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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Dublinesca (21 page)

BOOK: Dublinesca
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Después, el presente fugitivo, pero de algún modo asible en forma de gran necesidad de sentirse
vivo
en un
ahora
que le está obsequiando con la alegría de sentirse por fin libre, sin la atadura criminal de la edición de ficciones, una labor que a la larga se volvió un tormento, con la competencia siniestra de los libros con historias góticas y Santos Griales y sábanas santas y toda aquella parafernalia de los editores modernos, tan analfabetos.

Y finalmente, la cuestión del futuro, claro. Oscuro. No tiene el menor porvenir, que diría el transexual de la pastelería de abajo. El famoso futuro engloba en realidad el tema principal, que resulta no ser exactamente un tema único: Riba y su destino. Riba y el destino de la era Gutenberg. Riba y el impulso heroico. Riba y su sospecha desde hace unas horas de que es observado por alguien que tal vez quiere hacer algún experimento con él. Riba y la decadencia de la edición literaria. Riba y la vieja y gran puta de la literatura, hoy ya bajo la lluvia y en el último muelle. Riba y el ángel de la originalidad. Riba y los picatostes. Riba y lo que se quiera.
As you like it
, que decían Shakespeare, el doctor Johnson, su amigo Boswell, y tantos otros.

—¿Dónde lo celebramos? —pregunta Riba, nada más alcanzar la terminal del aeropuerto y encontrarse con sus amigos.

Se refiere al funeral por el mundo de Gutenberg, por el mundo que ha conocido, que ha idolatrado y que le ha cansado. Pero se crea un equívoco. Como Javier y Ricardo aún no tienen noticia del réquiem, piensan que Riba habla de celebrar que se acaban de encontrar los cuatro en Dublín y creen que les está proponiendo tomarse unas copas, es decir, dan por sentado que ha decidido volver a la bebida. Es curioso, pero les hace una ilusión exagerada ese supuesto regreso al alcohol de su antiguo editor. De modo que ríen felices.

—En el mismo cementerio de Glasnevin —les interrumpe Nietzky con un tono muy seco.

—¿Hay un bar en el cementerio? —pregunta Javier extrañado.

Estado del cielo
: No llueve como en Barcelona. Pero una nube empieza a cubrir el sol y sume los alrededores del aeropuerto en un verde más oscuro. Se funden los recuerdos de Riba en las aguas oscuras y refrescantes de las sombras.

Suben al Chrysler que Walter, un amigo dublinés de Nietzky, les ha dejado. Conduce Ricardo, ilusionado con conducir por la izquierda y el único, además, que va ataviado de irlandés, aunque de irlandés, en todo caso, salido directamente de
Donovan’s Reef
, la película de John Ford, es decir, con camisa floreada y motivos polinesios, aunque todo lo cubre un impermeable muy largo y anticuado que recuerda a aquellos que utilizaba Sergio Leone en sus spaghetti-westerns. En contraposición, Javier va vestido de forma muy sobria y casi británica. Componen, según cómo se mire, una involuntaria pareja cómica.

Se dirigen al Morgans Hotel, cuartel general del cuarteto. Un lugar extraño, según explica Javier a Riba, un lugar repleto de ejecutivos solitarios, de individuos de traje y corbata a los que han decidido llamar los
morgans
. Un lugar que está en la carretera que va del aeropuerto a la ciudad de Dublín y que pertenece a la misma cadena del sofisticado Morgans de Nueva York, en Madison Avenue. Precisamente fue del bar del Morgan Museum, junto al Morgans Hotel de Nueva York, de donde salieron hace unos meses Nietzky y Riba para visitar la casa de los Auster.

—¿Estuvisteis en casa de los Auster? —pregunta Javier burlón, pues ha oído a Riba contar la historia mil veces.

Este hotel dublinés en la carretera lo encontró Ricardo en internet y reservó las habitaciones por la proximidad con el aeropuerto, y jamás imaginó que pudiera ser tan
fashion
, y más teniendo en cuenta que en internet parecía un motel de carretera. Todos protestan, porque deducen de las palabras de Ricardo que no le importaba colocarles en un motel de ese estilo.

Riba les cuenta a todos que su mujer ha estado a punto de viajar con él y que por suerte no ha podido venir, porque si bien las intenciones de Celia eran buenas, su presencia en el viaje habría facilitado demasiado la posibilidad de que se hiciera realidad la desdichada escena que él ha visto previamente en sueños, una secuencia terrible de puro y duro alcoholismo a la salida del pub Coxwold. Quizá no exista un bar en Dublín con ese nombre, pero cree que de acompañarle su mujer podría cumplirse la visión profética, aterradora de su sueño: Celia horrorizándose al descubrirle en su indeseada recaída alcohólica, abrazándole conmovida, llorando al final los dos, sentados en el suelo de una acera de un callejón de Dublín.

Todos callan. Seguramente están pensando maldades.

