El insomnio le lleva a leer sentado en su butacón. Como antaño, cuando el ordenador no le devoraba tanto espacio. La música en la radio sigue siendo francesa, como si el salto inglés hallara la curiosa resistencia casera de su emisora favorita.
Ha rescatado de la biblioteca un libro de W. B. Yeats, uno de sus poetas predilectos. No estaba previsto, pero esa lectura podría formar parte perfectamente de los preparativos también de su viaje a Dublín. El tiempo pasa muy rápido y un insomnio como el de hoy contribuye aún más a una sensación de tiempo que vuela, pero el hecho es que ya quedan sólo cinco días para que viaje a esa ciudad. Todo ha sido realmente muy veloz y parece que fuera ayer cuando, para evitar que su madre descubriera que carecía de plan alguno para el futuro, se le ocurrió decir que tenía que ir a Dublín.
Se adentra en Yeats, en un poema en el que se dice claramente que todo se desmorona y para el que resultan idóneos sus ojos sanguinolentos de lector profundamente desvelado. Dejándose llevar por los versos, se queda imaginando que le ciega la luminosidad del día y que se ha convertido en un diestro piloto que cruza con rapidez la geografía de la vida infinita. Un piloto que no tarda en dejar pronto atrás todas las etapas de la humanidad —edad de hierro, de plata, la era Gutenberg, la era digital y la era definitiva y mortal— y llega justo a tiempo para asistir al diluvio universal y al gran cierre y funeral del mundo, aunque en realidad sería más exacto decir que más bien ha sido el mundo el que ha ido quemando etapas y viajando directo hacia su grandioso final y funeral, ya anunciado por esos versos de Yeats por los que Riba se ha dejado llevar esta mañana tan lejos: «Todo se desmorona; el centro ya no puede sostenerse / La anarquía se adueña del mundo entero, / La marea sanguinolenta se ha desatado, y en todas partes / La ceremonia de la inocencia es ahogada…»
Ahí termina su vuelo. Regresa a la realidad, que no es tan distinta del lugar al que le ha transportado su imaginación. Cierra el libro del gran Yeats y mira por la ventana y sigue con curiosidad extrema el curso de una nube y luego da una cabezada y siente que tal vez pronto se quede dormido, y entonces, para evitar que esto suceda, abre de nuevo el libro que había cerrado y encuentra en lo que lee rastros de la nube que acababa de mirar, lo encuentra en este fragmento del prólogo de Vilém Vok al libro de Yeats: «Los vientos que barren la costa y los bosques donde hablan los
shide
, emisarios de las hadas, aluden a un esplendor perdido, pero recuperable.» Y más adelante: «Dijo que el mundo fue perfecto y amable, y que el mundo perfecto y amable seguía existiendo, pero enterrado como un montón de rosas bajo muchas paladas de tierra.» Y de golpe cae en la cuenta de cuál pudo ser el verdadero fondo de las palabras de su padre cuando preguntó, el otro día, si alguien podía explicarle el misterio.
Si no hubiera leído estos versos de Yeats, sin duda ahora no habría pensado esto. Pero los ha leído y no puede evitar pensar que acaba de comprender qué podía haber exactamente detrás de aquella pregunta paterna. Tal vez los vientos que barrían la costa catalana en aquel momento inquietaron el inconsciente de su padre, hasta el punto de empujarle a preguntar, de un modo indirecto, por el esplendor perdido. Y es que tal vez su padre en realidad no preguntaba por el misterio de la vida en general, ni por el misterio de la tormenta, sino por todo aquello tan próximo a su mundo afectivo, todo aquello que con el tiempo había visto que quedaba enterrado como un montón de rosas bajo muchas paladas de la tierra más húmeda.
Ésa pudo ser la verdadera causa de fondo de las inquietudes de su padre ante la tempestad. Y si fue ésa la causa no puede negar que ha sido el insomnio quien le ha ayudado a encontrarla, que el insomnio escondía una potencia visionaria que no conocía y, al llevarle a comprender el verdadero sentido de aquellas palabras paternas, ha sabido abrirle un amplio panorama.
