Dublinesca (29 page)

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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Dublinesca
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Estado físico
: Glacial. Un gran dolor de cabeza. Una sensación de para qué.

Detalles
: Una maleta y una bolsa de viaje en el recibidor —no en el rellano, porque aquí los vecinos no son de fiar—, indican que Celia, que ahora duerme, está muy enojada por lo de ayer y también por lo de hoy; ha querido darle una última oportunidad esta tarde cuando ha vuelto de su larga reunión budista, pero él se ha mostrado tan comatoso y estúpido que ha sido entonces cuando seguramente Celia ha decidido largarse mañana.

Acción
: Mental, sin paliativos. Por una evidente deformación profesional —lectura de demasiados manuscritos y, encima, de ninguna obra maestra— lee los hechos de su vida cada vez más literariamente. Riba está ahora en su mecedora y, después de haber dormido la resaca a lo largo de todo el día y de haberse bebido hace un rato dos
bloody marys
tratando de superarla, está intentando reconstruir lo que sucedió en la terrorífica noche de ayer. Lo hace con pánico tanto a acordarse demasiado bien de lo que ocurrió como a morirse nada más recordarlo. El remordimiento por haber vuelto a la bebida le hace plantearse si no será mejor darle esquinazo al desagradable, aunque también emotivo recuerdo de los sucesos de anoche y refugiarse en la lectura del libro que tiene más a mano y que es un viejo ejemplar de las lecciones de literatura que impartió Vladimir Nabokov en Cornell. Espera que, leyendo esas sabias lecciones, acabará volviendo a coger el sueño, que ahora no tiene, porque ha dormido todo el día. No quiere caer en la hipnosis peligrosa del ordenador, sentarse frente a él y que Celia despierte y le encuentre de nuevo en plan
hikikomori
, que es lo que, con razón o sin ella, ya menos soporta de él.

Después de veintiséis meses de abstinencia, se había olvidado por completo de lo mal que llega uno a pasarlo cuando tiene resaca. Qué espanto. Ahora parece que va remitiendo ligeramente el dolor de cabeza. Pero un incontrolado zumbido y el remordimiento lo están taladrando. El zumbido —probable pariente muy próximo de su antiguo
mal de autor
— es desconcertante, porque le trae absurda y obsesivamente el recuerdo de la lista de los regalos de su boda con Celia, hace ya tantos años: aquel miserable y desalentador surtido de lámparas, jarrones y vajillas. Es extraño todo. Si no hace algo, irá tomando el balancín la forma de su cuerpo.

Más detalles
: La mecedora es de teca sin barnizar, garantizada contra grietas, putrefacciones y crujidos nocturnos. El cielo que vislumbra entre las cortinas es extrañamente anaranjado, con tintes violetas. La lluvia empieza a ser más violenta y ahora azota en los cristales. Desde que llegó a esta casa, le obsesiona la reproducción de
Stairway
, un pequeño cuadro de Edward Hopper que el dueño de la vivienda colocó junto a la ventana. Es una pintura en la que el espectador mira escaleras abajo hacia una puerta que se abre a una oscura, impenetrable masa de árboles o montañas. Siente que todo aquello a lo que la geometría de la casa le dispone le es finalmente denegado. La puerta abierta no es un cándido pasaje entre el interior y el exterior, sino una invitación paradójicamente preparada para que se quede donde está.

—Sal —dice la casa.

—¿Adónde? —pregunta el paisaje exterior.

Esta sensación, una vez más, le está desquiciando, descentrando, poniéndole muy nervioso. Decide pedirle una discreta ayuda al libro de Nabokov que tiene al lado. Y luego, por unos instantes, vuelve a fijarse en la gran luna y en todo lo que puede encontrarse uno ahí afuera. La resaca, la abundante lluvia,
Stairway
y ese cielo tan atroz le tienen atado a una pavorosa angustia. Pero también directamente al juego. Por un momento, angustia y juego se enlazan perfectamente, como tantas veces en su vida. Tiene frío en los pies y eso podría estar relacionado tanto con la resaca como con el juego y la angustia y la escalera que parece descender hacia el interior de su propio cerebro.

