¿Qué habría ocurrido si hace unas horas hubiera abierto la puerta? Ese joven esperaba encontrarse con su amante. Tal vez el gran susto se lo habría dado el propio desconocido. Y lo que está claro es que, de haberle abierto la puerta, se habría puesto en marcha una historia. Ahí, piensa Riba, un narrador habría encontrado sin duda el comienzo de un buen relato… Cabecea ligeramente. Parece que se ha despertado demasiado pronto y que va a volver a dormirse. Pero enseguida se recupera del falso regreso del sueño.
Poco después, cuando precisamente más despejado está, cae en un sopor de palabras y preguntas sin excesivo sentido. Piensa, por ejemplo, en el color de Irlanda y se pregunta si algún día ese color predominante, el verde, se irá. ¿Qué significa esa pregunta? ¿No es una pregunta idiota? Mira hacia el televisor y ve cómo Drácula, tras escudriñar el sol oteando el horizonte, lanza una maldición al cielo. Por el movimiento de los labios cree entender lo que ha podido decir, pero no le parece demasiado creíble. Le parece que el vampiro ha dicho:
—Inquieto como culo de niño.
Qué raro, piensa, podría haber dicho, al menos «como el culo de un niño», pero ha tenido que comerse los artículos. ¿Hablará así el joven que vino a buscar la maleta roja y que dijo llamarse New York? Su mente vuelve a estar ahora algo confusa. Y qué extraño todo, piensa. Se tapa con la sábana, como si empezara a volver a tener miedo. De poder elegir su destino, se convertiría en un durmiente eterno. Si llamaran ahora a la puerta, creería que es el genio que ha buscado toda su vida.
Se acuerda de un día en el que Celia, con desmesurada atención, leía en casa la etiqueta de una botella de agua mineral, haciéndola girar lenta e ininterrumpidamente. Y se pone a hacer algo parecido en su habitación. Toma una botella de cristalina agua irlandesa y repite aquellos gestos de Celia en otros días.
Soledad. Celia allá en Barcelona. Los amigos, probablemente durmiendo la resaca. Sus padres en el día de su 61 aniversario de bodas, pero a tan temprana hora del día que ni siquiera puede llamarles.
Solo, enormemente solo. Aunque, bien mirado, a cada momento que pasa, más desaparece la impresión de soledad. Porque no cesa ese extraño rumor de fondo, la sensación de notar la presencia casi palpable de alguien a su lado, rondándole. Maldita sea, piensa, acabaré acostumbrándome a esa compañía. Trata de incorporar más humor al momento, pero no sabe muy bien cómo hacerlo. Le parece que, de tener que ser alguien, ese fantasma sólo puede ser el creador de sus días, o el duende —el perdido genio— de su infancia. O alguien que le utiliza como conejillo de Indias para sus experimentos. O el mismísimo tío David, aunque no lo cree. O el autor magistral que siempre buscó y nunca encontró. O nadie. En cualquiera de los casos, tiene que ser alguien que, como diría Joyce, se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres. Sea quien sea, le parece que, salvando las insalvables distancias, ese alguien o nadie tiene que ser como la famosa realidad, a la que puede uno aproximarse más y más, pero nunca acercarse lo suficiente, porque la realidad sabe escabullirse perfectamente detrás de una sucesión infinita de pasos, de niveles de percepción, de falsos sondeos. A la larga, la realidad resulta inextinguible, inalcanzable. Se puede saber más y más sobre ella, pero nunca todo. Y aun así es recomendable probar a saber algo más, porque a veces en ciertas investigaciones se producen sorpresas.
El desayuno lo sirven en una sala adosada al lobby, un recinto blanquinegro ultramoderno, un espacio latoso y letalmente
fashion
. Jamás había visto un lugar para desayunar tan mortecino y oscuro: parece Dublín de noche, pero muy de noche y antes de que lo construyeran, cuando también ese lugar era uno de los más oscuros de la tierra. Porque, de entrada, no se ve nada. Y cuando finalmente te acostumbras a la oscuridad, comienzas a vislumbrar a una serie de ejecutivos ásperos, que desayunan solos, con el gesto severo y adusto, el maletín en el suelo. No ve a su alrededor más que hoscos clientes de traje rígido. Son los
morgans
, piensa. No se relacionan entre ellos, pero aun así cabría esperar que se adivinara en sus expresiones un cierto entusiasmo por las cosas de este mundo. Pero los
morgans
parecen vivir en un entusiasmo de migraña, mórbido, huraño. Para estar a su altura, pide un café en su mismo tono reservado y arisco. Algunos le dedican una mirada absolutamente indiferente y parecen arrugar el ceño.