Nietzky interrumpe el silencio para decir que nadie ha reparado en ello, pero el bar del Morgans Hotel se llama Pub de John Cox Wilde, que suena bastante parecido a Coxwold. En un primer momento Riba prefiere no creerle, pero cuando los demás le confirman que ése, en efecto, es el nombre del bar, dice que incluso sería partidario de hospedarse en otro hotel. Lo dice muy en serio, porque cree que generalmente los sueños se cumplen. Luego rectifica, justo cuando llegan al Morgans y el vestíbulo, decorado con grandes cuadrados blancos y negros, le gusta, y las esculturales empleadas de la recepción también. Son altísimas y parecen
top models
, tal vez lo sean. Son, además, muy agradables, aunque no entiende lo que dicen, ni por qué son recepcionistas y no modelos.

Se puede ver en el amplio vestíbulo blanquinegro a varios clientes extrañamente atormentados, con la cabeza baja,
morgans
tristes, con gafas de sol oscuras y trajes impecables de ejecutivos, pensando asuntos inescrutables. Música sofisticada de fondo. No parece que estén en la carretera del aeropuerto, ni tan siquiera cerca de Dublín, se diría que están en pleno centro de Nueva York. Se nota que en el aspecto económico Irlanda ha prosperado últimamente, piensa Riba, mientras repara con cierto asombro en que el lobby de este Morgans de Dublín es casi idéntico al del hotel de Madison Avenue.

Suena, en la versión de Javier de Galloy,
Walk on the Wild Side
. Cada vez que Riba oye esta canción —y muy especialmente cuando el cantante deletrea las sílabas de las palabras New York City— cree que está escuchando exactamente la música de fondo de su
salto inglés
, de su gran viaje sentimental
sterneiano
, de su odisea en busca del entusiasmo original.

Entusiasmo no le falta, aunque, a la vista del John Cox Wilde cerrado, se pierde por momentos por caminos depresivos, evocando la vida brutal de alcohol que llevó durante muchos años para poder tirar adelante el negocio de su editorial independiente y alcanzar experiencias de vida que le ayudaran a crear un catálogo desconectado del academicismo y de la vida retrógrada de la gente de su generación.

Necesita ver el alcohol como algo monstruoso y como algo a lo que no puede volver jamás, porque de hacerlo correría grave riesgo su salud. Con todo, necesita recordar que tuvo que beber mucho para sacar adelante la editorial y que pagó muy cara, con su salud precisamente, la peripecia alcohólica. En cualquier caso, no se arrepiente de nada. Es sólo que ya no puede ni quiere repetir aquella experiencia. Después del gran colapso físico, llegó la calma y quiere pensar ahora que volvió a la vida, que se le había ido olvidando con tan duro trajín etílico. Convertido en un hombre nuevo, comenzó a escuchar con asombro, a la salida del hospital, lo que decían de su labor de editor; lo escuchaba al principio fingiendo creer que ese trabajo lo había hecho otro, su doble, y que era como si lo hubiera ahora heredado por sorpresa. Y así fingiendo, acabó creyéndose, a lo largo de toda una temporada, su propia farsa.

Sólo cuando volvió a ser consciente de que la editorial la había montado él y le había costado la salud, comenzó a sentirse viejo y acabado y a deprimirse y a hundirse en la melancolía en un mundo en el que no cree que vuelvan a existir editores con una pasión literaria como la suya. Le parece, cada día más, que esa clase de pasiones ya han comenzado a pasar a la historia y que pronto incluso caerán en el olvido. El mundo que él conoció se termina, y sabe sobradamente que las mejores novelas que publicó hablaban ya sólo prácticamente de eso, de mundos que no volverían a existir, de situaciones apocalípticas que en su mayoría eran proyecciones de la angustia existencial de los autores y que hoy en día hacen sonreír, porque el mundo ha seguido su curso a pesar de los inagotables grandes finales por los que ha ido cruzando. Si no cae rápidamente en el olvido, no pasará mucho tiempo sin que la tragedia del declive de la era de la imprenta (del declive de una brillante gran época de la inteligencia humana) también haga sonreír. De modo que tomar distancia con semejante drama pasajero parece como mínimo lo más sensato.

El Morgans Hotel cambia de aspecto cuando uno se adentra en los pasillos y va por los largos corredores y descubre que la numeración de los pisos y de las puertas no respeta la menor lógica. Hay en el interior un desorden fenomenal. Son pasillos, además, repletos de operarios que parecen estar dando los últimos retoques al lugar, como si el hotel aún no lo hubieran terminado. Suenan martillazos agresivos por todas partes. Y el caos, que ha sido siempre famosa fuente de toda creatividad, es aquí excepcionalmente grandioso y recuerda ciertas escenas de películas norteamericanas de los años de la gran euforia económica de Nueva York, cuando un cierto mundo estaba en construcción y había por todas partes un simple y puro entusiasmo.

