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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (6 page)

BOOK: El alienista
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Incómodo, Fuller se encogió de hombros.

— Estaba delirando cuando lo trajeron, doctor Kreizler. Según el vigilante, parecía mucho peor que si estuviera simplemente borracho, así que lo llenaron de cloral.

Kreizler suspiró, profundamente irritado. El hidrato de cloral era una de las sustancias que le amargaban la existencia: un compuesto de sabor amargo y color neutro, algo cáustico, que reducía los latidos del corazón haciendo que el sujeto se calmara extraordinariamente. Cuando se utilizaba como en muchos bares, ponía al que lo ingería en estado casi comatoso, convirtiéndolo en presa fácil para el robo o el secuestro. La comunidad médica insistía, sin embargo, en que el cloral no producía adicción (Kreizler lo rebatía violentamente), y a veinticinco centavos la dosis era una alternativa más barata y conveniente que encadenar a un interno o ponerle un arnés de cuero. Por consiguiente se utilizaba a la ligera, sobre todo en los que padecían trastornos mentales, o simplemente en individuos violentos. Pero en los veinticinco años que habían transcurrido desde su introducción, su uso se había extendido entre la gente, que en aquel entonces no sólo podía comprar libremente cloral sino también morfina, opio, cáñamo índico u otra sustancia parecida en cualquier farmacia. Muchos miles de personas habían destruido su vida entregándose voluntariamente al polvo de cloral que libra de las preocupaciones y de las penas, y proporciona un sueño saludable, como destacaba uno los fabricantes. La muerte por sobredosis se había vuelto muy común; cada vez eran más los suicidios que se relacionaban con el uso del cloral, y aún así los médicos de aquella época seguían insistiendo ciegamente en su inmunidad y provecho.

— ¿Cuántos granos?— preguntó Kreizler, cambiando irritación por hastío, consciente de que la administración de la droga no era trabajo ni responsabilidad de Fuller.

— Empezaron con veinte— contestó el vigilante, tímidamente—. Yo ya se lo dije, señor. Les dije que le habían citado para la evaluación y que se enfadaría, pero… En fin, ya sabe, señor.

— Sí— contestó Kreizler en voz baja—, ya sé.— Con lo cual ya éramos tres… Y lo que sabíamos era que al enterarse el vigilante del Pabellón de la elección de Kreizler y de las probables objeciones de éste, casi con toda certeza había doblado la dosis de cloral y reducido significativamente la capacidad de Wolff para participar en el tipo de evaluación que a Kreizler le gustaba hacer, la cual incluía muchas preguntas de sondeo que en condiciones ideales debían formularse a individuos que no se hallaran bajo los efectos de alguna droga o del alcohol. Éste era el sentimiento general hacia Kreizler entre sus colegas, sobre todo entre los más veteranos.

— Bien— anunció mi amigo después de estudiar unos instantes el asunto—. No hay nada que hacer… Aquí estamos, Moore, y el tiempo apremia.— Inmediatamente pensé en la extraña referencia al calendario en la nota de Kreizler a Roosevelt la noche anterior, pero no dije nada mientras él descorría los cerrojos de la pesada puerta y tiraba con fuerza de ella—. Señor Wolf— le advirtió Kreizler—, tenemos que hablar.

Durante la hora siguiente, yo permanecí sentado mientras Kreizler examinaba a aquel hombre confuso y desorientado, que se mantenía firme— hasta donde el cloral se lo permitía— en la idea de que si realmente había disparado a la cabeza de la pequeña Louisa Rudesheimer con su pistola (y nosotros le aseguramos que lo había hecho) entonces debía estar loco, y por lo tanto había que mandarlo a un manicomio, o a lo sumo a la institución para convictos dementes en Mattewan, en vez de a la cárcel o al patíbulo. Kreizler tomó cuidadosa nota de su actitud, pero por el momento no discutió el caso en sí sino que formuló una larga lista de preguntas, al parecer no relacionadas con el hecho, sobre el pasado de Wolff, su familia, sus amigos y su infancia. Las preguntas eran abiertamente personales, y en cualquier situación normal habrían parecido atrevidas e incluso ofensivas; y el hecho de que la reacción de Wolf ante las preguntas de Kreizler fuera menos violenta de lo que habría sido la de cualquier otro hombre era un claro indicio de que lo habían drogado. Pero la ausencia de rabia también indicaba una falta de precisión y de franqueza en las respuestas, de modo que la entrevista parecía destinada a un prematuro final.