Va a la cocina y, cayendo de nuevo en lo prosaico, se prepara un bocadillo de jamón y doble ración de queso. Se pregunta si no será que, cuando piensa en Nueva York, en realidad se está interesando —digno heredero de su padre— por un mundo perfecto y amable, que de niño perdió muy pronto y que espera reencontrar en esa ciudad algún día. ¿En Nueva York se concentra simbólicamente toda su búsqueda de la gran parte de su vida que quedó enterrada como un montón de rosas bajo toneladas de tierra? Es posible. Muerde el bocadillo, vuelve a morderlo. Se odia a sí mismo por gestos tan extremadamente vulgares, pero el queso está magnífico. Se acuerda de una frase de Woody Allen sobre la realidad y los bistecs. Cada vez está más despierto. ¿No era eso lo que buscaba? Si era eso, lo está consiguiendo. Tiene la impresión de que
ve
más que nunca. Es como si se estuviera acercando a la experiencia de Swedenborg, el hombre que hablaba con toda naturalidad con los ángeles. En algunas ocasiones le parece como si el insomnio fuera capaz de producirle los mismos efectos que en otros tiempos el alcohol. El alcohol, que tanto necesita a veces. ¿Quién está ahí? Sonríe. Detecta de nuevo una presencia, aunque ahora podría ser sólo una intuición salvaje, provocada por su desvelado estado. La presencia acaba pareciéndole tan obvia y grande que se entristece al preguntarse qué sería de él si la realidad le devolviera de pronto a la evidencia de una gran ausencia.
Se adentra en
Crónica de Dalkey
, de Flann O’Brien, lo que no es más que otra forma de prepararse a conciencia para el viaje a Dublín. Además, el pub Finnegans, donde Nietzky tiene pensado fundar la Orden de Caballeros, está en esa población de Dalkey, la pequeña ciudad situada a unas doce millas al sur de Dublín, en la costa.
Del pueblo de Dalkey dice Flann O’Brien: «Es una población peculiar, acurrucada, tranquila, como adormilada. Sus calles, que no lo son tan claramente, son estrechas y en ellas se suceden encuentros que parecen accidentales.»
Dalkey, pueblo de encuentros casuales. Y también de extrañas apariciones. En
Crónica de Dalkey
aparece San Agustín vivo y coleando, en diálogo con un amigo irlandés. Y también aparece James Joyce, que trabaja de camarero en un bar turístico de Dublín y se niega a ser relacionado con
Ulysses
, libro que considera «mugriento, esa colección de inmundicia».
Una ráfaga violenta de sueño le impulsa ahora a mover la cabeza hacia delante. Y de nuevo le llega la sensación de estar siendo
visto
. ¿Celia ha vuelto y no la ha oído entrar? La llama, pero nadie contesta. Completo silencio.
—¿James?
Bueno, no sabe muy bien por qué ha preguntado por James, pero espera que no sea precisamente Joyce quien ande ahora por ahí.
Teme quedarse dormido, y si lo teme es porque sospecha que podría volver a asaltarle de nuevo esa pesadilla recurrente en la que un dios privado de la vista y con aspecto de primate fatigado quiere darle la mano y para ello se ve obligado a levantar el codo lo máximo que puede. Riba le mira desde las alturas, pero no puede decirse que esté en mejor posición, pues se encuentran los dos encerrados en esa jaula en la que para toda la eternidad están condenados a sufrir la corrosión de una hidra íntima, de un dolor pavoroso: el mal del autor.
Justo después de las once de la mañana, comienza a sentirse ya realmente vencido por el sueño. Oscila entre quedarse mansamente dormido y ser víctima probable de lo que su amigo Hugo Claus llamó
la pena del editor
, o resistir un poco más. Le parece un fastidio que le llegue la amenaza del sueño justo cuando, hace tan sólo unos momentos, más lúcido se sentía.