Mientras Riba conduce su maleta hacia el cuarto —a causa de la rara enumeración se pierde en repetidas ocasiones— piensa que no le extrañaría, en medio de tantos operarios repartidos por todos los rincones del gran edificio, encontrarse de pronto a Harpo Marx con un martillo, dispuesto a clavar allí mismo cualquier tachuela, convertido en un obrero más del hotel. Le parece este lugar, todavía medio en construcción, el sitio ideal para tropezarse con Harpo, pero no sabría explicar bien por qué. Seguramente, el caos general le ha llevado a esa idea.

En la habitación, junto al teléfono, hay una tarjeta-invitación para el pub de John Cox Wilde. Abren a las seis de la tarde, o sea que faltan horas todavía. Ligero alivio para Riba. El cuarto huele a perfumado y se nota recién hecho, todo está en orden. Hay un obsequio algo ridículo del hotel, un solitario bombón, sobre la mesita de noche. ¿Les gustan esos detalles chocolateros a los ejecutivos? La vista desde la ventana es triste, pero le fascina el aire gris, el humo de las chimeneas, el color marrón de los ladrillos de las casas de enfrente. Le encanta la vista, porque no tiene nada de mediterránea, lo que le permite sentirse realmente en el extranjero, que era lo que venía deseando desde hacía semanas. No puede sentirse mejor. Ha logrado lo que venía buscando: comenzar a
caer del otro lado
. Está por fin en una geografía donde reina la extrañeza y también —para él al menos— el misterio. Y nota que la alegría que rodea a todo lo nuevo le está haciendo casi volver a ver con entusiasmo el mundo. En países como éste, uno se puede reinventar, se abren horizontes mentales.

Tiene la impresión de que absolutamente todo es nuevo para él, hasta los pasos que da, la tierra que pisa, el aire que respira. Si todo el mundo supiera ver el mundo así, piensa, si todo el mundo comprendiera que de repente todo puede ser nuevo a nuestro alrededor, no necesitaríamos ni siquiera perder el tiempo pensando en la muerte.

Se agradece a sí mismo encontrarse donde se encuentra, en esta geografía de la extrañeza. Se fija en que, encima de la cama, hay un cuadro con una fotografía del Dublín de 1901. La imagen es la de un coche de caballos, que le hace pensar en el carruaje fúnebre al que subió Bloom un 16 de junio de 1904, a las once de la mañana. Mira bien y, a la vista del ambiente que cree captar en esa calle aún no asfaltada por la que circula el coche negro, le parece que la ciudad en aquellos días pudo ser francamente siniestra. Y eso que entonces empezaba a ser una ciudad nueva. Pero el ambiente que se desprende de esa foto es un ambiente literalmente de entierro. Por aquellos días, piensa Riba, tal vez todo Dublín era un inmenso funeral de funerales. Ya sólo falta que asome una viejecita por una de las ventanas de una cualquiera de esas tristes casas de la calle no asfaltada: una viejecita como la que en el capítulo sexto de
Ulysses
se asoma tras las cortinillas de una ventana y le trae a Bloom a la memoria la afición de las viejas por amortajar a los cadáveres: «Nunca se sabe quién te va a manosear de muerto.»

Aunque deja de mirar el cuadro, sigue evocando el inicio del sexto capítulo: «Martin Cunningham fue el primero en meter la cabeza encopetada en el crujiente coche y, entrando ágilmente, se sentó. El señor Power le siguió, curvando su altura con cuidado…»

Lleno de sentimientos contradictorios hacia la novedad, decide regresar al vestíbulo de abajo, no crearse más telarañas mentales y olvidarse de que el personaje de Spider es demasiado tiránico y posesivo a veces con él. Decide que ahora lo más sano será lanzarse a conocer Dublín con sus amigos, con su Martin Cunningham y su Power particulares.

Se dispone ya a abandonar el cuarto cuando ve que, junto a la cortina de la ventana, hay una maleta roja. Se queda atónito. ¿Qué puede estar haciendo una maleta ahí? No puede ni creerlo. Se acuerda de cuando Celia se enfadaba y dejaba su equipaje de urgencia en el rellano. No le hace gracia que le sucedan cosas que podrían resultarle apropiadas a un novelista para contarlas en una novela. No quisiera ser
escrito
por nadie. ¿No será que han querido darle una sorpresa y simplemente es el equipaje de Celia? No, seguro que no. Si ella ha dicho que se quedaba en Barcelona es que se ha quedado. Además, esa maleta no la ha visto en su vida en casa. La coge y, como si fuera algo que apestara y sin querer darle muchas más vueltas al asunto, la saca al pasillo. No es suya, qué horror.

Después, baja a recepción con la idea de decirles que ha encontrado una maleta en su habitación y que la ha dejado en el corredor del cuarto piso —el quinto en realidad, si uno atiende a la extraña numeración—, pero cuando está ya en el hall se acuerda de que no sabe palabra de inglés, y termina pasando de largo y no diciendo absolutamente nada. En el breve recorrido entre el vestíbulo y el Chrysler, se olvida del incidente. En otro tiempo, habría sido lo primero que les habría contado a sus amigos. Encontré una maleta roja en mi cuarto, les habría dicho inmediatamente. Y habría querido contarles la historia, como si tuviera el don de un buen cuentista.

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