—Sal —dice la casa.

Tapa los dramáticos pies con una manta a cuadros, una manta bastante ridícula, y juega a escribir mentalmente una frase, la escribe en su cabeza —tiene esa sensación rara y lujuriosa de escribirla en su cerebro— cinco veces seguidas:

Es medianoche y la lluvia azota en los cristales.

Es medianoche y la lluvia…

Después, inicia otros juegos.

El siguiente es aún más simple. Consiste en pasar revista a todos los autores que publicó y estudiar por qué no hubo ni uno solo que entregara alguna vez a sus lectores una verdadera, una auténtica obra maestra. Examinar también por qué ninguno de ellos, a pesar de que pudo apreciar algunas exhibiciones de talento casi sobrenatural, fue anarquista y al mismo tiempo arquitecto.

Aquí hace una pausa y recuerda que en una de las cartas que de vez en cuando, desde el Chateau Hotel de Tongariro, le escribe Gauger, éste atribuía la ausencia de genialidad de todos los escritores que publicaron al profundo desaliento que recorre nuestra época, a la ausencia de Dios y, en definitiva —decía—, a la muerte del autor, «aquello que ya anunciaran en su momento Deleuze y Barthes».

Nota al margen
: La correspondencia con ese hotel de Tongariro inquieta muy especialmente desde hace tiempo a Riba, que no comprende por qué su antiguo secretario le sigue escribiendo, salvo que sea para mantener las apariencias y para que así no recaigan aún más sobre él las sospechas de que sustrajo una notable suma de dinero del fondo de la editorial.

Otros detalles
: De este juego de pasar revista a los autores y estudiar por qué ni uno entregó jamás una auténtica obra maestra, se deriva otro aún más perverso, que consiste en hacerse la dolorosa pregunta de si el autor genial tan buscado no ha sido siempre en realidad él mismo, y también si no se hizo editor para tener que buscar exclusivamente ese talento máximo en los otros y así poder olvidarse del dramático caso de su personalidad, tan negada para la escritura, y ya no digamos para la genialidad. Es muy posible que se convirtiera en editor para escurrir el bulto y poder volcar la decepción en los demás y no exclusivamente en sí mismo.

Inmediatamente siente que tiene que contradecirse y recordar que también se hizo editor porque ha sido siempre un apasionado lector. Descubrió la literatura leyendo a Marcel Schwob, Raymond Queneau, Stendhal y Gustave Flaubert. Se convirtió en editor después de un largo periodo de tiempo —un periodo
negro
lo considera hoy— en el que traicionó a sus primeros amores literarios y se puso sólo a leer novelas en las que los protagonistas ganaran más de cien mil dólares anuales.

Un comentario
: Se sabe que cuando alguien ve brillar el oro incluso en los libros, está dando un salto cualitativo en su vocación de editor. Y algo de eso podría aplicarse a Riba, sólo que previamente él fue un lector de buenas novelas y, además, un lector entregado, de modo que no entró en el negocio únicamente para ganar mucho dinero, es decir, para lo que vulgarmente se llama
forrarse
. ¡Ah, forrarse! Qué expresión más extraña. ¿Tendrá su equivalente en inglés? De hecho, se dio cuenta muy pronto de que se arruinaría y aun así no quiso dejarlo, y el milagro fue que resistiera más de treinta años en la profesión.

Mantuvo siempre buenas relaciones con editores literarios del extranjero, a los que solía ver en la feria de Frankfurt y con los que intercambiaba información y libros. Con los editores de su país, en cambio, no ha congeniado nunca demasiado. Le han parecido siempre fatuos y menos conocedores de la literatura de lo que aparentan: más
superstars
y egocéntricos que aquellos de sus autores a los que les cargan el sambenito de ser ególatras hasta extremos delirantes. Curiosamente, sus amigos en España han sido más bien escritores, y la gran mayoría más jóvenes que él.