Se entretiene imaginando que uno de los
morgans
desayuna vísceras cocinadas, al modo de Bloom al comienzo del
Ulysses
. Le reconforta pensar que, cuando termine el desayuno, ya será una hora más apropiada para llamar a sus padres. Uno de los
morgans
le está mirando con una fijación que le incomoda. Le hace recordar a un huraño parecido que encontró en el Roverini, de Madison Avenue, en su segundo viaje a Nueva York. Al igual que aquél, este tipo le resulta extrañamente familiar; es como si le conociera de hace mucho y lo supiera todo sobre él, y al mismo tiempo el hombre, que tiene todo el aspecto de ser italiano, fuera en realidad un auténtico y completo desconocido; es más, como si fuera la persona que menos conoce de todos los millones de desconocidos que hay en el mundo.
Puede que le esté vigilando. O que sea el tal Walter. O un amigo reclutado esta noche por Nietzky, que pronto se le acercará para presentarse y decirle algo así como que él era el primero en comprar todos los libros que publicaba su editorial. De modo que usted es la famosa
primera persona
, le diría entonces Riba si ese tipo se acercara para decirle algo por el estilo. Pero el supuesto italiano no se acerca y permanece inmóvil, simplemente mirándole fijo, hasta que se cansa y prefiere hundir su mirada en el
The Irish Times
que dan al entrar en la sala de desayunos. Se pregunta Riba qué pasaría si ahora fuera hasta él y le dijera que a veces cree reconocer en los desconocidos al genio perdido de su infancia. El otro pensaría que es un loco o alguien que quiere ligar con él. No entendería jamás el matiz espiritual, la maniobra que sólo trataría de asemejarse a la que podría, por ejemplo, intentar un viejo niño de un patio de Barcelona queriendo reconciliarse con su genio infantil, con aquella
primera persona
que conoció tan fugazmente y que se separó tan pronto de él. Pero no están los adustos
morgans
para sutilidades de ningún estilo.
Otro de ellos, el que está sentado en la mesa de al lado y se halla enzarzado en unos papeles con muchas cifras y ecuaciones aritméticas, mira ahora a Riba con absurdo recelo, como si creyera que le quiere copiar sus anotaciones comerciales. Ya sólo le faltaba esto a Riba, que alguien pensara que tiene nostalgia del mundo de los negocios o que necesita copiar las exitosas fórmulas de los otros.
Vuelve a mirar al supuesto italiano de antes y confirma que la mirada fija de hace unos segundos pasó a mejor vida. Esto le permite observarle mejor. Desde luego le recuerda mucho al joven
morgan
que viera en el Roverini de Nueva York. Pero pronto ve que no es el mismo tipo, ni mucho menos. Éste, si cabe, parece más huraño todavía.
Qué lástima que no pueda contarles a sus padres que está ahora recordándoles con tanto cariño en el día de su aniversario de bodas, y que lo está haciendo sentado frente a un huraño irlandés y al lado de otro, que es casi como un niño porque teme que le copien los deberes. Pero Riba sabe que, cuando hable con sus padres, se limitará a felicitarles por el aniversario de boda y nada les dirá acerca de estos
morgans
. Bastante problema tiene con ellos desde que acabara tan mal su visita del último miércoles.
Para no hundirse en el remordimiento vuelve a concentrarse en el mundo de los huraños inéditos. Piensa en todos los que ha conocido a lo largo de su vida. El primero fue un vendedor de seguros de entierros, un amigo de su abuelo que solía visitarlos todos los veranos para renovar las interminables pólizas. Era extraordinariamente huraño, como si creyera que tenía que serlo para estar en relación directa con su oficio. Y lo peor: una persona de la que no podía saberse nunca lo que pensaba.
«En lo que el hombre piensa se convierte», recuerda que le decía su abuelo. Pero ¿era su abuelo quien decía esto? ¿Tantas cosas llegó a decir su abuelo, el hombre menos huraño que ha conocido en la vida? Siente que está peor que Spider, quizá porque ha dormido poco. Y, cuando vuelve a mirar hacia donde está el joven
morgan
de la mirada fija y el gesto adusto, ve que el desconocido no sólo ya no está, sino que se ha esfumado y no queda de su presencia ni el menor rastro. Es como si nunca hubiera estado ahí.
Trata de recordar que tiene que vivir el día con pleno entusiasmo, pero le cuesta convencerse de que vaya a ser eso posible. ¿Adónde ha ido ese
morgan
? Le disgustaba profundamente, pero no le había dado permiso para desaparecer de esa forma. Se siente incluso más molesto que cuando de niño le abandonó el genio de la infancia. Y absurdamente vengativo con ese
morgan
que se ha ido.
Ese joven —piensa— tan lleno de vida y al mismo tiempo liviano como un espectro. Últimamente, mucha gente tiene la costumbre de esfumarse a los pocos segundos de haber aparecido.
Y le viene a la memoria una compañera de juegos de los veranos de su infancia, en Tossa de Mar. El tiempo vuela como una flecha, decía la niña, y la mosca de la fruta también vuela.
