Dublinesca (25 page)

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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Dublinesca
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Mira su cama vacía y se pone en la piel de quien podría estar observándole desde el sitio donde está él ahora. A ese espía las sábanas deshechas de al lado le conducirían al tedio primero y luego directamente a quedarse dormido. Imagina que se introduce plenamente en la piel de ese espía y que éste acaba durmiéndose y que la pesadilla recurrente de la jaula le alcanza también a él, sólo que en esta ocasión Dios está fuera de la jaula y es un tipo desgreñado que está todo el rato alisándose maquinalmente el pelo. Imagina que bajo la mirada del desgreñado, le dice al ausente, al que esta noche ha dormido en la cama ahora vacía:

—Nunca fue un problema, pero ahora empieza a serlo, y me inquieta. Trato de comunicarme, pero no hay forma de lograrlo. No hay distancia más grande que el espacio entre dos mentes. Tanto si sospechas que soy aquella
primera persona
que hubo en ti y que se esfumó tan pronto, como si piensas que soy el creador de tus días, o el sublimado genio escurridizo de tu infancia, o simplemente la sombra que proyecta tu pena de editor, lo más desesperante de todo es que pienses que soy feliz. Si supieras.

Nadie tan alejado del suicidio como Beckett. Se sabe que cuando visitó la tumba de Heinrich von Kleist sintió un profundo malestar y la más escasa admiración por el gesto suicida último de aquel artista romántico. Beckett, que amaba el mundo de las palabras y amaba el juego, llevó una vida de novelas cada vez más cortas, más ínfimas, obras cada vez más despojadas, más descarnadas. Siempre rumbo a peor. «Nombrar, no, nada es nombrable, decir no, nada es decible, entonces qué, no sé, no tenía que haber comenzado.» Un terco camino hacia el silencio. «Así rumbo a lo menos aún. Mientras todavía tenue. Lo tenue sin atenuar. O atenuado a más tenue todavía. Hasta lo tenue tenuísimo. Lo minimísimo en lo tenue tenuísimo.»

Cambió de lengua para empobrecer su expresión. Y al final sus textos cada vez aparecían más depurados. Delirio lúcido de la miseria. Viviendo siempre en lo obstruido, lo precario, lo inerte, lo deforme, lo incierto, lo aterido, lo aterrador, lo inhóspito, lo desnudo, lo enfermizo, lo vacilante, lo desguarnecido, lo exiliado, lo inconsolable, lo lúdico. Beckett flaquísimo y fumando en el cuarto de Tiers-Temps, un geriátrico de París. Los bolsillos llenos de bizcochos para las palomas. Retirado, como un anciano cualquiera sin familia, a una residencia de ancianos. Pensando en el mar de Irlanda. A la espera de la oscuridad definitiva. «Mucho mejor, al final de todo, que las penas se pierdan y regrese el silencio. A fin de cuentas, es como has estado siempre. Solo.»

Tan lejos de Nueva York.

—Quisiera nacer —oye que dicen en el cuarto de al lado.

Interrumpe la lectura de la biografía. Podría ser cierto que ha oído esto si no fuera porque no hay nadie en el cuarto contiguo. No se ha oído un solo ruido ahí desde que llegó. No ha oído que nadie entrara. Además, la frase ha sido dicha en español. Es su imaginación. Tampoco es grave. Seguirá trabajando con ella, con la imaginación. Inventa un nombre cualquiera y lo pronuncia antes de retarlo a entrar.

—Si estás ahí, da tres golpes.

Entra el fantasma. Quizá sólo ha entrado su obsesión por sentirse más próximo a la primera persona, a ese buen hombre inicial que quedó oculto por culpa de su catálogo.

Ya se sabe que un fantasma pertenece a nuestra memoria, casi nunca llega de tierras lejanas o del espacio exterior. Es nuestro inquilino.

—¿Y la maleta roja?

—Nunca viajo —dice el fantasma—. Siempre estoy tratando de nacer. Y de aprender inglés, que buena falta me hace.

Hora
: Las once de la mañana.

Día
:
Bloomsday
.

Lugar
: Meeting House Square, una plaza que surgió del lugar donde hace un siglo se concentraba gran parte de la comunidad cuáquera de Dublín.

Personajes
: Riba, Nietzky, Ricardo, Javier, Amalia Iglesias, Julia Piera, Walter y Bev Dew.

Estilo
: Teatral y festivo.

Acción
: Tradicional lectura pública de
Ulysses
en el escenario del teatro que construyeron en un rincón de la plaza. Público sentado, que llena las sillas de la Meeting House. Público también en la terraza de un café. Transeúntes ocasionales y gente de pie conversando, muy animadamente algunos. Gusto muy elocuente por el disfraz.

Riba se encuentra con Julia Piera, poeta española que vive hace dos años en Dublín y es también amiga de Javier y de Ricardo y que de inmediato les ofrece incorporarse a la lista de los que han pedido turno para leer un fragmento del libro en el pequeño escenario. Andan ya por el final del quinto capítulo, de modo que lo más probable es que, por una casual y curiosa casualidad, les correspondan lecturas del sexto. Nietzky y Ricardo dan sus nombres y el comité de la Meeting House les cita para la lectura alrededor de las doce y media.

