Caminan más deprisa y parecen recién llegados de una excursión campestre. Atrás van quedando las verjas de
Ulysses
. Y aquel fragmento:
«Las verjas relucían delante: aún abiertas. De vuelta al mundo otra vez. Basta de este sitio.»
En la puerta misma del cementerio, está el viejísimo pub Kavanagh’s, también conocido por
The Gravediggers
, Los Enterradores. Ese pub no aparece nombrado en el capítulo joyceano, y sin embargo ya estaba ahí en 1904, junto a las verjas. Es un sórdido local en el que, según parece, a altas horas de la noche el ambiente resulta escalofriante, algo de lo que nadie aquí duda ni lo más mínimo, pues ya en estos mismos instantes, a la luz del atardecer y aunque sólo sea a primera vista y desde fuera, se percibe que hasta la misma carcasa del bar ahora retumba y tiembla, como si fuera a explotar.
Acción
: Después de todos los avatares del día, entran todos en Los Enterradores con vocación de ir de alguna forma hasta el fondo. Entran con gran sed.
La Rotunda siempre fue buena excusa para darse a la bebida.
Los clientes de Los Enterradores han convertido el pub literalmente en un pandemónium. A estas horas,
The Gravediggers
es literalmente la capital del Infierno, la ciudad de Satán y sus acólitos, la ciudad construida por los ángeles caídos. Nada más opuesto a este lugar que un Panteón como el de París, por ejemplo. Aquella sobriedad, aquella elegancia. Ha vuelto Riba a pensar en Francia, o en lo francés. Lo entiende como una pasajera nostalgia de los tiempos de admiración por París. Aquel panteón, aquellos serenos espacios donde se puede intentar reunir a todos los dioses.
El poeta Milton permitió que se pudiera imaginar a la capital del infierno, Pandemónium, como un lugar muy pequeño. Los demonios tenían que miniaturizarse para poder entrar allí. Aquí, en este bar de Dublín, todos los clientes parecen haber reducido su tamaño para poder convivir con los demás monstruos en un espacio tan reducido. El ruido favorito de la desenfrenada clientela es una cadena de chácharas en
staccato
, como las risas de las hienas o los gritos de los babuinos, que se hacen más lentos a medida que adquieren un tono más agudo.
Son todos muy ateos, dice graciosa y absurdamente el barman en un español que asegura haber aprendido en Barcelona. Nadie entiende muy bien a qué viene eso. Cada noche el barullo es más ensordecedor, aclara el barman sin aclarar nada. Se desconoce cuál puede ser exactamente la relación entre los ruidos y el ateísmo, pero no parece el mejor momento para aclararlo. La atronadora fiesta continúa. Riba, que ahora sí oye los graznidos que antes decía escuchar Bev, imagina que los clientes y demás enterradores son como cuervos que cada atardecer aletean sobre el tejado del pub, y luego penetran por los lugares más inverosímiles del infernal y mínimo bar y gruñen y se amenazan mutuamente y cantan canciones obscenas sobre Milly Bloom y otras damas inventadas de Dublín, ya todas muertas. Y mientras tanto retumba y tiembla la carcasa y la atmósfera es alcohólica hasta extremos delirantes.
The Gravediggers
se erige en la más grave tentación de beber que ha tenido Riba desde que saliera de su crisis de salud. Tal vez, quién sabe, el nombre secreto del pub sea Coxwold. Riba está aterrado ante la sola posibilidad de una recaída alcohólica y no pierde de vista la amenaza que por sí mismo constituye el infernal lugar. Quizá sea aquí donde podría cumplirse la visión profética, emocionante y aterradora de su sueño, esa visión que se hallaba dentro del mismo sueño que le ha llevado hasta Dublín y hasta esta gruta de cuervos que vibra con el mismo aire de terrible fin de fiesta que tenía la cantina El Farolito en aquella novela de Lowry que tanto ha admirado siempre.
Aquí todo el mundo parece venir del cementerio, está pensando, y en ese momento le suena el móvil. Llamada de Barcelona. Es Celia para decirle que han llamado desde la calle Aribau y que sus padres están indignados porque aún no les ha felicitado el 61 aniversario. Horror, piensa Riba. Había olvidado, por completo, la fecha. Tal vez Dublín le ha liberado demasiado de la suave tiranía de sus padres.
—¿Dónde estás ahora? —quiere saber Celia.
—En Los Enterradores. Un pub de las afueras.
Quizá no debería haberlo dicho. Las copas, pero también el nombre del pub, le crean problemas.
—No, Celia, no he bebido ni una copa. No llores.
—No lloro. ¿De dónde sacas que lloro?
