—Todos se han ido, mamá —balbucea cabizbajo.
Y su madre, que le ha oído perfectamente, ríe feliz mientras asiente con la cabeza.
Muy lejos le parece que queda el día en que se despertó su vocación de editor. Lo que más perfectamente recuerda es que, después de años de silencio espectral y familiar, la literatura le llegó sola, completamente sola. ¿Cómo decirlo, cómo contarlo? No es fácil. Ni siquiera siendo escritor le resultaría fácil explicarlo. Porque fue raro, la literatura le llegó ligera, con paso airoso, zapatos rojos de tacón alto, gorra rusa ladeada y gabardina beige. Aun así, no se interesó por ella hasta que no la confundió a conciencia con Catherine Deneuve, a quien no hacía mucho había visto con impermeable y paraguas en una película muy lluviosa que transcurría en Cherburgo.
—Me parece que no sabes nada de Dublín —dice su madre interrumpiendo sus pensamientos.
Había olvidado que estaba en casa de sus padres. Parece el miércoles de la semana pasada, cuando dijo cabizbajo que todos se habían ido y su madre asintió con la cabeza. Pero éste es otro miércoles.
Sin duda, es lamentable que, justo cuando estaba recordando que una vez, en medio de un gran embrollo mental, creyó que la literatura era Catherine Deneuve y luego ya no pudo corregir nunca el malentendido, justo cuando la estaba viendo a ella llegar sola y erótica, con sus zapatos rojos y sin ropa debajo del impermeable y con su gorra ladeada y su desesperación liviana en día de lluvia, su madre le haya dejado sin poder completar esa visión que, una vez más, tanto le excitaba. Porque, a fin de cuentas, cuando conoció a Celia, también ella le pareció casi el vivo retrato de Deneuve en Cherburgo.
—Es verdad, sólo sé que a veces llueve en Dublín —dice enojado—. Y la ciudad entonces se llena de impermeables.
¿Ha hablado de gabardinas? Su madre le recuerda que de niño siempre le gustaron mucho, siempre estaba esperando que lloviera para poder lucirlas. Su madre quiere saber si de verdad no se acuerda de esa afición suya. Pues no, no se acuerda. Pero, ahora que lo piensa, es posible que de esa afición por las gabardinas proceda su fascinación por Deneuve. Nadie conoce esa gran confusión suya entre la literatura y Deneuve. Nadie la conoce, ni Celia. Sería horroroso que alguien se enterara, sobre todo si la información cayera en poder de sus enemigos. Se reirían, sin duda, de él. Pero ¿qué hacer si la cosa es así y en realidad no es tan espantosa? Asocia, desde tiempos ya casi inmemoriales, a Deneuve con la literatura misma. ¿Y qué? Otros asocian a su amante con una tarta de chocolate podrido que se comen en la oficina. Mientras sea un secreto, no pasará nada. Después de todo, otros tienen secretos más ridículos, y bien que los callan. Aunque también es verdad que hay algunos que no callan y, además, sus secretos no son ridículos. Samuel Beckett, por ejemplo. Una noche de marzo en Dublín, el escritor irlandés tuvo una revelación definitiva, la clase de revelación que da envidia:
Al final del muelle, en el vendaval, nunca lo olvidaré, allí todo de golpe me pareció claro. Por fin la visión.
Era de noche, en efecto, y como tantas veces el joven Beckett erraba solitario. Se encontró en la punta de un muelle barrido por la tempestad. Y entonces fue como si todo recuperara su lugar: años de dudas, de búsquedas, de preguntas, de fracasos, cobraron de pronto sentido y la visión de lo que tendría que realizar se impuso como una evidencia: vio que la oscuridad que siempre se había esforzado en rechazar era en realidad su mejor aliada y entrevió el mundo que debía crear para respirar. Se forjó allí una especie de asociación indestructible con la luz de la conciencia. Una asociación hasta el último suspiro de la tempestad y de la noche.
Si no recordaba mal, aquel nocturno en el muelle dublinés aparecía más tarde, algo cambiado, en
La última cinta
:
¿Qué quedará de toda esta miseria nuestra? Al final, sólo una vieja puta paseando con una gabardina irrisoria, en un solitario dique bajo la lluvia.
En un ensayo —seguramente equivocado porque solía equivocarse mucho en sus ensayos— Vilém Vok apuntó que esa mujer bajo la lluvia, aunque mucho más joven, era la misma que aparecía en
Murphy
y se llamaba Celia, la prostituta que vivía con el joven escritor protagonista.
Siempre le ha parecido toda una coincidencia que esa prostituta se llame Celia, como su mujer. Según como se mire y por una simple regla de tres, la vieja anciana de la gabardina irrisoria de
La última cinta
, a causa de su impermeable a lo Deneuve, podría ser la literatura y al mismo tiempo la Celia de
Murphy
ya bien vieja, y también Celia, su mujer, en este caso bastante más joven.
