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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Dublinesca (4 page)

BOOK: Dublinesca
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Cree que siempre ha combinado inmejorablemente bien esa relativa ignorancia sobre Celia con su completa ignorancia sobre sí mismo. Como comentó una vez en
La Vanguardia
: «No me conozco. Mi catálogo editorial parece haber ocultado ya para siempre a la persona que está detrás de los libros que fui publicando. Mi biografía es mi catálogo. Pero falta el hombre que estaba ahí antes de que me decidiera a ser editor. Falto yo en definitiva.»

—¿En qué piensas? —le pregunta Celia.

Le molesta haber sido interrumpido y reacciona de forma rara y le dice que estaba pensando en la mesa del comedor y en las sillas del recibidor, que son perfectamente reales, y en la cesta de fruta que perteneció a su abuela, pero que, aun así, está también pensando que cualquier loco podría entrar por la puerta en algún momento y opinar que las cosas no están tan claras.

Enseguida queda consternado, pues se da cuenta de que lo ha complicado todo innecesariamente. Su mujer está ahora indignada.

—¿Qué sillas? —dice Celia—. ¿Qué recibidor? ¿Y qué loco? Seguro que me ocultas algo. Vuelvo a preguntarte. ¿En qué piensas? ¿No habrás vuelto a beber?

—Pienso en mi catálogo —dice Riba, y baja la cabeza.

Desde que dejó de beber, apenas hay peleas matrimoniales con Celia. Eso ha sido un grandísimo avance en sus relaciones. Antes, eran combates duros, y no ha querido excluir nunca la idea de que fuera él, con su maldito alcohol, siempre el culpable. Cuando las peleas eran más fuertes, Celia solía meter unas cuantas cosas en su maleta, que luego sacaba al rellano. Después, si le entraba sueño, ella se iba a la cama, pero la maleta la dejaba afuera. De este modo, los vecinos siempre sabían cuándo se habían peleado: la maleta reflejaba lo sucedido la noche anterior. Poco antes de que él tuviera el colapso físico, Celia lo abandonó de verdad y estuvo dos noches fuera de casa. De no haber tenido los problemas de salud y haberse visto obligado a dejar la bebida, es más que probable que hubiera terminado por perder a su mujer.

Le cuenta de golpe a ella que en junio, el día 16, piensa ir a Dublín.

Le habla del aniversario de boda de sus padres y también del
Ulysses
de Joyce, y finalmente del sueño premonitorio, en especial de la borrachera a la salida de un pub llamado Coxwold y del llanto desconsolado y emocionante de los dos, sentados en el suelo, al fondo de un callejón irlandés.

Son demasiados asuntos en tan poco tiempo. Acaba, además, teniendo la sensación de que Celia está a un paso de decirle que la ausencia de alcohol en su vida y el aislamiento cotidiano de catorce horas en el ordenador le han calmado y son sin duda una bendición, pero le están dejando cada día más autista. O, por decirlo con mayor precisión, más
hikikomori
.

—¿A Dublín? —pregunta sorprendida—. ¿Y qué vas a hacer ahí? ¿Volver a la bebida?

—Pero Celia —hace un gesto como si se armara de paciencia—, el Coxwold sólo es el bar de un sueño.

—Y, si no he entendido mal, también el lugar de una premonición, querido.

Le interesa a Riba desde hace días todo lo que gira en torno al tema de los
hikikomori
, que son autistas informáticos, jóvenes japoneses que para evitar la presión exterior reaccionan con un completo retraimiento social. De hecho, la palabra japonesa
hikikomori
significa
aislamiento
. Se encierran en una habitación de la casa de sus padres durante periodos de tiempo prolongados, generalmente años. Sienten tristeza y apenas tienen amigos, y la gran mayoría duermen o se tumban a lo largo del día, y ven la televisión o se concentran en el ordenador durante la noche. Le interesa mucho a Riba el tema porque desde que dejó la editorial y el alcohol, se está replegando en sí mismo y convirtiendo, en efecto, en un misántropo japonés, un
hikikomori
.

—Voy a Dublín a un funeral por la era de la imprenta, por la era dorada de Gutenberg —le dice a Celia.

No sabe cómo ha sido, pero le ha salido de dentro. Ella le mira como si quisiera atravesarle con los ojos. Silencio. Inquietud. Rectifica antes de que ella se ponga a gritar.

—Entiéndase bien. El funeral, siempre demorado, de la literatura como arte en peligro. Aunque en realidad la pregunta sería: ¿qué peligro?

Nota que él mismo se ha metido en un lío.

—Te comprendería muy bien —prosigue— si me preguntaras qué peligro. Porque de hecho lo que más me interesa de ese peligro es el matiz literario que tiene.

Cree que será ahora cuando su mujer libere su alma airada, y ocurre lo contrario, pues comienza a llegarle una impresión de repente cálida, de cierta intensidad amorosa. Pero es también como si Celia se hubiera apiadado de él. ¿Será así? ¿O tal vez se ha apiadado de la era dorada de Gutenberg, que para el caso quizá sea lo mismo? ¿O es que simpatiza con el peligro, visto desde el punto de vista literario?