Hay demasiado alboroto en el bar. Sale fuera para poder hablar. La bruma se está apoderando de toda esta zona del pub y las altas verjas. Habla con Celia en larga conversación y vuelve a equivocarse, porque al describir el bar le dice que se parece a ese lugar que hay después de la muerte, un mundo llamado infierno. «No me gusta tu visión del otro mundo», le dice ella en un tono peligrosamente budista. Trata inmediatamente de echar tierra sobre el asunto, pero Celia quiere saber si es seguro que no ha bebido. Y él tiene que emplear unos cuantos minutos para tranquilizarla. Cuando finalmente logra apaciguar sus ánimos, cuelga y se queda perdido en la atmósfera de bruma que rodea la puerta de Los Enterradores. Se queda allí pensando en la premonición del Coxwold. Aquella escena de llanto desamparado con Celia a las puertas del bar la soñó en su momento con tal intensidad que es hoy todavía uno de los recuerdos —aunque sea sólo recuerdo de un sueño— más impresionantes de su vida. Tal vez vino aquí a Dublín para ir al encuentro del mar, pero también al encuentro de ese recuerdo no vivido, para ir al encuentro de ese instante que, al igual que sucede en el interior del sueño neoyorquino, esconde dentro de sí mismo algo de lo que algunos llaman
el momento de la sensación verdadera
. Porque en aquel llanto parece estar contenido, en su más absoluta plenitud, el nudo central de su existencia, todo su secreto universo de gran amor por Celia y de alegría infinita de estar vivo y también la tragedia de haber estado, hace dos años, a punto de perderlo todo.
Quizá debería estar Celia aquí ahora y que unos buenos tragos les hubieran dejado a los dos llorando emocionados, derrumbados y abrazados en el suelo, a la entrada de este pub infernal: caídos, pero juntos para siempre en su amor y en su llanto esencial y viviendo, con el permiso de Buda, una experiencia de intensidad y gran epifanía, un momento pleno en el centro del mundo.
Es tan fuerte el ruido en el interior del
Gravediggers
que ahora está hablando con Walter valiéndose sólo de signos. No hay quien pueda entenderlo, ni siquiera Walter, experto en lenguaje mudo. Pero él en cambio sí sabe muy bien lo que está diciendo. Le está contando que toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea —los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera—, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Son una clase de golpes que en realidad vienen de dentro, son golpes que invadieron sigilosamente tu interior desde el momento mismo en que decidiste trabajar de editor y buscar autores y principalmente a un genio. Son una clase de golpes que son parientes de un dolor seco y mudo que uno en realidad no nota hasta que es ya demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que uno se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser quien fue y que los golpes fueron certeros.
Aunque no toma una sola copa, quizá porque en cualquier caso ha retornado, después de veintiséis meses, a un ambiente de atmósfera plenamente alcohólica, recuerda que el error máximo, encadenado a su afición a la bebida, fue siempre su necesidad de mostrar a los otros, sin paliativos, la parte más abyecta de su ser y que para ello se esforzaba en decir a cada momento la verdad de lo que pensaba, doliera o no al que podía escucharla. Dando por supuesto que su parte encantadora era siempre visible, se esforzaba en que se viera la parte abyecta. Y se esforzaba en esto llevado por una necesidad, por un lado, de escapar a todo protocolo social (que le ponía enfermo) y, por otro, por un deseo de alinearse con el movimiento surrealista más puro y original, aquel que sostenía que cualquier idea que pasara por la cabeza debía ser inmediatamente exteriorizada y hacerlo constituía una obligación moral, porque así se ponía al descubierto lo más íntimo de la personalidad de cada uno. Naturalmente, esa pulsación digamos que agresiva le trajo multitud de problemas, le arruinó contratos y amistades, hizo polvo su imagen pública. Ahora, desde que no bebe y se ha pasado al lado contrario y muestra sólo, de forma incluso abrumadora, la parte más atractiva de su ser, tiene la sensación de que ha perdido el suicida pero genial campo abierto de las experiencias de antes y se ha quedado en un estado de una serenidad bochornosa y de una educación y pulcritud que dan asco. Es como si ahora sólo fuera un elegante impostor que hurta a los demás la verdadera imagen conmovedora de su mente. Claro que la pereza que le da tomar unas copas y regresar inútilmente a lo abyecto no puede ser más inmensa. Prefiere con creces sentir que, de un tiempo a esta parte, la sobriedad le está ayudando tanto a recobrar su trágica conciencia como a buscar su centro, su álgebra y su clave, que diría Borges, y su espejo.
Una hora más tarde, imaginación y memoria transportan a Riba hasta la linde de un bosque de la Costa Brava arrasado en una noche huracanada de finales de los sesenta. Hallándose en esa confusa linde, se oscureció el cielo y se levantó un viento que, por encima de la superficie de tierra abrasada, sopló el polvo formando, primero remolinos, y luego inesperadas telas de araña que fueron componiendo un tenaz y obsesivo poema geométrico en su mente. Recuerda que aquel día aún era muy joven y todavía no había editado ni un libro ni sabía qué haría en la vida. Le habría sorprendido mucho saber que cuarenta años después desearía volver a estar en la situación de aquel día, es decir, desearía volver a estar frente al bosque arrasado por la noche huracanada y sin haber hecho nada todavía en la vida.