Todo esto le deja algo confundido, como si anduviera húmedo por la pasión y por las olas y errante en la punta de un muelle dublinés barrido por la tempestad. Hasta que le viene a la memoria la gabardina, la
mackintosh
, que aparece en el sexto capítulo del
Ulysses
. Recuerda que la lleva un desconocido que asiste al entierro de Paddy Dignam. Y es curioso. Porque hoy en día una
mackintosh
sería solamente una famosa computadora, pero en aquellos días era un impermeable, una prenda inventada por el señor Charles Macintosh, que al comercializar sus gabardinas añadió una
k
a su apellido.
No puede evitar pensar que si bien él es testigo privilegiado del salto de la era Gutenberg a la digital, también lo ha sido del paso de la
mackintosh
al ordenador Macintosh. ¿Le gustaría también organizar en Dublín un réquiem por la era de los impermeables de aquella marca? Se ufana enseguida de saber a veces ironizar con crueldad sobre sus proyectos y sus desvelos.
El desconocido del Prospect Cemetery es alguien que encontraremos once veces a lo largo del libro de Joyce, pero que hace su primera y misteriosa aparición en el sexto capítulo. Los comentaristas de
Ulysses
no se han puesto nunca de acuerdo sobre su identidad.
¿Quién será ese larguirucho de ahí con el impermeable? Me gustaría saber quién es. Daría cualquier cosa por averiguarlo. Siempre aparece alguien que no te esperas para nada (
Ulysses
, sexto capítulo).
—¿En qué piensas? —le interrumpe su madre.
Una vez más, en casa de sus padres, esa sensación de olvidarse de dónde está. Le molesta que le hayan interrumpido su viaje por el cementerio dublinés. Claro que no hay muchas diferencias entre la atmósfera del Prospect y la de casa de sus padres.
—Dublín está llena de muertos por todas partes —contesta furioso.
Y es el comienzo del fin. De su visita de hoy al menos.
—¿Cómo? —dice la madre, casi sollozando.
—Que la muerte y los hijos —está cada vez más enrabiado— se parecen mucho allí, eso es lo que digo. Los sepultureros se tocan las gorras después de enterrarlos. Y algunos dicen todavía
mackintosh
cuando hablan de impermeables. Otro mundo, mamá, otro mundo.
Detiene un taxi. Siempre se encuentran muchos en la calle Aribau. A veces basta sólo con levantar la mano para que automáticamente se detenga uno. Hoy ha tenido mala suerte. El interior del taxi apesta. Pero es tarde para rectificar y el coche se encamina ya hacia su casa. También es tarde para arreglar el enfado con sus padres. Quizá no debería tener ese compromiso tan férreo todos los miércoles. Hoy, de nuevo, la aplastante impresión de velatorio y esa íntima familiaridad con los fantasmas ha podido con sus nervios. Tras la salida de tono, de nada han servido sus disculpas.
—¿Qué ha sido ese grito?
—No he gritado, mamá.
Ha terminado por irse dando un portazo, y luego quedándose lleno de angustia y remordimiento. Trata ahora de escapar del malestar y se concentra en ese capítulo sexto que quiere revivir en Dublín y que se inicia justo después de las once de la mañana, cuando Bloom sube al tranvía en los baños de la calle Leinster y va a la casa del difunto Dignam, en Serpentine Avenue 9, al sudeste de Liffey, de donde sale el cortejo. En vez de dirigirse recto hacia el oeste, hacia al centro de Dublín, y luego ir al noroeste hacia el Prospect Cemetery, el cortejo fúnebre toma la dirección de Irishtown, torciendo al nordeste y luego al oeste. Obedeciendo a una antigua costumbre, hacen desfilar el cadáver de Dignam primero por Irishtown, hacia Tritonville Road, al norte de Serpentine Avenue, y sólo después de cruzar Irishtown tuercen hacia el oeste por Ringsend Road y New Brunswick Street, para cruzar después el río Liffey y seguir en dirección noroeste hasta el Prospect Cemetery.
Al pasar el taxi por la calle Brusi, ve a un tipo que camina con paso rápido. Le recuerda al joven que salió impetuoso, el otro día, de la librería La Central. Desvía la vista un momento y cuando poco después vuelve a mirar, el desconocido ya no está, se ha esfumado. ¿Dónde se habrá metido? ¿Quién era?
Hombre lleno de vida, piensa, y al mismo tiempo liviano como un espectro. ¿Quién diablos será? ¿No podría ser que fuera yo mismo? No, porque no soy joven.
Desde hoy, Celia es budista. Aún no ha acabado de entrar en casa, y ya ha sido informado de la noticia. Está bien, dice algo aturdido, resignado. Y cruza el umbral. Y piensa: Antes, las marquesas salían a las cinco de la tarde, y ahora se hacen budistas.
Quisiera decirle cosas a Celia que le permitieran comprender que no sólo ella puede de un día para otro cambiar de personalidad; decirle, por ejemplo, que se siente algo perturbado, una flecha en un sótano de telarañas con luz de color acero. Pero se reprime. «Está bien», repite, «está bien, te felicito, Celia». Pero nota que la decisión budista le ha afectado más de lo que pensaba. Y eso que estaba ya convencido de que acabaría Celia cambiando de religión, se veía perfectamente venir. Baja la cabeza, va a su estudio directamente, siente que necesita refugiarse allí.