Pero ni siquiera la calma inducida de Wolff se pudo mantener cuando Kreizler le preguntó finalmente por Louisa Rudesheimer. ¿Había abrigado algún sentimiento de tipo sexual hacia la niña?, inquirió Laszlo, con una brusquedad que yo no había percibido a menudo en conversaciones de este tipo. ¿Había otras criaturas en el edificio hacia las que albergara tales sentimientos? ¿Tenía novia? ¿Frecuentaba los burdeles? ¿Se sentía atraído sexualmente por jovencitos? ¿Por qué había disparado a la niña, en vez de apuñalarla? Al principio Wolff pareció desconcertado ante todas estas preguntas y apeló a Fuller, el vigilante, preguntándole si debía responder o no. Fuller le contestó, con cierto regocijo lascivo, que debía responder, y Wolff así lo hizo durante un rato. Pero al cabo de media hora se puso en pie tambaleante, hizo sonar los grilletes y juró que ningún hombre podía obligarle a participar en un interrogatorio tan obsceno. Declaró desafiante que prefería vérselas con el verdugo, ante lo cual Kreizler se levantó y le miró fijamente a los ojos.

— Me temo que en el estado de Nueva York la silla eléctrica va ganando terreno a la horca, señor Wolf— le dijo sin levantar la voz—. Aunque sospecho que, basándonos en las respuestas que ha dado a mis preguntas, lo va a comprobar usted mismo. Que Dios se apiade de usted, señor.

Al dirigirse Kreizler hacia la puerta, Fuller se apresuró a abrirla. Yo lancé un último vistazo a Wolff antes de seguir a mi amigo. El aspecto de aquel hombre había pasado de la indignación a un profundo temor, pero estaba demasiado débil para hacer otra cosa que no fuera murmurar protestas patéticas sobre lo que consideraba era su locura. Luego se derrumbó nuevamente sobre el catre.

Kreizler y yo regresamos por el corredor central del Pabellón mientras Fuller volvía a cerrar la puerta de la celda de Wolff. La mudas súplicas de los demás pacientes empezaron de nuevo, pero pronto nos alejamos de allí. Una vez en el vestíbulo, los gritos y aullidos volvieron a hacerse más estridentes a nuestras espaldas.

— Creo que podemos descartarle, Moore— dijo Kreizler en tono tranquilo y cansino mientras se ponía los guantes que Cyrus le había ofrecido—. Por muy drogado que esté, Wolff se ha revelado violento, sin duda, y resentido con los niños. Y borracho también. Pero no es un loco, ni creo que esté relacionado con el asunto que ahora nos preocupa.

— Ah, por cierto— dije, aprovechando la oportunidad—, ya que hablas del asunto…

— Ellos lo quieren loco, por supuesto— murmuró Laszlo, como si no me hubiese oído—. Los médicos de aquí, los periódicos, los jueces; les gustaría pensar que sólo un loco es capaz de dispararle a una niña de cinco años un tiro a la cabeza. Crea ciertas… dificultades, si nos vemos obligados a aceptar que nuestra sociedad puede producir hombres cuerdos que cometen actos como éstos.— Lanzó un suspiro y cogió el paraguas que le tendía Cyrus—. Sí, supongo que este caso supondrá un largo día o dos en los tribunales…