En el fondo, aun no habiendo tropezado nunca con un verdadero gran genio, siempre respetó a la gran mayoría de sus autores, sobre todo a aquellos que entendían la literatura como una fuerza en línea directa con el subconsciente. A Riba siempre le ha parecido que los libros que uno ama apasionadamente producen la sensación, cuando los abres por primera vez, de que siempre estuvieron ahí: aparecen en ellos lugares en los que no has estado, cosas que uno antes nunca ha visto ni oído, pero el acople de la memoria personal con esos lugares o cosas es tan rotundo que de algún modo acabas pensando que has estado allí.

Hoy da ya por hecho que Dublín y el mar de Irlanda estaban desde siempre en su paisaje cerebral, formaban parte de su pasado. Si algún día, ahora que se ha retirado, va a vivir a Nueva York, le gustaría empezar una nueva vida y sentirse un hijo o nieto de irlandés que emigró a esa ciudad. Le gustaría que le llamaran Brendan, por ejemplo, y que el recuerdo de la labor que él llevó a cabo como editor se olvidara fácilmente en su tierra natal, se olvidara con la habitual nocturnidad y alevosía de la que saben hacer gala sus mezquinos e indolentes paisanos.

¿Podría, de así desearlo, volver a la noche que bailó hasta el amanecer aquel foxtrot, volver al día de su boda, volver a ser el brillante y despiadado editor que, en la cumbre de su éxito —no duró mucho— hacía declaraciones corrosivas y mostraba el camino ideal de la literatura? ¿O va a quedarse ya para siempre mirando, como un idiota, el flujo de la luz eléctrica y pensando en si se toma un tercer
bloody mary
y así logra independizarse de la mecedora? ¿O va a quedarse ya para siempre sin capacidad siquiera para andar con normalidad por la casa? Nuevo zumbido. Vuelve el desalentador y realmente obsesivo ajuar, la lista aquella de la boda: lámparas, jarrones y vajillas de antaño. Un ajuar de autor, piensa.

La lluvia es cada vez más fuerte y es ya muy persistente para ser veraniega. Desde ayer, el aguacero viene interrumpiendo el habitual buen tiempo de esta época en Irlanda. Hacía semanas que no llovía en Dublín. Está en la segunda semana de unas vacaciones de veinte días con Celia en un apartamento al norte de la ciudad, en la zona que se encuentra al otro lado del Royal Canal, no muy lejos del cementerio de Glasnevin, al que lleva días queriendo regresar, tal vez para ver si vuelve a vislumbrar al fantasma que en aquella tarde del 16 de junio se desvaneció ante sus propios ojos frente al pub Los Enterradores; aquel fantasma, pariente de Drácula, que disponía de grandes recursos para convertirse en niebla.

En los primeros días aquí en la isla, Celia y él se instalaron en la calle Strand de la población costera de Skerries, un lugar agradable con gran variedad de mar y costa y un puerto alargado y curvo lleno de tiendas y pubs. Pero Celia se sintió demasiado desconectada de su
contacto budista
en Dublín —tiene desde que llegó largas reuniones todas las tardes con una sociedad o club religioso— y fueron a parar a la bella población de Bray, cerca de Dalkey, donde también se encontraron incómodos y finalmente han acabado en este apartamento de un inmueble cercano al Royal Canal.

Lo que tiene ahora a Riba entretenido es evitar que le vuelva el recuerdo demasiado detallado de lo que ayer pasó, pues teme recordar los horrores de ayer. Así que vuelve a mirar hacia el libro de lecciones de Nabokov, como si éste pudiera ser su tabla de salvación. Y decide finalmente entrar de lleno, al azar, en el comentario nabokoviano de un capítulo —el primero de la segunda parte— del siempre difícil
Ulysses
de Joyce:

Segunda Parte, Capítulo I

Estilo
: El Joyce lógico y lúcido.