Riba observa con agitada curiosidad a todos los que van disfrazados de Leopold Bloom, de Molly Bloom, de Stephen Dedalus. Está alcanzando pequeños grados de felicidad insospechada. Todo, absolutamente todo le parece nuevo, y la vida también. Le parece que la sensación es semejante a haber viajado al otro mundo. Un aire de irrealidad maravilloso. Un estar en otra parte.

Va registrando todo en un
commonplace book
que se ha comprado en la librería de la cercana Filmoteca y que ha decidido inaugurar con una lista de lo que le vaya llamando la atención esta mañana.

Relación literal de lo que hasta ahora ha ido anotando:

Un hombre disfrazado de «paisaje interior de un cráneo».

Una maravillosa gorda que se cree Molly Bloom.

El escritor israelí David Grossman, que se ha inscrito en la lista de los que leerán un fragmento de
Ulysses
.

Bev Dew, la joven hija del embajador de Sudáfrica, con un ancho sombrero floreado y un vestido hasta los tobillos. Muy guapa. Cara fragante. Cara de manzana. Va acompañada de su lacónico y extraño hermano Walter, amigo de Nietzky desde el colegio y oscuro dueño del Chrysler.

La poeta Amalia Iglesias, que saluda a Javier, que fue su vecino en Madrid hace años.

¡Un portugués disfrazado de David Hockney!

«Hay que dedicarse de lleno a los funerales», dice Nietzky. Seguramente ya ha bebido otra vez.

Una anónima figura huesuda. Por utilizar una descripción de estilo beckettiano: Frente altiva nariz oídos hoyos blancos boca hilo blanco como cosido invisible acabado.

De nuevo, Julia Piera. Sensualidad, belleza, vivacidad.

Algunos fantasmas más que evidentes, uno incluso con sábana blanca. De nuevo, mi sombra cómica en un escaparate.

Una especie de ogro finlandés con panamá de paja y bastón de puño de plata.

Un tipo con gabardina y un parecido bastante asombroso a Beckett de joven.

Un jesuita llamado Cobble, amigo de Nietzky, que se detiene en seco de pronto y se pone a hablar en voz sospechosamente muy baja con Amalia Iglesias.

Marchan con notable retraso en la lectura, como si quisieran desde su atalaya irlandesa poner en solfa la puntualidad británica. Van tan atrasados que Nietzky no sale a la palestra hasta las 13:10. Lee en un inglés ridículo, muy académico y cadencioso. La hermana de su amigo Walter parece, sin embargo, hasta emocionada escuchándole. Riba siente inesperados celos, y luego se queda inquieto por esta reacción. Belleza extrema, juventud. Le gusta Bev, no puede negar la excitación, el deseo sexual repentino. Le gusta sobre todo su voz. En medio de esa especie de euforia en la que él vive, en medio de sus grados de felicidad insospechada, cree entender que Bev le recuerda a una de aquellas muchachas que tenían un bello y brillante timbre de voz en las novelas de Scott Fitzgerald: aquel timbre en el que podía oírse un tintineo de monedas y la bella cascada de oro de todos los cuentos de hadas. Sí, Bev le gusta, entre otras cosas por el erotismo de su voz y también porque en cierta manera su
glamour
le acerca a Nueva York. O simplemente le gusta y eso es todo.

Entretanto, en lo alto del escenario, la lectura de la novela de Joyce continúa. Simon Dedalus, Martin Cunningham y John Power ya van sentados en el coche fúnebre y el sexto capítulo avanza al mismo trote que los caballos van hacia el cementerio de Prospect.

—¿Por dónde nos lleva? —preguntó el señor Power a través de ambas ventanillas.

—Irishtown —dijo Martin Cunningham—. Ringsend. Brunswick Street.

El señor Dedalus asintió, mirando hacia afuera.

—Es una buena costumbre antigua —dijo—. Me alegro de ver que no se ha extinguido.

Todos observaron durante un rato por las ventanillas las gorras y sombreros levantados por los transeúntes. Respeto. El coche se desvió de las vías del tranvía a un camino más liso, después de Watery Lane.

—En realidad, es un réquiem por mi oficio y sobre todo por mí, que estoy acabado —le comenta Riba a Javier mientras dirige una mirada ansiosa hacia Bev, como queriendo indicarle a su amigo que dice todo esto porque ella le recuerda que ya es viejo y es mortal y que a fin de cuentas tiene ya casi sesenta años y conquistarla no será la tarea que en otros tiempos podía resultarle más fácil.

Están de pie en un extremo de la plaza, junto a la primera fila del cada vez más numeroso público sentado.

—No, si ya no tienes que convencerme de nada —dice Javier—. Y más cuando ya hemos llegado al sexto capítulo y me siento impregnado de tu idea del réquiem. Hasta he pensado en escribir la historia de alguien que se dedica a celebrar funerales por todo el mundo, funerales en forma de obras de arte. ¿Qué te parece? Es alguien que trata de ir aprendiendo a despedirse de todo. No le basta con despedirse de Joyce y de la era de la imprenta y empieza a convertirse en un coleccionista de funerales.

