Riba pensó que, si él hubiera sido poeta o novelista, habría explotado la gran mina de oro narrativa que tenía a su disposición en las animadas tertulias fantasmales de sus padres: tertulias que no se reducían, como había pensado siempre, al ámbito cerrado del piso de la calle Aribau, sino también —ahora podía comprobarlo perfectamente— al mundo, a plena luz del día, del bullicio callejero de cualquier suburbio del universo, incluido Londres.
No le gustó esa ciudad, pero paseó con interés, largo rato, por el desabrido y laberíntico East End, el centro de la gris vida de Spider. Y se sintió fascinado por las grandes y algo vetustas estaciones ferroviarias, Waterloo muy especialmente. Se extasió unos momentos, en Bloomsbury, ante el edificio de la enigmática Swedenborg Society y rememoró la extraordinaria revelación que le llegó al pensador sueco, un día de pie en el balcón de la segunda planta de aquella casa: si mal no recordaba, la revelación decía que, cuando un hombre muere, no se da cuenta de que ha muerto, ya que todo lo que le rodea sigue igual, pues se encuentra en su casa, le visitan sus amigos, recorre las calles de su ciudad; no piensa que ha muerto, hasta que empieza a notar que en el otro mundo todo es como en éste, sólo que con unas dimensiones ligeramente más amplias.
Fueron unos buenos momentos los que pasó allí frente a la Swedenborg Society, pero en general no le gustó Londres, aunque no paró de hacer cosas por toda la ciudad. Con paciencia, Celia y sus padres le acompañaron en su caprichoso rastreo por Chelsea de las dos casas en las que viviera en los años treinta el joven Beckett. Una situada en el 48 de Paulton Square, una bellísima plaza cerca de Kings Road. Y la otra en el 34 de Gertrude Street, donde el escritor vivió como realquilado de la familia Frost y salía de allí todos los días para ir a las sesiones de psicoanálisis que pagaba su madre desde Dublín y que poco a poco fueron creando en él una atmósfera propicia para odiar aquella ciudad, aunque no a escritores como Samuel Johnson, sobre el que quería escribir una pieza de teatro. «No sabes cómo detesto Londres», acabó diciéndole Beckett en una carta a su amigo McGreevy, personaje clave en su vida porque fue quien le puso en contacto con James Joyce. Aquella carta, en la que explicaba con todo detalle lo mucho que detestaba Londres, no fue para el joven Beckett más que el preámbulo de su decisión, al día siguiente, de hacer la maleta y regresar a Dublín, donde le esperaba de nuevo el martirio de la difícil relación con su madre.
Hubo una gran fotografía para el recuerdo en el 34 de Gertrude Street. Gran sonrisa repentinamente juvenil de Riba mirando hacia la cámara con la que le retrató Celia. Momento glorioso. Se sentía feliz y casi hasta orgulloso de haber sabido encontrar con tanta facilidad las dos viviendas del joven Beckett.
—¡Y eso que no sé una palabra de inglés! —repetía feliz, olvidándose del detalle nada menor de que Celia, que hablaba ese idioma sin problemas, se lo había facilitado todo.
Aquella foto en el 34 de Gertrude Street quedó como uno de los momentos clave del viaje y también como uno de los escasos instantes memorables. Porque, por lo demás, Londres le puso de muy mal humor. No le divirtió casi nada lo que vio o creyó ver en la ciudad. Descubrió que seguirían fascinándole, por mucho tiempo, y siempre muy por encima de todo, Nueva York y este bravo mar de Irlanda que tiene ahora tan cerca de su casa y que la lluvia castiga esta noche con un despiadado encono.
Ahora, mientras va muy pero que muy lentamente dejando atrás su resaca, se reafirma en su ya vieja idea de que quien ha visto Nueva York y este agitado mar irlandés tiene forzosamente que mirar con sentimiento de superioridad y estupor a Londres y acabar viéndola como Brendan Behan aquel día en que, al compararla con lugares mucho mejores, la vio como una gran tarta aplastada de suburbios de ladrillo rojo, con una pasa en medio que sería el West End.
Se ha vuelto como esos irlandeses que tanto se divierten lanzando constantes e ingeniosas pullas a los ingleses. Intuye que se olvidará pronto de Londres, pero nunca de la brillante
instalación
de Dominique, que visitó con sus padres y con Celia, en la Tate Modern. Fue una experiencia en los límites de la razón, porque sus padres quisieron ser muy literales y vieron, con el natural asombro, el fin del mundo, lo que les dejó largo rato impresionados y mudos.