Salimos del Pabellón y yo busqué refugio bajo el paraguas de Kreizler, y luego subimos a la calesa, que ahora llevaba la capota alzada. Sabía lo que se me avecinaba: un monólogo que sería como una especie de catarsis para Kreizler, una reafirmación de algunos de sus principios profesionales más básicos, encaminado a aliviarle de la enorme responsabilidad de contribuir a enviar a un hombre a la muerte… Kreizler estaba abiertamente en contra de que se ejecutara a criminales, ni siquiera a los despiadados asesinos como Wolff; pero no iba a permitir que esto interfiriera en su juicio o en su determinación de si se trataba de auténtica locura, lo cual le dejaba un margen relativamente pequeño, si se comparaba con muchos de sus colegas. Cuando Cyrus saltó al asiento del cochero y la calesa se alejó de Bellevue, la diatriba de Kreizler empezó a tratar temas que yo ya le había escuchado muchas veces: de cómo una amplia definición de locura podía hacer que la sociedad en su conjunto se sintiera mejor pero que no hiciera nada por la ciencia de la mente, y en cambio redujera las posibilidades de que aquellos que padecían auténticos trastornos mentales recibieran un cuidado y un tratamiento adecuados. Era una especie de discurso insistente: Kreizler parecía alejar cada vez más la imagen de Wolffen la silla eléctrica… Y a medida que iba exponiendo su teoría, me di cuenta de que no había ninguna posibilidad de que yo consiguiera alguna información sólida sobre lo que realmente estaba pasando, ni por qué me habían convocado.

Miré con cierta frustración hacia los edificios que íbamos pasando y deje que mis ojos se posaran en Cyrus, pensando por un momento que dado que ya había escuchado aquello en más de una ocasión, tal vez obtuviera cierta compasión por su parte. Pero debería haber adivinado que no sería así… Al igual que Stevie Taggert, Cyrus había tenido una vida difícil antes de ponerse a trabajar para Laszlo, y ahora era absolutamente fiel a mi amigo. De muchacho, en Nueva York, Cyrus había visto cómo destrozaban literalmente a sus padres durante los motines de los reclutamientos de 1863, cuando hordas furiosas de hombres y mujeres, la mayoría emigrantes recién llegados que expresaban su negativa a combatir por la causa de la Unión y la emancipación de los esclavos, atrapaban a cualquier negro que encontraban— incluyendo a los niños pequeños— y los despedazaban, los quemaban vivos, los emplumaban, o les aplicaban cualquier tortura que su mentes del Viejo Mundo fueran capaces de concebir. Después de la muerte de sus padres, a Cyrus, un músico de gran talento y con una espléndida voz de bajo, lo acogió un tío suyo alcahuete, que le entrenó para ser profesor, es decir, pianista en un burdel que facilitaba jóvenes negras a hombres blancos ricos. Pero su pesadilla juvenil le había hecho bastante reacio a tolerar los abusos de los clientes del establecimiento. Una noche de 1887 se había enfrentado a un policía borracho que había ido a cobrar su comisión, que a su entender incluía algunos golpes con el revés de la mano e insultos como perra negra. Cyrus se fue tranquilamente a la cocina cogió un largo cuchillo de descarnar, y despachó al policía al Paraíso especialmente reservado a los miembros caídos del Departamento de Policía de Nueva York.

Una vez más, Kreizler había intervenido en el caso. Con una teoría que el denominaba asociación explosiva, había revelado al juez la génesis de las acciones de Cyrus: durante los pocos minutos en que se produjo el asesinato, aseguró Laszlo, Cyrus había regresado mentalmente a la noche en que murieran sus padres, y el manantial de furia que había mantenido tapado desde el incidente, había estallado entonces, arrollando al prepotente policía. Cyrus no estaba loco había anunciado Kreizler, tan sólo había respondido a la situación de la única forma que podía hacerlo un hombre con su historial. El juez se había quedado impresionado con los argumentos de Kreizler pero, dado el estado de ánimo de la opinión pública, no podía dejar suelto a Cyrus… Sugirió el Internamiento en el Manicomio de la Ciudad de Nueva York o en Blackwells Island; pero Kreizler declaró que emplearlo en su Instituto contribuiría en mayor medida a su rehabilitación. El juez, ansioso por verse libre de aquel caso, consintió. El asunto no contribuyó a mitigar la fama de rebelde que Kreizler tenía entre el público y los colegas de profesión, ciertamente tampoco contribuyó a que a los habituales visitantes de la casa de Laszlo les apeteciera quedarse a solas con Cyrus en la cocina. Pero sin duda le aseguró la lealtad de éste.

