Sin Nueva York no sería nada. Necesita como agua de vida la alegría que le llega siempre que recuerda que esa ciudad está ahí, esperándole. Ahora mismo, pensar en el hotel Chelsea y en Behan le ha ido sumiendo en un estado de feliz melancolía neoyorquina, en una especie de extraña nostalgia de lo no vivido. Pensar en el Chelsea y Behan es una forma de sentirse más cerca del encanto y la calidez de Nueva York y de ciertos momentos de un pasado no vivido y de todo aquello que, por motivos que en general se le escapan, le da una alegría tan misteriosa como necesaria para seguir viviendo.
Tan verdad es que cuando oscurece siempre necesitamos a alguien como que, cuando amanece, siempre necesitamos recordar que nos queda todavía algún objetivo en la vida. Nueva York cumple todos los requisitos para ser un buen motor para seguir en el mundo. El recuerdo más agradable y también el más extraño de esa ciudad que ha visitado dos veces y donde cree que debería irse a vivir pronto, es el de una noche en la casa de Brooklyn de Siri Hustvedt y Paul Auster. Acudió a ella en compañía del joven Nietzky. Recordará siempre esa salida nocturna, entre otras muchas cosas porque no ha vuelto a salir de noche desde entonces. Y es que para no sentirse demasiado tentado por el alcohol y para, además, preservar su salud, se ha prohibido a sí mismo las noches. Con los Auster hizo una excepción que luego no ha repetido más. Recuerda ahora perfectamente cómo aquel día de la gran excepción, hacia las seis de la tarde, él y Nietzky dejaron el bar del Morgan Museum, en Madison Avenue, y fueron caminando pausadamente hasta el puente de Brooklyn, que cruzaron andando a lo largo de una media hora inolvidable. Atravesándolo, pudo comprobar que, tal como le habían dicho unos amigos en Barcelona,
sentir
la ciudad desde el puente a lo largo del tiempo que dura la travesía a pie acaba siendo una intensa experiencia.
—Pasar de Manhattan a Brooklyn por el puente —le dijo Nietzky— es como meterse en otro mundo. Me gusta mucho ese puente. Y también me gusta el gran poema que el suicida Hart Crane le dedicó. Cada vez que cruzo por aquí me siento feliz. Es un trayecto que me sienta bien.
Marchando por el puente, le fue imposible no recordar que, cuando era joven y soñaba con viajar algún día a Nueva York, había deseado mil veces caminar por aquel puente, que él relacionaba con Saul Bellow que, recién llegado a aquella ciudad, se sintió en ese lugar el dueño del mundo. Lo contó muchos años después uno de sus amigos, que presenció ese momento de gran poderío imaginario de Bellow y lo narraría así años después: «Le vi mirar la ciudad desde el puente con una filantropía asombrosa y todo indicaba que estaba midiendo las fuerzas ocultas de cada una de las cosas del universo, tanteando el poder que tenía el mundo para resistírsele: esperaba que éste fuera hacia él, y se había prometido un gran destino.»
—¿Sabes que a mí también me sienta muy bien caminar por este puente? —le dijo a Nietzky.
Y luego, sin mencionar a Bellow, le contó que caminar hacia Brooklyn significaba para él buscar de nuevo las antiguas fuerzas ocultas y evocar ciertos días de su juventud en los que aún esperaba que el mundo fuera a su encuentro.
—¿Creías que el mundo iría hacia ti? —preguntó el joven Nietzky. Y soltó una risotada. Nietzky llevaba años en la ciudad y no se le había ocurrido nunca una cosa parecida.
Luego, por unas tranquilas calles, se fueron adentrando en los barrios victorianos de Park Slope. Y Brooklyn fue revelándose como un lugar con una atmósfera muy especial. Mientras caminaban, Nietzky le fue explicando que aquel barrio misterioso se metía por debajo de la piel y se quedaba ahí, para siempre. Brooklyn, dijo Nietzky, es algo así como un inventario del universo y tiene la peculiaridad de que, mientras en muchas partes las diferencias étnicas son una fuente potencial de conflictos, aquí se convive en armonía y con un ritmo más humano y más antiguo que el de Manhattan. Es un gran lugar, concluyó Nietzky.
Se fueron adentrando en Park Slope, donde estaba la casa de ladrillo rojo, el
brownstone
de tres plantas de los Auster, muy amigos de Nietzky.
En aquella casa de Brooklyn, sin que él hubiera podido ni sospecharlo, le esperaba la felicidad que había vanamente buscado en su primer viaje a aquella ciudad. Le llegó de súbito, a medianoche, cuando se dio cuenta de que estaba en casa de los Auster en aquella ciudad maravillosa. ¿Qué más podía pedir? Los Auster eran la encarnación misma de Nueva York. Y él estaba en su casa, estaba en el centro mismo del mundo.