Llovía con especial fuerza y crueldad fuera de la
instalación
, al tiempo que dentro de ella unos altavoces se encargaban de reproducir artificialmente el sonido de la lluvia. Y cuando iban ya a marcharse de aquel lugar de amparo para supervivientes de la catástrofe, descansaron un rato en las literas metálicas que acogían, día y noche, a refugiados del diluvio de 2058, ese año en el que sin duda toda la gente que Riba amó, toda sin excepción, estará muerta
Ese año todos sus seres queridos estarán durmiendo ya para siempre, dormirán en el espacio infinito de la dimensión desconocida, convertido ese gran espacio en una representación última de la lluvia azotando en los cristales de las ventanas más altas del universo. No hay duda alguna. En 2058 todos sus seres amados serán como aquellas ventanas altas de las que hablaba el poeta Larkin: ventanas donde cabía el sol y en las que, más allá de ellas, el hondo aire azul descubría que no era de ninguna parte y era interminable.
La alta fantasía es un lugar en el que siempre llueve, aprovechó para recordar allí en Londres, en medio de aquella atmósfera general de gran catástrofe y de diluvio universal. Se veían por todas partes, en la instalación de Dominique, réplicas humanas de Spider y abundantes muestras de fantasmas ambulantes y otros hombres durmientes. Su madre pidió una tila en el bar mirador de la última planta de la Tate, mientras su padre no paraba de mostrarse sorprendido.
—¿Os habéis dado cuenta de lo que hemos visto? ¡Estamos en pleno fin del mundo! —repetía entre alegre y muy compungido mientras contemplaba la gran vista de Londres bajo la espectacular y destructora lluvia.
Entonces, con un gran sentido del humor involuntario, su madre, tras recuperarse con el té que le sirvieron en lugar de la tila, le dijo a su marido con un rictus de súbita preocupación:
—Deja de reírte, Sam, y date cuenta, de una vez por todas, de lo que pasa. En las últimas semanas llueve siempre. No puede ser verdad que llueva tanto. En Barcelona, en Londres, todo el tiempo. Yo creo que hasta en el Más Allá siempre llueve.
Y luego, como si hubiera llegado a la conclusión más importante o quizá tan sólo la más obvia de su vida, añadió:
—Sospecho que estamos muertos.
Hace días que terminó de leer la biografía que sobre Beckett escribió James Knowlson. Nada más acabarla, se dedicó a releer
Murphy
, libro en el que siendo muy joven se adentró con entusiasmo, como si hubiera encontrado la piedra filosofal, aunque a veces también con estupor incontenible. El libro le dejó una huella suficiente como para que, por ejemplo, nunca más haya podido ver una mecedora sin relacionarla con el desolado y desquiciado Murphy. Del libro le fascinaba sobre todo aquella historia central en la que parecía que no pasaba nada, pero en realidad ocurrían muchas cosas, porque en el fondo aquella historia estaba llena de brutales microacontecimientos, del mismo modo que, aunque a veces no nos demos cuenta, también suceden muchas cosas en nuestra aparentemente lánguida vida cotidiana; una vida que parece plana, pero que de pronto se nos aparece cargada de grandes asuntos minúsculos y también de leves malestares graves.
Juega Riba a mover la mecedora de tal forma que la luna se mueva con ella. Es un gesto de profundo desesperado. Como si buscara congraciarse con la luna, ya que no va a conseguir el perdón de Celia. El gesto, en todo caso, es inútil, porque la luna ni se inmuta. Entonces comienza a pensar en los escritores de primeros libros, en los llamados principiantes, y medita acerca de las pocas veces que para su primera novela escogen los jóvenes novelistas que son ambiciosos el material que tienen más a mano; es como si los escritores en ciernes de mayor talento se sintieran empujados a ganar su experiencia del modo más arduo.
Sólo eso explicaría, piensa ahora Riba, que el principiante, ese fantasma que sospecha que le acecha, haya ido a fijarse en alguien como él, a quien no cree que tenga precisamente demasiado a mano. Ya son ganas de complicarse la vida. Porque, ¿cómo lo hará el pobre debutante para narrar desde fuera lo que seguramente apenas conoce?
Riba ha leído en su vida lo suficiente como para saber que cuando tratamos de comprender la vida mental de otro hombre nos damos cuenta muy pronto de cuán incomprensibles, cambiantes y brumosos son los seres que comparten con nosotros el mundo. Es como si la soledad fuera una condición absoluta e insuperable de la existencia.
Qué arduo puede acabar resultándole al principiante hablar de los grandes asuntos minúsculos, o de los leves malestares graves: todas esas cuestiones que en realidad sólo el propio Riba sabría explicar y hasta matizar con gran hondura porque, como es lógico, sólo él verdaderamente las conoce a fondo: en realidad sólo él las conoce.
Nadie más, sólo él, sabe que, por un lado están, es cierto, esos leves malestares graves, con su sonido monótono, parecido al de la lluvia, ocupando el lado más amargo de sus días. Y por el otro, los grandes asuntos minúsculos: su paseo privado, por ejemplo, a lo largo del puente que enlaza el mundo casi excesivo de Joyce con el más lacónico de Beckett y que a fin de cuentas es el trayecto principal —tan brillante como depresivo— de la gran literatura de las últimas décadas: el que va de la riqueza de un irlandés a la deliberada penuria del otro; de Gutenberg a
google
; de la existencia de lo sagrado (Joyce) a la era sombría de la desaparición de Dios (Beckett).