Dentro de cinco días exactamente, a esta misma hora, estará aterrizando su avión en Dublín. Javier, Ricardo y Nietzky llevarán ya un día allí cuando él llegue. Javier y Ricardo siguen ignorando que, aparte de asistir al
Bloomsday
y a la ceremonia de fundación de la Orden de Caballeros del Finnegans, van a participar en los funerales de la era Gutenberg. Un programa apretado. Quizá Nietzky se lo explique a lo largo de ese primer día que pasarán los tres juntos. Quizá cuando él llegue a Dublín, Nietzky haya ideado ya algo para celebrar ese funeral y tenga ya el sitio idóneo para llevarlo a cabo.
Durante un buen rato, resiste a los embates del cansancio y del sueño pensando en el cercano viaje irlandés. Le inquieta, por encima de todo, que ha dejado hace unas horas de ser un
hikikomori
, pero ahora lo parece más que nunca. Si bien en espíritu ha dejado por completo de serlo, sabe que cuando regrese Celia, si lo encuentra durmiendo, lo primero que pensará será que se ha convertido ya trágica y definitivamente —una injusticia, pero será lo que pensará— en uno de esos japoneses que viven de noche frente al ordenador y duermen todo el día.
Le resulta muy evidente que si dicen por ahí que aparte de ser honrado hay que parecerlo, para dejar de ser un
hikikomori
no basta en absoluto con dejar de serlo, hay también que no parecerlo. Pero ¿qué puede hacer para evitarlo? Tarde o temprano, caerá rendido. Está agotado. Dormirá, no tiene otra opción. Deja para otro momento la idea de continuar con las experiencias entre la razón y la locura. Pero ve enseguida que no puede interrumpirlas. Hace un gran esfuerzo y se pone en pie, ha decidido que no dejará que le venza el sueño y menos aún que Celia piense erróneamente que sigue siendo un obstinado autista informático.
Se viste, coge su paraguas, titubea unos instantes, pero finalmente sale al rellano, toma el ascensor, baja a la calle. Llevaba días dándole una pereza enorme ir a comprar unas medicinas, pero ahora tiene tiempo de ocuparse de ciertas cuestiones de la vida cotidiana. Va a la farmacia de siempre y compra las pastillas que se le estaban ya agotando y que por prescripción médica toma desde que tuviera el colapso físico de hace dos años. Pastillas para controlar la tensión alta: Atenolol, Astudal, Cardurán, Tertensif. Después, compra en la panadería una pizza de roquefort —que comerá fría en el camino de vuelta a casa— y unos picatostes para la sopa que Celia dejó ayer hecha.
Se le ve por todo el barrio, bajo la lluvia, con una bolsa de la farmacia y comiendo una pizza. Aparatosas gafas de sol para ocultar el deterioro físico que le está acarreando el insomnio. De vez en cuando, cómico y conmovedor, lanza miradas furtivas a los picatostes. Hoy, dentro de la evidente extravagancia, se le ve más normal que en otras ocasiones, al menos viene de la panadería y de la farmacia, y podría parecer —de hecho lo es— un vecino más. La última vez en este barrio fueron muchos los que le vieron paseando bajo la lluvia con su viejo impermeable, la camisa con el cuello roto y levantado, aquellos grotescos pantalones cortos, el pelo enormemente aplastado por el agua. Fue una imagen extraña la que dio, la de un pobre editor de prestigio, vestido para ser llevado directamente a un psiquiátrico. Una imagen pésima, de excéntrico pasado de rosca. A causa de su conducta de aquel día, mucha gente le mira desde entonces ya con total desconfianza en el barrio, y eso a pesar de que le han visto más de una vez en la televisión hablando con sensatez de los libros que publicaba y que tan grande fama le iban reportando.