Todo en la casa se está volviendo oriental.
Él
hikikomori
, ella budista.
—¿Qué te pasa? ¿Adónde vas? —pregunta Celia con su voz más tierna.
Decide no dejarse embaucar y se encierra en su estudio. Una vez ahí, mira por la ventana e inicia una meditación. Fuera, la luz del día se apaga. Siempre ha admirado el budismo, no tiene nada contra él. Pero la situación que acaba de vivir al llegar a casa le ha molestado, porque le ha parecido salida de una novela, y si hay algo que hoy en día pueda incomodarle de verdad es que a su vida le sucedan cosas que puedan resultarle apropiadas a un novelista para contarlas en una novela. Y es que esa forma que ha tenido Celia de decirle que se ha hecho budista le ha parecido el arranque de la clásica historia con conflicto: esposa que tiene de pronto una ideología distinta de la del marido, primeras reyertas y discrepancias serias después de años de felicidad.
Si en algo ha salido ganando al dejar la editorial ha sido en la ausencia de horas perdidas leyendo tanta basura: manuscritos con historias convencionales, relatos que necesitan de un conflicto para ser algo. Ha perdido de vista los manuscritos de contagiosa cantinela tradicional y no quiere ahora sentirse dentro de uno de ellos. Para él, es una contrariedad que, siendo desde hace dos años, exactamente desde hace veintiséis meses, tan tranquila la historia de su vida, le haya surgido de repente ese punto novelesco con el que no contaba. Ama su vida corriente de los últimos tiempos y, por encima de muchas cosas, ama su mundo cotidiano, tan tranquilo y aburrido. Si alguien se acercara a examinar su vida de cada día tendría dificultades para poderla encontrar apasionante, y ya no digamos para contarla a los demás, porque en realidad es una de esas vidas en las que apenas ocurre nada. Lleva una existencia al estilo de los personajes de Gracq, que él mismo puso de modelo en su teoría de Lyon. Por eso le fastidia tanto que se haya producido ahora ese acontecimiento con pretensiones folletinescas. Le molesta que todo se haya acelerado de pronto, como si le quisieran involucrar en una novela menos lenta.
Le fascina el encanto de la vida corriente. Es cierto que a veces le angustia haberse quedado tan bloqueado, tan autista informático, y también es verdad que a veces le angustia llevar una vida sin los sobresaltos de antes. Pero generalmente se inyecta cada día la consigna de que cuanto más insignificante sea lo que le pase, mejor le irá todo. Como futuro miembro de la Orden del Finnegans y supuesto buen conocedor de la obra de Joyce, sabe que el mundo funciona a través de insignificancias. Después de todo, el mayor hallazgo de Joyce en
Ulysses
fue haber entendido que la vida está hecha de cosas triviales. El truco glorioso que puso Joyce en práctica fue tomar lo absolutamente mundano para darle una base heroica de alcances homéricos. Fue una buena idea, sí, aunque no ha dejado de parecerle nunca un engaño. Pero no por eso va a privarle de su simbolismo al funeral que quiere montar en Dublín, no quiere privarle de la grandeza que requerirá la ocasión. Ahí es nada un réquiem por el fin de una época en la que precisamente Joyce reinó. Sin grandeza, además, la parodia no se entendería. Por otra parte, ese aspecto grandilocuente y simbólico seguro que convivirá —tal como sucede también en
Ulysses
— con la procesión mundana de trivialidades propias de todo viaje. Esa convivencia la puede ya hasta comenzar a imaginar: él en Dublín, despidiendo con cierto impulso heroico y grandeza funeral a una época histórica y al mismo tiempo él en Dublín en contacto con la sedante ordinariez de lo cotidiano, es decir, comprando allí camisetas en unos grandes almacenes, zampándose algún vulgar pollo al curry en una taberna de O’Connell Street, y, en fin, llevando el ritmo gris de lo prosaico.
Grandes contrastes entre la grandeza y lo prosaico, entre el impulso heroico y el pollo al curry. Se le escapa la risa. Tal vez el impulso heroico sea hoy en día algo completamente vulgar y corriente. A todo esto, ¿qué debe ser realmente el impulso heroico? Piensa en ese impulso como si fuera algo muy evidente y de hecho no sabe bien qué es.
—¿Sabías que en los monasterios budistas uno de los ejercicios es cruzar cada momento de tu vida viviéndolo plenamente? —le pregunta Celia.
Ella ha entrado en el estudio, y no parece que en su primer día de budista vaya a permitirle ejercer demasiado de
hikikomori
. Riba se lleva una sorpresa porque Celia nunca entra sin llamar en ese cuarto.
—En los monasterios budistas te ayudan a pensar —dice Celia con toda naturalidad, como si, al entrar ahí, no acabara de infringir una norma interna de la casa.