Celia le mira, le sonríe, le pregunta si, a pesar de los días que han pasado, se acuerda de que le había pedido que alquilara la única película de David Cronenberg que le falta por ver. Le enseña el DVD de
Spider
, la película recién alquilada, y propone cariñosamente que la vean antes de la cena.

En efecto, le gusta Cronenberg, uno de los últimos directores que le quedan al cine. Pero le parece todo algo extraño, porque nunca pidió ver esa película en casa. Da una ojeada al DVD y lee que el film trata de «la incomunicación de un solitario con un mundo inhóspito».

—¿Soy yo? —pregunta.

Celia ni contesta.

El joven Spider es el último en descender de un tren en la primera secuencia de la película, y enseguida puede verse que es diferente a los demás pasajeros. Algo parece haber nublado seriamente su cerebro, se trastabilla al bajar con su pequeña y rara maleta. Es guapo, pero tiene todo el aspecto de ser un gran perturbado, tal vez un solitario en pleno momento de incomunicación con un mundo inhóspito.

Celia le pregunta si ha observado que, a pesar del calor, Spider lleva cuatro camisas puestas. Pues no, no había reparado en ese peculiar detalle. Se excusa y dice que aún no ha tenido ni tiempo de concentrarse en la película. Además, dice, no se suele fijar en ese tipo de detalles.

Ahora se molesta en contar las camisas. Y ve que es cierto. Lleva cuatro en pleno verano. ¿Y qué decir de la maleta? Es muy pequeña y vieja y, cuando Spider la abre, se puede ver que sólo contiene objetos inútiles y un pequeño cuaderno donde, con una letra muy minúscula, anota sus ilegibles impresiones.

Celia le pregunta por la escritura de Spider, quiere saber si no le recuerda a la de Robert Walser cuando se hizo microscópica. Pues la recuerda, es cierto. La introvertida y microscópica caligrafía del frágil joven que responde por el nombre de Spider hace pensar en aquellos días en los que, antes de entrar en el primer manicomio, la letra del autor de
Jacob von Gunten
se fue haciendo cada vez más pequeña en su idea obsesiva de desaparición y eclipse. Celia quiere entonces saber si se ha fijado en que apenas hay nadie en las calles del lúgubre e inhóspito East End londinense por las que deambula Spider.

Repara en que Celia no ha parado de hacerle preguntas desde que comenzó la película.

—¿Te han dicho que trataras de averiguar si todavía sé concentrarme y fijarme en las cosas del exterior? —acaba preguntándole.

Celia parece habituada a que le hable así y a que sus respuestas le lleguen en una dirección inesperada, no conectadas necesariamente con las preguntas.

—Tú me tienes que querer. Lo demás da igual —dice ella, rotunda.

Riba anota la frase en su cerebro, todo lo apunta. Quiere pasar la frase después al ordenador, donde tiene abierto un documento
word
en el que colecciona frases.

Tú me tienes que querer, lo demás da igual. Eso es nuevo, piensa. O tal vez es que ella lo formulaba antes de otra forma, aunque viniera a decir lo mismo. Puede que sea una frase ya budista, quién sabe.

Pronto le parece que Spider escucha y espía su conversación, y hasta sus pensamientos. ¿No será que él mismo es Spider? No puede negar que el personaje le atrae. Es más, en el fondo le gustaría ser Spider, porque en algunas cosas se identifica plenamente. Para él, no es sólo un pobre loco, sino también el portador de una sabiduría subversiva, una sabiduría que le interesa mucho desde que tuvo que cerrar la editorial. Tal vez sea exagerado pensar que es Spider. Pero ¿acaso no le han acusado muchos de leer su vida como si fuera el manuscrito de un autor desconocido? ¿Cuántas veces ha tenido que oír que leía su vida de un modo anómalo, como si fuera un texto literario?

Ve mirar a Spider hacia la cámara, luego cerrar la maleta, caminar un rato por calles frías y desiertas. Le ve actuar como si hubiera entrado en su sala de estar. Se mueve por ella como si ésta fuera un barrio marginal de Londres. Spider viene de un manicomio y se dirige a un lugar teóricamente más suave, sólo un poco más suave, a un hospicio o instituto de ayuda psiquiátrica, situado casualmente en el mismo barrio londinense donde transcurrió su niñez, lo que será la causa directa de que fatalmente comience a reconstruir su infancia.