Según como se mire, piensa Riba, su propia vida cotidiana de las últimas semanas va pareciendo un reflejo de esa historia de esplendor y decadencia y de súbito quiebro y descenso hacia el muelle opuesto al del esplendor de un tiempo literario ya insuperable. Es como si su biografía de las últimas semanas corriera paralela a la historia de estos últimos años de la literatura: una historia que conoció los grandes años de la existencia de Dios, y después su asesinato y muerte. Es como si, después de la atalaya del divino Joyce, hubiera la literatura descubierto, con Beckett, que el único camino que quedaba era una senda criminal, es decir, la muerte de lo sagrado y quedarse a vivir a ras de suelo o mecedora.
Y también como si, al igual que en aquella canción de Coldplay, después de haber gobernado el mundo y haberse sentido en las alturas, ahora sólo supiera dedicarse la literatura a barrer las calles que un día fueron suyas.
Qué difícil y qué complicado todo para el pobre principiante, piensa. No le envidia nada al joven autor tener que hacerse cargo de todo este embrollo. Es medianoche y la lluvia continúa azotando en los cristales, y la luna sigue a su aire. La resaca va disminuyendo, pero no demasiado. Lo peor es que sigue habiendo puntos oscuros en su memoria de anoche. Y Celia, que podría ayudarle, duerme, y seguramente tiene decidido marcharse mañana.
Algo en todo caso es completamente seguro que sucedió ayer: parte de la premonición del sueño de Dublín se cumplió y él volvió trágicamente a la bebida y Celia acabó abrazándole a altas horas de la madrugada, a la salida del McPherson, el pub de la esquina. Los dos cayeron y rodaron por el suelo, bajo la lluvia, conmovidos y aterrados al mismo tiempo por la desdicha que había caído inopinadamente sobre ellos. Pero también sorprendidos; sobre todo él, que volvió a conocer la misma emoción fuerte que había conocido en el hospital cuando tuvo aquel sueño premonitorio.
Nada más recordar la escena final de la tragedia de ayer, trata de que la mecedora quede por un momento más inmóvil que todo lo demás que la rodea. Es como si quisiera detener el tiempo y buscara volver atrás para intentar rectificar y hasta tratar de impedir lo que anoche sucedió. Con esos intentos de detenerlo todo, se va creando un silencio profundo, e incluso parece que la luz haya descendido en potencia y sea más bien ahora de un color muy semejante al del plomo. Es raro, porque hasta ahora se oían ruidos de los vecinos. Inmovilidad del mundo por unas décimas de segundo. Centelleo fulgurante de algunas escenas de anoche en el pub. Espanto. Consternación. Cuantas más cosas va recordando, más aumenta la sensación de angustia y también la constatación de una imposibilidad: no puede volver atrás sin caer en una gran atrición, ese sentimiento que siempre le ha horrorizado. ¿Significa algo esa imposibilidad, ese silencio, esa atrición, ese dolor, esa inmovilidad que, por otra parte, apenas han llegado a ser del todo? Afuera, el cielo nocturno continúa extrañamente anaranjado. No puede Riba sentirse más a ras de suelo. Qué grandes eran los fastos de Joyce. Sólo la mecedora le da la oportunidad de estar más alto que el suelo. Se acuerda de pronto de
Fin de partida
, de Beckett: «¿Significar? ¡Significar nosotros! ¡Ésta sí que es buena!»
¿Así que puede que tampoco signifique nada lo que le ocurrió con la doctora Bruc en Barcelona antes de viajar por segunda vez a Dublín? Después de haberle informado del resultado de la analítica, la doctora le propuso que se presentara como voluntario en un estudio de investigación clínica, cuyo objetivo principal sería investigar «el papel del paricalcitol en la prevención de la morbilidad cardiovascular» en pacientes con enfermedad renal crónica como él.
—Diría —le interrumpió Riba—, que me está usted preguntando en realidad si quiero ser su conejillo de Indias.
Ella sonrió, evitó contestarle directamente y se limitó a explicarle que el paricalcitol era una forma metabólica activa de la vitamina D, que se utiliza para la prevención y tratamiento del hiperparatiroidismo secundario asociado con una enfermedad renal crónica. Se trataría de colaborar en un estudio, dirigido desde un laboratorio de Massachusetts, acerca de la clase de cambios de la expresión genética que se producen cuando ciertos pacientes son tratados con paricalcitol.
Riba insistió y le volvió a preguntar por qué había pensado en él como cobaya y le explicó, a modo de revelación amistosa de un secreto, que hacía semanas que se sentía observado, no sabía por quién. Era, le dijo, como si se hubiera convertido en el conejillo de Indias de alguien y por eso, de golpe, su propuesta médica había venido a encender aún más todas sus alarmas. No sabía cómo decirlo, pero le parecía que de la noche a la mañana la gente pensaba en él para toda clase de experimentos.