—¿Es verdad que el autor ha muerto? —le preguntó un día a Juan Marsé, con el que se cruzaba a veces por el barrio. A Marsé le acompañaban aquella mañana una muchacha alta y morena, con cara inolvidable de manzana, y el poeta Gil de Biedma.
Marsé le lanzó al joven Riba una mirada terrible que aún no ha olvidado.
—Qué gracia, eso es como preguntar si es cierto que debemos morir —oyó que decía la muchacha.
Recuerda que le gustó mucho aquella mujer —tan parecida de cara a Bev Dew, ahora que lo piensa— y también recuerda que incluso se enamoró de golpe de ella, lo mismo precisamente que le pasó no hace mucho con Bev. Se enamoró de su cara, especialmente. De su fresca, fragante cara de manzana. Y también porque pendía de su ceño fruncido, pendía de una sombra impalpable en el rostro, una expresión que le pareció una invocación directa al amor.
—El autor es el fantasma del editor —dijo Gil de Biedma con una media sonrisa.
Y Marsé y la muchacha alta de la cara de manzana rieron mucho, probables cómplices de un guiño para él inalcanzable.
Vuelven, a modo de violentas ráfagas, ciertas escenas de anoche. Y se acuerda de cuando, habiendo bebido ya bastante, estuvo hablando con aquellos dos franceses en la barra del McPherson y en un momento dado, tras haber hablado de la belleza del mar de Irlanda y haber preguntado Riba algo acerca de la decoración de las casas irlandesas y haber hablado de la victoria de España en la Eurocopa, la conversación se deslizó, sin que recuerde bien el motivo, hacia Samuel Beckett.
—Conozco a alguien que tiene forrada de Beckett su casa —dijo Verdier.
¿Una casa forrada de Beckett? No había oído nunca algo así. Habría sido en su momento —en los días en que recibía en la editorial tantos manuscritos— un buen título para una de esas novelas que algunos autores endebles e indecisos le entregaban con títulos aún más flojos y vacilantes.
Los dos franceses, Verdier y Fournier, sabían tanto sobre los atroces y disipados años irlandeses del escritor Beckett que, entre copa y copa de ginebra, acabó llamándoles en algún momento Mercier y Camier, el nombre de dos personajes de Beckett.
Verdier, gran consumidor de Guinness, le fue explicando por qué la clave de la personalidad de Beckett estaba precisamente en los años dublineses. Sentado en su mecedora, Riba no acaba ahora de recordar muchas de las muchísimas cosas que le contó Verdier, pero sí se acuerda perfectamente de que le habló del juego peligroso que el escritor solía practicar ya desde pequeño, cuando trepaba hasta lo más alto de los pinos de su casa natal de Cooldrinagh y se lanzaba al vacío, agarrándose a una rama apenas a tiempo de no estamparse contra el suelo.
Se acuerda Riba a la perfección de esto que le contara Verdier, seguramente porque le impresionó más que otras cosas y tal vez también porque le recordó lo que él suele hacer con la mecedora cuando la alza hacia lo más arriba posible para luego dejarse caer hasta lo más bajo para así poder sentirse a ras de suelo, bien acoplado con las pretensiones calamitosas del mundo después de la muerte del autor y de todo.
Fournier también estuvo muy dicharachero y en cierto momento subrayó, de forma algo repetitiva, que Beckett fue siempre un ejemplo de que un escritor que lo arriesga todo no tiene raíces y no debe tenerlas: ni familia, ni hermanos. Procede de la nada, dijo Fournier. Varias veces dijo eso de que procedía de la nada. Los estragos del alcohol. Riba recuerda ahora de golpe, con precisión, el momento en que les preguntó ayer a Verdier y Fournier si habían visto alguna vez por Dublín a un individuo de aspecto parecido al Beckett joven.
Recuerda que les dijo que del mismo modo que él a ese tipo lo había encontrado a lo largo del último
Bloomsday
dos veces y en dos sitios bien distintos, era muy probable que también ellos hubieran podido tropezarse en más de una ocasión con aquella especie de sosias del Beckett joven.
Verdier y Fournier, casi al unísono, le dijeron que conocían a alguien de ese estilo. En Dublín era relativamente famoso ese doble de Beckett, dijo Fournier. El doble era un muchacho muy andarín que estudiaba en el Trinity College, pero al que se veía en la ciudad por todas partes, por los lugares más insospechados. Le conocía mucha gente, sí. Llamaba la atención precisamente por su parecido con el Beckett joven, y ellos creían que seguramente no había ningún misterio y era el propio Beckett de joven, así de sencillo. Aunque muchos en Dublín le conocían por Godot. Pero su nombre no era ése, claro. Su nombre era Malachy Moore.
—Pero es el propio Beckett, te lo digo yo —concluyó Verdier.