Cuando Riba ve que Spider reconstruye su infancia con engañosa fidelidad a los hechos, se pregunta si no será que también su enmarañada vida mental no se aleja nunca del barrio de la infancia. Porque él mismo ahora también está pensando en sus primeros años y en su santa inocencia de entonces. Ve un sombrero de paja bajo el sol, unos zapatos canela, unos pantalones con vuelta. Ve a su profesor de latín, que era de origen inglés. Y después no lo ve. Ay, ya se sabe, hay gente que tal como ha aparecido, desaparece muy poco después. El profesor de latín, que era tísico y tenía una escupidera junto a la pizarra. Son retazos de su infancia en el Eixample, el céntrico barrio de Barcelona. A menudo, en aquellos días, se sentía estúpido, recuerda Riba. Ahora también, pero por motivos distintos: ahora se siente estúpido porque le parece que sólo posee una inteligencia
moral
; es decir, una inteligencia que no es ni científica, ni política, ni financiera, ni práctica, ni filosófica, etc. Podría tener una inteligencia más completa. Siempre se creyó inteligente y ahora ve que no lo es.

—Son muy raros los locos —dice Celia—. Pero interesantes, ¿verdad?

Vuelve a parecerle que su mujer trata de ver cómo reacciona ante la figura de Spider, y así poder medir su propio grado de demencia y de estupidez. Quizá incluso lee su pensamiento. O quién sabe, quizá quiere solamente saber si se identifica de forma muy emocionada con ese individuo tan aislado, ensimismado, perdido en un mundo inhóspito. La película es un paseo por el East End de un trastornado. Vemos la vida tal como este loco la registra y captura. Vemos la vida tal como nos la va filtrando el mísero entramado mental de ese joven de maleta rara y libreta con caligrafía microscópica. Es una vida que el pobre demente ve horrible y criminal, pavorosamente escasa y de una escalofriante tristeza y grisura.

—¿Y has visto qué escribe en la libreta? —pregunta Celia, como si sospechara que está tan sumido en sus propios pensamientos que ni ve la película.

Nota que le falta algo. Una libreta, por ejemplo. Como la de Spider. Aunque pronto cae en la cuenta de que la libreta en realidad ya la tiene; es ese documento
word
en el que a veces incluye frases sueltas que le gustan.

Si dependiera sólo de él, ahora se dedicaría a añadir música de Bob Dylan a las imágenes de
Spider
. Dylan cantando, por ejemplo,
Most Likely You Go Your Way
, una pieza que siempre le estimula.

—No, no veo qué escribe en la libreta, ¿por qué tendría que verlo? —le responde finalmente a Celia.

Ella detiene la imagen para que vea mejor lo que Spider caligrafía en el dichoso cuaderno. Son signos primitivos, palos o palillos doblados, tan incompletos que no llegan ni a palos ni a palillos y, por supuesto, no pueden llegar a pertenecer al alfabeto de ningún jeroglífico. Dan verdadero pánico. Se miren como se miren, esos palillos componen tan sólo el cuadro clínico del sinsentido de la locura.

Aunque sólo muy vagamente, Spider le recuerda al personaje de
El hombre que duerme
, de Georges Perec, uno de los libros preferidos de su catálogo. ¿Por qué le atrae tanto la figura de este Spider, de este pobre desvalido, débil mental que anda confundido y perplejo por una vida que no comprende? Tal vez porque hay algo en Spider y en parte también en el personaje de Perec, que es común a todo el mundo, que es común a todos. Eso hace que a veces se identifique con Spider, y en otras con «el hombre que duerme», que a su vez le trae el recuerdo de
Il deserto rosso
, la película de Antonioni, de 1964, donde Monica Vitti interpretaba a un personaje de perfil errante, un Spider en versión femenina y
avant la lettre
, una mujer perdida en un paisaje industrial hermético en el que la calma de las apariencias no neutralizaba su incapacidad de establecer una comunicación adecuada con lo que la rodeaba. Ese naufragio permanente, ese desmayo emocional, la abocaba a convertirse en un ser temeroso que, incapaz de afrontar una realidad que escapaba totalmente a su comprensión, avanzaba por espacios vacíos, por un desierto metafísico.

Por lo que va viendo, en
Spider
el clima mental establece sutiles lazos —muy especialmente a través de la fotografía de Peter Suschitzki, que refleja un estado deprimido de ánimo— con el estilo que siempre ha admirado de
Il deserto rosso
. También aquí, como sucedía en aquella película, se percibe la evidencia de que la inutilidad de cualquier intento de construir racionalmente el mundo exterior implica necesariamente la incapacidad de crear una identidad propia. Y llegado a este punto, de nuevo Riba se pregunta si no será que él mismo es Spider. Al igual que éste, tiene trato a veces con ciertos fantasmas.

Cuando, en la secuencia más memorable de la película, Spider trata de saber quién es, le vemos llegar a tejer una maraña de cuerdas en su habitación, como una telaraña mental que parece reproducir el pavoroso funcionamiento de su cerebro. En cualquier caso, estos dificultosos intentos por recomponer su propia personalidad se revelarán enseguida como ineficaces. Camina por las inhóspitas calles de su East End londinense, por las frías y viejas rutas de su infancia irrecuperable: ha perdido toda conexión con el mundo, no sabe quién es; acaso no lo supo nunca.

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