Apaciguado el huracán surgido de su memoria, regresa Riba a la noche dublinesa, que ahora, comparada con su recuerdo, le parece una noche templada. Está en la puerta del pub, ha salido a tomar el fresco.
Ahora éste es mi país, vuelve a pensar.
Al abrirse la puerta del local, llega a sus oídos
Walk on the Wild Side
, la canción que siempre le evoca Nueva York. Sus amigos están ya saliendo del pub y parece que trasladan su jarana a la calle. Pronto notan todos que ha bajado la temperatura y que será cuestión de buscar taxis y regresar al centro. La niebla oculta ya las verjas del cementerio, del que aún salen visitantes.
La mirada de Riba revolotea entre los
presentes
y se detiene en un grupo que no es del pub sino del camposanto. Cerca de esa gente, como surgiendo de la nada, aparece un tipo alto y desgarbado, solitario. No va con nadie. ¿De dónde diablos ha salido? Es el mismo tipo que vio esta mañana en la Meeting House. Se parece a Samuel Beckett cuando era joven. Gafas redondas de concha. Cara huesuda y enjuta. Ojos de águila, de pájaro que vuela alto, que lo ve todo, incluso de noche. Se cubre con una desastrada gabardina beige y mira a Riba con atención intensa, como si estuviera sintiendo que vuela su espíritu, y también como si no quisiera contagiar cierta oscura infelicidad que se desprende de su cara de pájaro.
No se le ve dichoso, pero Riba prefiere pensar que el joven acaba de conocer la emoción que puede vivir cualquier mortal con pretensiones literarias cuando comprueba que el ejercicio de su arte le ha hecho sentir el aletazo de la genialidad. ¿Acaso no podría ser que el arte de ese joven consistiera en la íntima humildad de aprender a observar para luego tratar de narrar y descifrar? De ser esto cierto, no habría más misterio. Pero Riba duda de que las cosas sean así y por eso le pregunta, temeroso, a Ricardo si tiene idea de quién puede ser el larguirucho del
mackintosh
. Amalia detiene un taxi. Walter otea el nebuloso horizonte en busca de un segundo vehículo. Discuten educadamente Bev y Nietzky para ver quién se sube al vehículo que ha parado Amalia. Finalmente Nietzky pierde la batalla y se queda observando la salida del primer taxi con la misma resignación del que mira cómo un enterrador ayuda a poner las cuerdas a un ataúd para bajarlo a la fosa. Walter, que es quien mejor parece haber captado el rostro mortuorio de Nietzky, continúa buscando el segundo taxi.
Riba sigue con la mirada al desconocido del impermeable y al poco rato lo ve adentrarse lentamente en la niebla y poco después borrarse, desaparecer en ella. No vuelve a verle. ¿Qué habrá sido del tipo que se ha tragado la bruma? Drácula también desaparecía así. Es más, también Drácula tenía la facultad de convertirse en niebla. ¿Sólo ha sido él quien lo ha visto? Vuelve a preguntarle a Ricardo si ha registrado la presencia de un joven con un impermeable que también estaba esa mañana en la Meeting House. «¿Qué enigma autoenmarañado, aprehendiéndolo voluntariamente, no comprendió Bloom (mientras se desvestía y reunía sus ropas)?» Qué facilidad, por cierto, para volatilizarse, cual Drácula en la niebla. En este mismo camposanto, en otros días, Bloom llegó a ver a su creador.
Si tengo un autor, es posible que tenga ese rostro, piensa.
—No, si ya se sabe —dice Ricardo—. Siempre aparece alguien que no te esperas para nada.
La luna brilla, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo.
Llueve. Es medianoche. La sensación de que cuanto más rato lleve sentado en su mecedora, más irá tomando el balancín la forma de su cuerpo. Grandísima resaca. Temor desaforado a que los riñones estallen y muera aquí, ahora mismo. Sudor frío. Miedo a que, mañana a primera hora, Celia lo abandone. Miedo al miedo. Sudor aún más frío. Las doce en punto en el reloj de la angustia.
Día
: Medianoche del domingo 20 de julio.
Lugar
: Un quinto piso en un inmueble de la zona norte de Dublín.
Atmósfera
: De insatisfacción. Se odia a sí mismo por su error de ayer, pero también por haber sido tan torpe y no haber sabido encontrar a un escritor capaz realmente de soñar a pesar del mundo; de estructurar el mundo
de manera diferente
. Un gran escritor anarquista y arquitecto al mismo tiempo. Le habría dado igual que estuviera muerto. Un tipo genial de verdad, uno solo habría sido suficiente. Alguien capaz de socavar y reconstruir el paisaje banal de la realidad. Alguien. Vivo o muerto… Sudor aún más frío.