haber alguien ahí al acecho. Ni una sombra, ni rastro del espectro de su autor, ni del principiante que le utiliza como cobaya, ni de Dios, ni del duende de Nueva York, ni del genio que siempre buscó. Siente pánico en medio de esa repentina quietud tan extraordinariamente plana. Y se acuerda del instante llano que siguió al momento en el que Nietzsche anunció que Dios había muerto y entonces todo el mundo pasó a vivir a ras de suelo, miserablemente.

Juraría que ha entrado en una ambigua región de difuntos, una comarca que le deslumbra de tal forma que no puede mirarla fijamente, ya que le ocurre como con el sol, al que no puede mirar por mucho tiempo. Aunque en el fondo, como el sol, la región no es más que una fuerza benigna, una fuente de vida. Se puede nacer en ella, porque se puede nacer en la muerte. Lo intentará. Después de todo, ayer ya le fue posible ese renacimiento. Tratará de poner en pie y mejorar su mustia vida de editor retirado. Pero algo se ha desfondado por completo en el cuarto. Alguien se ha ido. O se ha borrado. Alguien, quizá imprescindible, ya no está. Alguien se ríe a solas en otra parte. Y la lluvia se estrella cada vez con más delirante fuerza sobre los cristales y también sobre el aire vacío y sobre el hondo aire azul y sobre lo que está en ninguna parte y es interminable.

Como tiene tendencia a interpretar los hechos de su mundo de cada día con las deformaciones propias del lector que ha sido durante tanto tiempo, se acuerda ahora de los días de su juventud en los que era habitual discutir en torno al tema de
la muerte del autor
y él se leía todo lo que hacía referencia a esa espinosa cuestión, que día a día cada vez más le preocupaba. Porque si algo deseaba ser en la vida era editor y estaba dando ya los primeros pasos para serlo. Y le parecía muy mala suerte que, justo cuando él se preparaba para encontrar escritores y publicarlos, esa figura del autor fuera cuestionada tan fuertemente que hasta se llegara a decir que iba —si no lo había hecho ya— a desaparecer. Podrían haber esperado un poco más, se lamentaba todos los días el joven Riba en aquella época. Algunos amigos trataban de animarle diciéndole que no se preocupara, porque aquélla era sólo una frágil moda de los franceses y de los
deconstructores
norteamericanos.

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