Va completando, siempre con un cierto temor, la esforzada reconstrucción de lo que pudo ocurrir ayer. Debido a que, a medida que decae el poder de la resaca, van apareciendo nuevos fragmentos de su salida nocturna de ayer, llega ahora con precisión el recuerdo terrorífico del instante en el que anoche en su casa, después de la pregunta sobre Duchamp en el interfono, decidió que haría una indagación en el exterior, lejos de su cuarto laberíntico y de aquella soledad aplastante. Y recuerda el momento enloquecido en que, tras dejarle una nota a Celia, se decidió a moverse y llamó al ascensor y a los pocos segundos pisó la calle y le golpeó la lluvia en la cara y se sintió de repente en la cruda soledad de la noche y la intemperie. Caminaba muy despacio para que su frágil paraguas no acabara volando y él volando con el paraguas cuando de golpe percibió el grueso peligro que había a la vuelta de la esquina, junto a la única farola no iluminada.
Se lo temía, pero quizá no imaginaba que pudiera ser un peligro tan de manual de película irlandesa, con lluvia y hasta incluso conatos de niebla. Sintió, por un momento, que si lograba recuperar plenamente el arrojo y valentía de los días de su juventud, recobraría un cierto espíritu de aquellos tiempos en los que no tenía miedo de nada. Se armó mentalmente de valor mientras iba analizando la situación. Por mucho que ahora quisiera, ya no era recomendable que diera media vuelta, porque había sido ya visto. Ante semejante fatalidad, sólo le cabía esperar que pudiera salir buenamente airoso del trance. Pero era evidente que era terrible que estuvieran allí aquellos dos posibles maleantes, aquellos dos tipos espantosos en la esquina haciendo como que estaban allí porque era el mejor lugar en el que podían estar en una noche de lluvia como aquélla. Uno era flaco y rubio, estilo punk muy anticuado, nariz grande y muy arqueada. El otro era negro y gordo y tenía una panza muy abultada y el cabello desaliñado cayendo en greñas rastafaris sobre los hombros.
El rubio de la nariz muy arqueada asustaba especialmente. Ninguno de los dos miraba hacia él a pesar de que no había nadie más en la calle. Riba no sabía qué hacer. Pensó que lo ideal sería ir caminando como si tal cosa, andar hasta rebasarlos, y luego acelerar ligeramente el paso hasta la entrada del pub, que a fin de cuentas estaba tan sólo a cincuenta metros del peligro: pasar a su lado sin tan siquiera mirarlos, como si no le inspiraran ninguna desconfianza ni se planteara que hubieran podido ser ellos los que hubieran dejado el mensaje en el interfono, ni nada.
Aunque, bien pensado, era más que obvio que aquellos dos tipos eran incapaces de citar a Marcel Duchamp en un interfono. A medida que se acercaba a la esquina, Riba fue notando que crecía en él cada vez más un gran pánico, pero siguió adelante, estaba claro que no tenía mejor opción. Se subió el cuello de la gabardina y siguió caminando. Y el mayor problema surgió de él mismo cuando a medida que se aproximaba a la zona controlada por los dos indeseables, comenzó a sentirse más inseguro y viejo que nunca. No podía con su alma, notaba el corazón acelerado y un miedo muy potente en el cuerpo. Tenía que reconocerse a sí mismo que estaba realmente viejo, groseramente muy viejo. Nunca como en aquel momento le habían cuadrado mejor los versos del poema «Dublinesca» porque, por arte y magia de las circunstancias, su breve paseo nocturno hasta el pub le estaba transformando en la vieja puta de la gabardina del fin del mundo, es decir, en la inesperada reencarnación del último destello de la desgraciada literatura y al mismo tiempo en un pobre viejo acabado y muerto de frío que caminaba por callejuelas de estuco, donde la luz era de peltre y por las que pasaba él mismo, el último editor literario de la historia, convertido en su propio funeral viviente.
Pero si lo pensaba bien, en realidad hasta aquella misma sórdida calle dublinesa era maravillosa si la comparaba con la estólida realidad de España y de su terrible paisanaje. Mientras avanzaba hacia los dos probables maleantes, sintió nostalgia de los tiempos en los que la noche no tenía secretos para él y atravesaba las situaciones más difíciles sin ser apenas percibido. Y de pronto, como si el humor pudiera salvarlo de todo, empezó a oír, a modo de eco inesperado, la canción de Milly Bloom, y fue como si el fantasma de la pobre Milly quisiera acudir en su auxilio. Luego fue recordando otras situaciones en las que, como aquélla, al ponerse a pensar en cosas distintas de las que deberían realmente preocuparle, había de pronto relegado a un segundo término el peligro. Por ejemplo, de niño había estado a punto de morir ahogado, porque el mar de la playa de Tossa de Mar se lo llevaba hacia dentro irremediablemente y él, que no sabía nadar, se había quedado agarrado a un colchón neumático y, en lugar de pensar que iba a morir, se había puesto a evocar una escena de
El Jabato
, su cómic favorito, donde el héroe vivía una situación parecida y a última hora era rescatado por el flaco poeta Fideo, un personaje de aquella historieta.