La lluvia siguió cayendo mientras avanzábamos al trote por el Bowery, la única calle importante de Nueva York que nunca había conocido la presencia de una iglesia, que yo supiera. Salones, cafés concierto y pensiones de mala muerte desfilaban veloces ante nosotros, y cuando pasamos por Cooper Square divisé el enorme letrero luminoso y las ventanas con las cortinas corridas del Salón Paresis que dirigía Bill Ellison, donde Georgio Santorelli había centrado sus patéticas actividades. Seguimos avanzando a través de más páramos de viviendas miserables, en donde el habitual ajetreo de sus aceras sólo había disminuido ligeramente por la lluvia. Cuando doblamos por Bleecker Street y nos acercamos a la Jefatura de Policía, Kreizler me preguntó de pronto:

— ¿Viste el cadáver?

— ¿Que si lo vi?— inquirí con cierta irritación, aunque aliviado de que al fin se tocara el tema—. Todavía lo veo si cierro un momento los ojos… Por cierto, ¿de quién partió la idea de levantar a todos los de casa y obligarme a ir hasta allí? Yo no puedo informar de estas cosas, y tú lo sabes… Lo único que se consiguió fue asustar a mi abuela, y eso no tiene nada de gracioso.

— Lo siento, John. Pero era preciso que vieras a qué nos estamos enfrentando.

— ¡Yo no me estoy enfrentando a nada!— volví a protestar—. Yo sólo soy un periodista, recuérdalo… Un periodista con una historia horripilante que no puede contar.

— No te haces justicia, Moore— replicó Kreizler—. Eres una auténtica enciclopedia de información privilegiada…, aunque es posible que no te hayas dado cuenta.

— ¡Laszlo!— Mi voz subió de tono—. ¿Qué diablos…?

Pero no pude seguir. Al doblar por Mulberry Street oí unas voces que me llamaban, y al volver la vista vi a Link Steffens y a Jake Riis corriendo hacia la calesa.

5

Cuanto más cerca de la iglesia, más cerca de Dios. Así era como un gracioso del hampa había explicado su decisión de instalar su base de operaciones delictivas a unas pocas manzanas de la Jefatura de Policía. Tal afirmación podrían haberla formulado más de una docena de personajes parecidos pues la frontera norte de Mulberry Street con Bleecker (la jefatura estaba en el número 300) marcaba el corazón de una jungla de viviendas miserables, burdeles, cafés concierto y garitos. Un grupo de chicas que trabajaban en una casa de mala nota de Bleecker Street, justo enfrente del 300 de Mulberry, se lo pasaban en grande durante sus momentos de ocio sentándose a las ventanas de persianas verdes de la casa y observando a través de unos prismáticos de ópera las actividades de la jefatura y luego ofreciendo sus comentarios a los agentes de policía que pasaban. Tal era la atmósfera carnavalesca que imperaba en aquel lugar. O acaso cabría decir que se trataba de un circo… y más brutal que los de Roma, pues varias veces al día las víctimas sangrantes de un crimen, o los heridos autores del mismo, se veían arrastrados al interior de aquella construcción indescriptible, y con apariencia de hotel, que albergaba el ajetreado cerebro del brazo armado de la ley en Nueva York, dejando sobre el pavimento de la calle un recuerdo pegajoso y siniestro de la naturaleza letal de aquel edificio.

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