Camina con paso lento, con su pizza de roquefort y sus picatostes y su paraguas bien derecho y sus medicinas recién adquiridas en la farmacia. Soy normal, miradme, parece estar diciéndoles. Claro que las gafas de sol le delatan, y la gabardina es la misma de la noche aquella, y también le pone en evidencia su caminar algo a la deriva y los mordiscos ansiosos a la pizza. En realidad, todo le pone en el punto de mira de los vecinos. En los cristales del escaparate de la tienda de flores, se contempla a sí mismo desde fuera, y se asusta al verse como un caminante extraño, con pantalones cortos ocultos bajo la gabardina. Pero no va con pantalones cortos. ¿Por qué le ha parecido que los llevaba? ¿Quién es ese viejo de mierda, quién es ese personaje cómico que se refleja en los cristales?
Empieza a reírse de sí mismo y a caminar como un vagabundo de cine mudo. Juega a ser su sombra, ese personaje cómico que ha visto en los cristales. Camina de forma deliberadamente irregular y luego, frente a la charcutería, imagina que no es un vagabundo como todos los otros, debido a que tiene casa, un hogar estable, donde, eso sí, también vagabundea. Mientras continúa andando de forma cómica, imagina que ya es de noche y que está en esa casa inventada. La lluvia azota los cristales, donde se refleja su sombra, que es sombra a su vez de otra sombra. Porque en esa casa inventada él es un ex editor a la espera de encontrar al hombre que fue antes de crearse —con los libros que publicó y con la vida de catálogo que llevó— una personalidad falsa.
Imagina que en esa casa inventada no tiene sueño —en esto último coincide con su propia realidad— y que su vieja lámpara le ilumina en el momento de ponerse a preparar un informe sobre su situación en la vida, un informe que imagina que está obligado a terminar antes de que llegue el alba y que, para no aburrirse por la calle —no se aburre nunca salvo cuando camina por lugares que le resultan tan familiares como éstos, los de su barrio—, va elaborando mentalmente, con dolor, frase por frase, mientras avanza decididamente patético, con sus aires de actor de cine mudo, escupiendo flujo y basura de la conciencia:
«Pronto cumpliré sesenta años. Desde hace dos, me persigue la realidad de la muerte al tiempo que me dedico a observar lo mal que va el mundo. Como dice un amigo, todo se acabó, o se está acabando. No queda otra
cosa
que una gran masa analfabeta creada deliberadamente por el Poder, una especie de muchedumbre amorfa que nos ha hundido a todos en una mediocridad general. Hay un inmenso malentendido. Y un trágico embrollo de historias góticas y editores puercos, culpables de un monumental desaguisado. La edición literaria a la que di mi vida tiene ya su funeral preparado en Dublín. Y yo ya sólo puedo dedicarme a intentar respirar, abrirle el máximo de espacios posibles a los días que me quedan, tratar de ir en busca de un arte de mi propio ser, de un arte que tal vez pueda perfeccionar algún día haciendo un inventario de los que fueron mis principales errores como editor. Porque tengo la impresión —un último proyecto, tan sólo imaginario— de que sería grande que muchos quisieran hacer lo mismo y un libro recogiera las confesiones de editores que dijeran qué creen que anduvo trastabillado en su política de publicaciones; editores independientes que contaran lo extraordinarios que imaginaron los libros que soñaron un día sacar a la luz; editores que contaran cuáles fueron sus mayores esperanzas y cómo fue que éstas no se materializaron (ahí estaría bien que hablara un editor como el gran Sensini, que sólo publicaba historias de
personajes valientes y a la deriva
y que acabó procesado en los Estados Unidos); editores literarios que contaran las miserias de la literatura, hoy una sinfonía completa de cuervos perdidos en el mafioso centro de la selva fúnebre de su industria. En definitiva, editores que se avinieran a publicar el gran mapa de sus decepciones y que confesaran en él la verdad y dijeran de una vez por todas que, para colmo, ninguno encontró a un verdadero genio en su camino. Un mapa así nos permitiría avanzar dentro de las movedizas arenas de la verdad. Me gustaría tener la osadía un día de adentrarme en esas arenas y de hacer un inventario sobre todo lo que quise alcanzar en mi catálogo y no alcancé nunca. Me gustaría un día tener la honestidad de desvelar las grandes sombras que se esconden detrás de las luces de mi trabajo tan absurdamente elogiado…»