—Podría llevar grabado en su sombrero este lema: «Hay que dedicarse de lleno a los funerales.» Es lo que ha dicho Nietzky hace un rato.

No puede Javier oír bien el final de estas palabras porque irrumpe una voz innecesariamente atronadora en el escenario.

—Pero qué espanto. No creo que haga falta tanto grito para la visita al terrible Hades —comenta Javier.

Sale el sol y lo cierto es que nadie lo esperaba, aunque todo el mundo lo ha registrado de inmediato con alegría. Riba vuelve sobre su
commonplace book
y anota que en la terraza del café, a causa de la reciente aparición del sol, la gente está ahora sentada boquiabierta, «como si ya estuviera en su casa y fuera de noche y mirara la televisión».

Ha salido el sol, pero ahí arriba la lectura prosigue en un escenario cada vez más sombrío: «Una gota de lluvia le escupió el sombrero. Se echó atrás y vio un instante de chaparrón esparcir puntos en las losas grises.»

Por esas mismas losas grises se acercan ligeramente enigmáticos, Bev y Walter Dew. Parece que el hijo del embajador de Sudáfrica va a decir algo, pero al final hace honor a su recalcitrante sequedad —Nietzky ya les ha advertido que su amigo preside una elitista Sociedad de Lacónicos de Dublín— y no suele abrir mucho la boca.

Bev sonríe y quiere saber, con su casi perfecto español, cómo se las arreglarán hoy sin el Chrysler para moverse a lo largo del
wonderful Bloomsday
. Ni siquiera ella y su hermano tienen el Chrysler, porque se lo ha quedado su padre. Ya no hay duda de que en el timbre de voz de la hermana del lacónico se esconde un verdadero hechizo. Es una voz sensorial, que tiene luz, vida, calor y hasta sudor. Es una voz que tiene esplendor y brillo, aunque a veces ese brillo contraste con la opaca inteligencia de la muchacha.

—Trenes y taxis —contesta Javier—, no hay problema. Ya hemos venido hoy hasta aquí en taxi. Y si no vamos andando, no hay problema.

Riba ni se mueve, está petrificado mirando a Bev, esperando quizá a que ella vuelva a hablar.

—¿No es así? —le pregunta Javier—. Vaya, nuestro querido señor editor ha ingresado en el círculo de los lacónicos.

—Ah, sí —reacciona Riba—. Hay taxis por todas partes. Basta levantar la mano en la carretera que pasa por delante del hotel, por ejemplo, y ya se detiene enseguida uno.

Cuando acaba de decir esto, tiene la impresión, casi la certeza, de haber hablado demasiado. Y recuerda que en una época llegó a sentir verdadero pánico de convertirse en un charlatán.

A cierta distancia de donde se encuentra Riba, está Ricardo, algo circunspecto, con su clásico Pall Mall en la mano y hablando con Nietzky:

—¿Me oyes? Para mí lo peor es que Riba me haya estado imaginando todo este tiempo como un artista de estirpe romántica. Es una verdadera chaladura. No puedo llegar a entender por qué no ha podido imaginarme como una persona normal, padre de familia, oficinista, atareado marido que va al supermercado los fines de semana y por las noches baja la basura a la portería. Es decir, como lo que soy, ni más ni menos.

—No sabía que eras tan normal —dice Nietzky.

En el escenario prosigue, implacable, la lectura de la novela:

Caballos blancos con penachos blancos en la frente doblaron la esquina de la Rotunda, al galope. Un pequeño ataúd pasó como un destello. Con prisa por enterrar. Un coche fúnebre. Soltero. Negro para los casados. Pío para los solteros. Pardo para las monjas.

—Triste —dijo Martin Cunningham—. Un niño.

Estado del cielo
: muy vivo, cada vez más soleado.

Acción
: En su esquina, Riba piensa en el niño que fue. Momento extraño. Imagina el ataúd que habría tenido de haber muerto a una temprana edad. Y también imagina la sombra de su
genius
—el ángel custodio perdido a edad tan temprana— acompañando en silencio al ataúd. Luego regresa la voz de la compañera de juegos de la infancia. El tiempo vuela como una flecha y la mosca de la fruta también vuela.

No lejos de allí, Ricardo y Nietzky prosiguen con su ahora ya larga conversación.

—¿Qué será la esquina de la Rotunda? —pregunta Ricardo.

—¿Rotunda Corner? La esquina de la Muerte. Al menos suena a eso, ¿no?

—Pero también a la gótica Rotunda, que es esa letra de imprenta inventada no sé en qué siglo, la que hoy conocemos por letra redonda. Pero es cierto, lo normal sería que la Rotunda fuera la Muerte. A propósito de lo normal. ¿Tú no sabías que yo lo era?

Breve silencio.

—¿El qué? ¿Normal? Pues no —otro breve silencio—. Te situaba en el arte y éste, que yo sepa, nunca lo es. Más bien es laberíntico, fantásticamente engañoso y complejo, amigo. Mira a Walter, por ejemplo.

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