A la espera de que se despierten los trasnochadores y ya de nuevo en su cuarto, se refugia en el libro con el que ha viajado hasta aquí y se adentra en la biografía de Beckett, escrita por James Knowlson. La publicó y no la leyó en su momento, y le ha parecido que el viaje a Dublín ha propiciado ese momento. Llegó la hora de leer ese libro que editara hace cinco años y con el que, por cierto, perdió tanto dinero. Sabe que podría hacer otras cosas. Por ejemplo, ir a la sala de ejecutivos que hay en la primera planta y pasar allí el rato consultando sus e-mails. Pero quiere hacerse fuerte en su decisión de terapia viajera y alejamiento de internet y de los ordenadores. Ha venido a Dublín con este libro sobre Beckett porque siempre pensó que un día le llegaría el momento oportuno para leerlo, pero también porque, poco antes de salir de Barcelona, le llamó la atención que quien fuera gran amigo de Joyce —se dice que también secretario, pero eso es falso—, hubiera nacido en Foxrock, en el condado de Dublín un 13 de abril de 1906, veintiséis meses después del día en que transcurre
Ulysses
. Precisamente, los veintiséis meses que han pasado desde que sufriera su colapso físico. Veintiséis meses, además, fue el tiempo exacto que duró el noviazgo de sus padres.
Lee ahora el fragmento en el que Knowlson comenta cómo el joven Beckett huyó de Irlanda y sobre todo escapó de May, su madre, pero no lo pasó mucho mejor en Londres. Estuvo allí todo el tiempo deprimido y sin trabajo. Se postuló sin suerte para conservador adjunto en la National Gallery. Padeció toda clase de males físicos en forma de quistes y eccemas. Pronto vio que se vería obligado a volver al hogar dublinés. Lo peor fue que volvió, y su madre, convencida de que se comportaba de forma extraña y tenía problemas psíquicos, le torturó haciéndole regresar a Londres y pagándole dos años de psicoterapia intensiva en esa ciudad, lo que le llevó a acabar detestando para siempre la vieja capital del imperio y al imperio mismo. Nunca fue un buen irlandés, pero actuó como si lo fuera a la hora de despreciar a Inglaterra. Viajó después por Alemania, donde aprendió —dice Knowlson— a callar en otro idioma, absorto ante cuadros flamencos.
Con todo, hubo después un regreso posterior a Dublín y a la vida con su madre. Incomodidad en la casa natal de Cooldrinagh, en el pueblo de Foxrock. Largos paseos al atardecer por Three Rock y Two Rock regresando a casa siempre por Glencullen, generalmente acompañado por los dos
kerry-blue-terriers
de su madre. Días de niebla y estupor, de indecisiones. Largas caminatas por la bella costa del condado: faros, viento, puertos. Largos paseos por esa zona que es uno de los lugares más bellos de la tierra. Y una sola convicción en aquellos días de grandes indecisiones: detestará Londres ya para siempre. Y una pregunta que acecha al ya no tan joven Beckett: ¿Y si marchara a Francia y huyera de la belleza de los faros y de los muelles últimos de los puertos del fin del mundo de la noble, querida, tierna, asquerosa tierra natal?
Dos días después, dice Beckett adiós a Dublín de una vez por todas y se dirige a París, que no tardará en convertirse en el destino de su vida. Allí vive un día una escena que él llamaría ya para siempre
revelación
y que una vez resumió así: «Molloy y los demás vinieron a mí el día en que tomé conciencia de mi estupidez. Sólo entonces empecé a escribir lo que sentía.» Cuando su biógrafo Knowlson le pidió que fuera menos críptico sobre el asunto, Beckett no tuvo inconveniente en explicarlo mejor:
Me di cuenta de que Joyce había ido todo lo lejos posible en la dirección de conocer más, de controlar el material propio. Siempre estaba añadiendo; basta ver sus pruebas de imprenta. Yo comprendí que mi camino estaba en la
pobreza
, en la falta de conocimiento y en la sustracción, en restar más que en añadir.
Con aquella
revelación
de Beckett, la historia de la era Gutenberg y de la literatura en general había empezado a parecerse a un organismo vivo que, habiendo llegado a la cumbre de su vitalidad con Joyce, conocía ahora con el heredero directo y esencial, Beckett, la irrupción de un sentido más extremado que nunca del juego, pero también el comienzo del duro descenso en la forma física, el envejecimiento, la bajada hacia el muelle opuesto al del esplendor de Joyce, la caída libre en dirección al puerto de las aguas turbias de la miseria, allí donde en los últimos tiempos, y desde hace ya muchos años, pasea una vieja prostituta con una ajada gabardina irrisoria en la punta de un muelle barrido por la tempestad y el viento.
Leer le devuelve al sueño, quizá porque se ha despertado demasiado pronto. Pero no atribuye su repentino bajón a esta circunstancia, sino a que se haya puesto a leer en la otra cama, en la que no ha usado esta noche para dormir. Se acuerda de Amy Hempel, que decía en uno de sus cuentos que al final había descubierto un truco para coger el sueño: «Duermo en la cama de mi marido. De esa manera, la cama vacía que miro es la mía.»