Fue una felicidad que recuerda intensísima, muy parecida a la de su sueño recurrente de tantos años. Todo parecía haberse puesto de acuerdo para que se sintiera de un humor inmejorable en aquel momento. Pero sucedió algo con lo que no contaba para nada. Debido a su desfase horario y a pesar de su estado de fantástica felicidad, no podía evitar ciertos bostezos, que trataba de ocultar con las manos, lo cual aún era peor. Cuerpo y alma estaban por completo divididos, cada uno con su lenguaje propio. Y era evidente que el cuerpo, con sus propios códigos, se hallaba desconectado radicalmente en aquel momento de la felicidad de su espíritu. «Cuando el espíritu se eleva, el cuerpo se arrodilla», decía Georg Christoph Lichtenberg.
No olvidará nunca de aquella noche el momento en que pensó en explicarle a Paul Auster que los bostezos, según había leído hacía poco en una revista, no significaban ni aburrimiento ni sueño, sino lo contrario, deseos de descongestionar el cerebro y de lograr así estar aún más despiertos de lo muy despiertos y felices que estamos. Se acuerda mucho de aquel momento y también de cuando vio que sería mejor no decir nada y no complicar aún más las cosas, y que entonces, sin poder evitarlo, volvió a bostezar y tuvo que volver a taparse con las manos la desgraciada boca.
—¿Dejarás algo en depósito? —le preguntó Auster.
No entendió la pregunta en aquel momento, ni tampoco a lo largo de los días que siguieron. Como hablaban en francés, llegó a pensar que no la había entendido a causa del idioma. Pero Nietzky le ha confirmado ya en varias ocasiones que fue así y que Auster, en efecto, le preguntó si dejaba algo en depósito.
Tal vez quiso Auster saber si dejaría el recuerdo de sus bostezos como depósito de un supuesto adelanto por el alquiler. ¿Por el alquiler de aquel
brownstone
? ¿Sabía Auster que su invitado de aquella noche deseaba, a toda costa, vivir en aquella casa? ¿Se lo había contado tal vez Nietzky?
Le ha dado, a lo largo de los últimos meses, múltiples vueltas a aquella pregunta extraña de Auster, pero sigue siendo un misterio no resuelto. A veces, está en la parada de un autobús, o sentado en casa frente al televisor, y piensa en aquello y oye todavía la pregunta, tan cargada de electricidad inexplicable:
—¿Dejarás algo en depósito?
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a un jovencísimo Bob Dylan cantando con Johnny Cash
That’s Allright Mama
, y observa, con una mezcla de sorpresa y curiosidad, que el consagrado Cash canta ahí con cara de resignación, como si no hubiera tenido aquel día más remedio que aceptar la repentina compañía del desconocido joven genio, que habría saltado al escenario sin permiso de nadie.
Riba observa que no le molesta a Cash la presencia del jovencísimo Dylan a su lado, pero aun así quizá se esté preguntando por qué tiene que cantar acompañado del joven genio que se le ha adosado. ¿Acaso el pequeño Dylan pretende convertirse en su ángel custodio? ¿Es tal vez Dylan un repentino guardián de las creaciones de Cash?
Acaba pensando que algo parecido le ocurre a él con Nietzky, al que durante meses confundió con el genio que buscaba entre los escritores jóvenes. Después, cuando comprendió que tenía un gran talento pero no era el escritor tan especial que le habría gustado encontrar, se resignó a verlo sólo como lo que era, que ya era mucho. No era el gran monstruo de las letras que andaba buscando como editor, pero en él podían percibirse trazos de una chispeante y creativa electricidad neurótica. Más que suficiente.
Cuando hieras a Brooklyn
, la única novela de Nietzky, la publicó Riba en su momento y siempre le ha parecido muy buena. Una historia sobre irlandeses en el Nueva York actual. Una pieza magnífica por haber sabido darle su joven amigo una inesperada nueva vuelta de tuerca al mundo de los heterónimos, al mundo de los personajes que se sienten incapacitados para afirmarse como sujetos unitarios, compactos y perfectamente perfilados. Un libro divertido y raro, en el que los irlandeses de Nueva York parecen lisboetas salidos de una siesta muy agitada de Pessoa. Nunca hubo irlandeses más extraños en una novela.
Por todo esto y por mucho más, por su admiración cada día mayor hacia el joven de indiscutible talento que es Nietzky, no lo piensa ya más veces y le manda un correo electrónico, un correo que espera que sea tan directo como el rayo, eléctrico como la psique atormentada de ese prometedor escritor español de Nueva York. Un e-mail a su apartamento en la Calle 84 Oeste, esquina con Riverside Drive. En él le propone que sea el cuarto viajero de la expedición al
Bloomsday
. Y acaba diciéndole: «Después de todo, ya el año pasado —y también creo que en otros anteriores— estuviste allí, sé que volaste desde Nueva York para asistir a las celebraciones del
Bloomsday
, y por tanto nada tendría de extraño que quisieras volver a repetir la experiencia. Anímate.»