Y cuando llegó a la altura misma de los probables maleantes, estaba tan distraído y tan concentrado en la evocación del flaco poeta Fideo —cuyo nombre le pareció en aquel momento una alusión a la fragilidad de la vida humana— que rebasó a los dos tipos sin llegar ni siquiera a ser consciente de que los dejaba atrás sin más problema. Tampoco ellos parecieron verle, o quizá tan sólo vieron pasar a un espectro, a un muerto, y no quisieron molestarle. El hecho es que de pronto vio que ni los había visto al pasar por su lado y, es más, tenía que hacerse a la idea de que los había sobradamente rebasado. Volver la vista atrás habría podido resultar fatal, de modo que siguió avanzando, pensando ahora en su juventud y en el grandísimo número de insulsas noches enteras que perdió sosteniendo copas de whisky, inclinado para oír las tonterías de los otros. Dispuso de tanto tiempo libre en aquellos días que se le escurrió por entero, estúpidamente hacia la nada.
Segundos después, cual fantasma perdido en la noche, alcanzó la puerta del McPherson, en cuyo interior no había demasiada gente. Del amigo catalán de Walter, ni rastro. Inmediatamente comprendió que se había equivocado al buscarlo allí. Pero ya era demasiado tarde. Los pocos clientes que había en el bar le miraban esperando a ver si entraba o no, de modo que dio dos pasos más y se adentró en el local. Sintió de inmediato que se había sumergido en la región más profunda de un recuerdo sepultado. Fuera como fuese, lo mejor que podía hacer era seguir adelante como si no pasara nada. «Una vez dentro, hasta el cuello», que decía Céline.
En la barra podía verse tan sólo a un hombre de mediana edad al final de la misma, rascándose la entrepierna con aire meditabundo, y a su lado un tipo muy flaco con el aspecto clásico del borrachín, con gorra de tela y botas claveteadas que miraba furibundo una centella de luz dorada al fondo de su vaso de whisky. Había también unas cuantas parejas acarameladas en los bancos de terciopelo, bancos de colores rojo y negro que olían a vagón de ferrocarril. No sabía entonces todavía que los dos tipos de la barra eran franceses y que aquella misma noche acabaría bautizándoles como Mercier y Camier.
Recuerda que entró en el McPherson simulando seguridad en sí mismo y que, antes incluso de preguntarse qué tomaría, se apoyó en la barra y decidió que se concentraría y buscaría que su cerebro iniciara el proceso de concebirse a sí mismo tal como Murphy percibía el suyo. Imaginó entonces su mente como una gran esfera hueca, herméticamente cerrada al universo exterior, lo cual, como diría Beckett, no resultaba un empobrecimiento, ya que no excluía nada que ella misma no contuviera, porque nada existió nunca ni existiría jamás en el universo exterior que no estuviera ya presente como virtualidad o como actualidad, o como virtualidad elevándose a la actualidad, o como actualidad cayendo en la virtualidad, en el universo interior de su mente.
Tras el considerable e inútil esfuerzo mental, se sintió casi derrumbado. Pensó en la reproducción de
Stairway
, el pequeño cuadro de Hopper que había en el apartamento y que le había obsesionado desde el primer día. El propio cuadro le había dicho que no saliera. Era una pintura que invitaba a no salir de la casa. Y sin embargo, él había decidido abrir la puerta y lanzarse a la lluvia, a la calle. Sin embargo, el cuadro, a pesar de que Hopper había pintado en él una puerta abierta al exterior, le había invitado, tan nítida como paradójicamente, a quedarse en casa, a no moverse ni loco. Pero ya era demasiado tarde. Había desafiado al cuadro, había salido.
«Es usted la esencia de la vulgaridad», recordó que le dijo una vez en su propio despacho un autor rechazado. ¿Por qué le había quedado tan grabada aquella frase y reaparecía, además, en los momentos más delicados, aquellos en los que necesitaba una mayor seguridad en sí mismo?
Pidió tímidamente una ginebra con agua. Marcel, el marsellés, el dueño del local, le hizo un comentario en francés para que viera que se acordaba de cuando había estado sentado con Celia en la terraza de su bar. Luego le sirvió la ginebra. Riba se la tomó de un solo trago. La sed acumulada de dos años, pensó. Y ya no pensó nada más con naturalidad a partir de entonces. El alcohol le subió de inmediato a la cabeza. Uno se va de pronto, pensó. Y de repente vuelve. Con ánimo de cambiar. Cabeza hundida. Cabeza en la mano. La cabeza, sede de todo. Quieto en la luna llena el último editor.
Difícil de saber —para el propio Riba— qué era exactamente lo que acababa de pensar. A la larga, dos años de abstemia se pagan. De todos modos, podía entender más o menos por dónde iba la cosa. Quieto en la luna llena el último editor. ¿Acaso no era él mismo el último editor? Se pasaba las noches en su mecedora, frente a la luna, con la galaxia Gutenberg enterrada y creyendo que todas las estrellas eran almas difuntas, antiguos familiares, gente conocida y charlatana. Pero no, no era eso lo que tenía que entender de lo que acababa de pensar. Sólo eran los implacables efectos del alcohol. Pensamientos de bebedor. Cabeza hundida. Cabeza en la mano.