Hora
: Las ocho de la mañana, sincronizada con la mañana de Stephen.

Lugar
: Calle Eccles 7, donde viven los Bloom, al noroeste de la ciudad.

Personajes
: Bloom, su mujer, personajes secundarios, el salchichero Dlugacz, que es de origen húngaro como Bloom, y la criada de la familia Woods, que vive en el portal contiguo, en Eccles 8…

Acción
: Bloom está abajo en la cocina, prepara el desayuno con su mujer, y habla encantadoramente con la gata…

Riba acaba cerrando el libro de lecciones, porque el tema de
Ulysses
le suena ya a anticuado, como si el resultado del funeral del 16 de junio en Dublín hubiera sido tan efectivo que realmente hubiera clausurado toda una época y ahora sólo viviera a ras de suelo o a ras de mecedora, como si fuera un vagabundo beckettiano, y también como si ya se resignara a lo inevitable y prefiriera quedar a merced de la memoria de su trágico regreso de anoche al alcohol.

Por fortuna, esta lluvia de hoy no es el diluvio terrible de Londres, no es el mismo temporal apocalíptico de cuando estuvo allí con sus padres, hace quince días, aquella lluvia salvaje. No volverá jamás a esa ciudad. En el fondo, el viaje fue una concesión a sus ancianos padres en un intento de limpiar su culpa por no haber estado en Barcelona con ellos en su 61 aniversario. Y también un modo de ahorrarse, aunque fuera sólo por una vez, el odioso trance de tener que contarles la visita a una ciudad extranjera.

—Así que has estado en Londres.

Le daba mucha pereza, al regresar, tener que contestarle esa pregunta a su madre y tener que ponerse a contar cosas de aquella ciudad, de modo que decidió llevárselos a los dos, padre y madre, a Londres.

Fue complicado —piensa ahora casi inmóvil en su mecedora— ese viaje a Londres, porque sus padres llevaban años sin moverse de la calle Aribau. Pero si de algo sirvió la excursión fue para confirmar que ellos tienen en todas partes una comunicación fluida con el más allá. En Londres, a veces, se creaban hasta tumultos alrededor de sus padres: aglomeraciones que ellos simulaban ignorar, quizá porque desde tiempo ya inmemorial supieron siempre llevar con plena naturalidad el peso de tantos antepasados.

Tal vez es que se ha vuelto muy irlandés. Lo cierto es que no se encontró cómodo en Londres. No le gustaron muchas cosas, pero tiene que reconocer que le encantaron, eso sí, los autobuses de dos pisos y tres elegantes y solitarias tumbonas de rayas verdes y blancas que fotografió en Hyde Park. Lamentó que su amiga Dominique no estuviera porque le habría gustado ver en su compañía la
instalación
en la Tate, pero ella había tenido que salir con cierta urgencia hacia Brasil, donde pasa una buena parte del año. Le disgustaron muchas cosas de Londres, pero le divirtieron otras. Lo más curioso llegó cuando vio a sus padres extrañamente atareados en el centro mismo de la calle que retrata Hammershøi en
The British Museum
. Riba no había sabido encontrar esa calle en su anterior viaje, pero de pronto descubrió que sí que existía y se llamaba Montague Street y estaba tan a la vista del paseante que Celia la había localizado en cuanto se aproximaron al Museo Británico con la fotocopia del cuadro que Riba había llevado expresamente a Londres: una fotocopia guardada y bien arrugada en un bolsillo de su pantalón. Allí precisamente, en Montague Street, fue donde se creó el mayor tumulto fantasmal en torno a sus padres, que parecían conocer a todo el mundo y llevar la vida entera viviendo en aquel barrio de la ciudad.

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