Ese
anímate
tiene poderes especiales, porque de pronto, como si también a él le fuera dado ser el dueño pasajero de cierta electricidad neurótica, cree adentrarse en la esencia del viento que sopla afuera y que esparce el agua de la lluvia por toda Barcelona: cree por unos momentos —en una sensación sin duda totalmente inédita para él— estar dentro del pensamiento del viento, hasta que comprende que la mente del viento no podrá ser nunca suya ni de nadie, y entonces se contenta —triste destino— con un pensamiento profundamente ridículo: el mundo es siempre más amplio en primavera.
Hace ya años que lleva una vida de catálogo. Y de hecho le resulta ya muy difícil saber quién es verdaderamente. Y, sobre todo, lo que aún es más difícil: saber quién realmente pudo ser. ¿Quién era el que estaba ahí antes de que empezara a editar? ¿Dónde se halla esa persona que gradualmente fue quedando oculta tras el brillante catálogo y la sistemática identificación con las voces más atractivas del mismo? Le vienen ahora a la memoria unas palabras de Maurice Blanchot, unas palabras que conoce muy bien desde hace tiempo: «¿Y si escribir es, en el libro, hacerse legible para todos, e indescifrable para sí mismo?»
En su trabajo editorial, recuerda un punto de inflexión el día en que leyó estas palabras de Blanchot y, a partir de aquel momento, comenzó a observar cómo sus autores, libro a libro publicado, se iban haciendo cada vez más dramáticamente indescifrables para sí mismos al tiempo que se volvían suciamente muy visibles y legibles para el resto del mundo, empezando por él, su editor, que veía en el drama de sus autores una consecuencia más de los gajes del oficio, en este caso, de los gajes de publicar.
—Ay —les dijo con gran cinismo un día en una reunión en la que estaban cuatro de sus mejores autores españoles—, vuestro problema ha sido publicar. Habéis sido muy insensatos al hacerlo. No sé cómo no presentisteis que publicar os hacía indescifrables para vosotros mismos y, además, os colocaba en la senda de un destino de escritor, que en el mejor de los casos contiene siempre las extrañas simientes de una siniestra aventura.
Detrás de estas cínicas palabras, Riba ocultaba su propio drama. Llevar una vida de editor le había impedido saber quién era la persona que gradualmente fue quedando oculta tras el brillante catálogo.
Nietzky puede ser un perfecto acompañante para el viaje a Irlanda, e incluso el cerebro de la expedición, pues tiene siempre originales ideas y, a pesar de su juventud, es un buen conocedor de la obra de James Joyce. En España se tiende a relativizar la importancia del escritor irlandés y, es más, se ha convertido en un monstruoso lugar común jactarse de no haber leído
Ulysses
, y además decir que es un libro incomprensible y aburrido. Pero Nietzky hace diez años que no está en su país, y no puede considerársele ya exactamente un especialista
español
en Joyce. En realidad, a Nietzky ya sólo puede vérsele como un ciudadano y joven escritor de Nueva York y hombre muy curtido en temas locales irlandeses filtrados por el color de los azulejos de Lisboa.
Piensa en Nietzky y acaba pensando en Celia. No le gustaría que hoy ella, cuando a las tres menos cuarto regrese del trabajo, le encontrara, una vez más, ensimismado frente al ordenador. No lo apaga, pero lo elimina de su mente y se queda sin saber qué hacer, mirando al techo. Consulta después el reloj y confirma que no pasa nada, pues ya queda poco para que Celia vuelva a casa. Se pone a mirar por la ventana y luego a observar con detenimiento una mancha del techo, donde de pronto cree ver un mapa de su país natal. Se acuerda, se acuerda muy bien de la cultura de sus paisanos, que fue la primera que se le hizo peligrosamente pesada y familiar. Recuerda bien su desesperado salto a Francia, su hoy en día ya tan anticuado
salto francés
. París le permitió huir del eterno verano inculto del franquismo y más adelante conocer a escritores como Gracq o como Philippe Sollers y Julia Kristeva, o como Romain Gary, una de las amistades de las que se siente más orgulloso. Y no se le escapa ahora que muchos de los que encuentran
Ulysses
insoportable ni siquiera se han molestado en pasar de la primera página de un libro sobre el que dan por sentado que es plúmbeo, complicado, extranjero, falto de «la castiza y proverbial gracia hispana». Pero él da por sentado que esa primera página del libro de Joyce, ya sólo esa primera página, se basta sola para deslumbrar. Es una página, aparentemente nimia, que sin embargo ofrece en sí misma un mundo completo y extraordinariamente libre. Se la sabe de memoria en la versión ya mítica de aquel primer traductor del libro al español, de aquel traductor tan genial como extraño gran aventurero que fue J. Salas Subirat, autodidacta argentino que trabajó como agente de seguros y escribió un raro manual,
El seguro de vida
, que a modo de curiosidad Riba publicó, a comienzos de los noventa, en su editorial.
Deja la ventana y va hacia la cocina y mientras camina por el pasillo va pensando en el comienzo de
Ulysses
, tan aparentemente plano, aunque ese comienzo emite en realidad una sintonía que raramente se olvida. Transcurre en lo alto de la plataforma de tiro de The Martello Tower, en Sandycove, construida en 1804 por el ejército británico para defenderse de una posible invasión napoleónica: