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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (5 page)

BOOK: El alienista
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Y a continuación colgó. Regresé al balconcito, cogí el Times y lo hojeé. La noticia aparecía en la página ocho.

La noche anterior, Henry Wolff había estado bebiendo en el apartamento de su vecino, Conrad Rudesheimer. La hija de éste, de cinco años, había entrado en la habitación, y Wolff había hecho ciertos comentarios que Rudesheimer había considerado poco adecuados para los oídos de una niña… El padre había protestado. Entonces Wolff había sacado un arma y había disparado a la niña en la cabeza, matándola, emprendiendo luego la huida. Horas más tarde lo habían capturado, mientras deambulaba sin rumbo cerca del East River. Volví a dejar el periódico, momentáneamente sorprendido por la sensación premonitoria de que los acontecimientos de la noche anterior sobre el puente habían sido sólo el comienzo.

De nuevo en el pasillo, me di de bruces con mi abuela, su cabello blanco perfectamente arreglado, su vestido gris y negro impecablemente limpio, y sus ojos grises, que yo había heredado, resplandecientes

— ¡John!— exclamó sorprendida, como si otros diez hombres se hospedaran en la casa—. ¿Quién demonios llamaba por teléfono?

— El doctor Kreizler, abuela— respondí, subiendo ya las escaleras.

— ¿El doctor Kreizler?— inquirió levantando la voz—. Bien, querido. ¡Por un día ya he tenido bastante de este doctor Kreizler!— Y cuando cerré la puerta para empezar a arreglarme, aún pude oír que decía—: Si quieres conocer mi opinión, este hombre es terriblemente peculiar. Y ese tal Holmes también es doctor.— Y siguió con esa vena mientras me lavaba, me afeitaba y me lavaba los dientes.

Por molesto que esto fuera, para un hombre que aún tenía fresco el recuerdo de haber perdido lo que suponía era su última oportunidad de conseguir una felicidad doméstica, aquello era mejor que un solitario apartamento en un edificio repleto de hombres que se habían resignado a una vida solitaria.

Salí por la puerta principal después de coger una gorra gris y un paraguas negro y me dirigí a paso rápido hacia la Sexta Avenida. La lluvia caía con mucha más fuerza ahora, y había empezado a soplar un viento particularmente fuerte. Cuando llegué a la avenida, el viento cambió de pronto de dirección al arrastrarse por debajo de las vías de la línea del tren elevado, que circulaba por ambos lados de la calle justo encima de las aceras. El viento hizo presión bajo el paraguas y me lo dobló hacia fuera como a otra gente que se apresuraba por debajo de las vías. Y el efecto combinado del viento, la lluvia y el frío logró que el habitual bullicio de la hora punta se convirtiera en un auténtico caos. Cuando conseguí encontrar un coche y me dirigía a él luchando con el engorroso e inútil paraguas una alegre pareja me cortó el paso, apartándome sin grandes miramientos y se montó veloz en mi cabriolé. Maldije su progenie al tiempo que agitaba el inútil paraguas en su dirección, provocando un grito de susto en la mujer y una mirada recelosa en el hombre mientras me preguntaba si estaba loco. Considerando mi destino, aquella pregunta me provocó un estallido de risa que me hizo mucho más fácil la húmeda espera de otro coche. Cuando uno dobló por la esquina de Washington Place, no esperé a que se detuviera sino que salté a su interior, cerré la portezuela casi sobre mis rodillas y le grité al conductor que me llevara al Pabellón de los Locos en el Bellevue, una dirección que a ningún conductor le apetece oír.

La expresión de desaliento que apareció en su rostro al partir me provocó otra risita, de modo que cuando enfilamos por la calle Catorce ya ni siquiera sentía el húmedo tweed contra mis piernas.

Con la perversidad de un típico cochero de Nueva York, mi conductor— el cuello de su impermeable vuelto hacia arriba y el sombrero de copa protegido por una delgada funda de goma— decidió abrirse paso por el distrito comercial de la Sexta Avenida a partir de la calle Catorce, antes de girar a la izquierda. Habíamos pasado lentamente ante la mayor parte de los grandes almacenes— O’Neill’s, Adams and Company, Simpson-Crawford— cuando golpeé con el puño el techo del coche y le recordé a mi cochero que necesitaba llegar al Bellevue aquella misma mañana. Con un rudo tirón giramos por la calle Veintitrés y luego nos internamos en medio del tráfico absolutamente sin regular de aquella calle con la Quinta Avenida y Broadway. Después de pasar ante la achatada mole del Fifth Avenue Hotel, donde Boss Platt tenía su cuartel general, y donde probablemente en aquel mismo momento estaba dando los últimos toques al esquema del Gran Nueva York, giramos por el extremo oriental de Madison Square Park hacia la calle Veintiséis, luego cambiamos de dirección, ante las galerías y torres italianizantes del Madison Square Garden, para seguir una vez más hacia el este. Los edificios del Bellevue, cuadrados, solemnes, de ladrillo rojo, aparecieron en el horizonte, y al cabo de pocos minutos cruzamos la Primera Avenida y nos detuvimos detrás de una gran ambulancia negra, en los terrenos del hospital que daban a la calle Veintiséis, cerca de la entrada del Pabellón de los Locos. Pagué al cochero y me dirigí al interior.

El Pabellón era un solo edificio, largo y rectangular. Un vestíbulo pequeño y poco acogedor saludaba a los visitantes y a los internos, y más allá de éste, a través de la primera de otras muchas puertas metálicas, había un ancho corredor que bajaba por el centro del edificio. Veinticuatro habitaciones— celdas en realidad— se abrían a este corredor, y separando estas celdas en dos salas, para hombres y para mujeres, en la mitad del corredor había otras dos puertas correderas forradas de acero. El Pabellón se utilizaba para observación y evaluación, mayormente de personas que habían cometido actos violentos. Una vez que se había determinado su cordura (o la ausencia de ésta) y se recibían los informes oficiales, los internos eran trasladados a otras instituciones, incluso menos acogedoras.

Tan pronto como entré en el vestíbulo, oí los habituales gritos y aullidos— algunos eran protestas coherentes, otros simplemente alaridos de locura y desesperación— procedentes de las celdas que había al otro lado. En el mismo instante divisé a Kreizler. Es curioso con qué fuerza la visión de él siempre la había asociado, mentalmente, con aquellos sonidos. Como de costumbre, su traje y su abrigo eran negros y, como de costumbre también, estaba leyendo las noticias musicales del Times. Sus negros ojos, muy parecidos a los de un pájaro enorme, recorrían el periódico como si cambiaran de un titular al otro con movimientos bruscos y rápidos. Sostenía el periódico con la mano derecha, mientras el brazo izquierdo, subdesarrollado a causa de una lesión cuando era niño permanecía pegado al cuerpo. La mano izquierda asomaba de vez en cuando para dar un pequeño tirón a su recortado bigote y al pequeño indicio de barba que sobresalía en el labio inferior. Su negro cabello peinado hacia atrás y demasiado largo para la moda de la época, estaba húmedo, pues siempre iba sin sombrero. Todo esto, junto con el bamboleo que imprimía a su cabeza al leer, le daba una imagen de halcón hambriento e inquieto, decidido a obtener compensación del fastidioso mundo que le rodeaba.

De pie cerca de Kreizler estaba el gigantesco Cyrus Montrose, criado, cochero ocasional, eficiente guardaespaldas y amigo íntimo de Laszlo. Como la mayoría de los empleados de Kreizler, Cyrus era un ex paciente. A pesar de su aspecto y de sus modales controlados, Cyrus me ponía algo nervioso. Aquella mañana vestía unos pantalones grises y una chaqueta marrón ajustada, y su cara ancha y negra ni siquiera pareció registrar mi presencia. Pero al acercarme, dio un golpecito en el brazo de Kreizler y señaló hacia mí.

— Ah, Moore— exclamó Kreizler, sacando con la mano izquierda un reloj con cadena de bolsillo del chaleco al tiempo que me tendía sonriente la derecha—. Espléndido.

— Laszlo— le contesté, estrechándole la mano—. Cyrus– añadí con una inclinación de cabeza que apenas obtuvo respuesta.

Kreizler me señaló el periódico al tiempo que comprobaba la hora.

— Estoy algo molesto con tus jefes. Ayer noche asistí a una brillante representación de Pagliacci en el Metropolitan, con Melba y Ancona, y de lo único que habla el Times es del Tristán de Alvary.— Se interrumpió para estudiar mi cara—. Pareces cansado, John.

— No sé por qué razón. Deambular por ahí en un carruaje sin capota a las tantas de la noche suele ser muy relajante. ¿Te importaría decirme que pinto yo aquí?

— Un momento.— Kreizler se volvió a un vigilante vestido de uniforme azul oscuro y gorra de plato que permanecía sentado en una silla de madera allí cerca—. ¿Fuller? Ya estamos listos.

— Sí, doctor— contestó el hombre, cogiendo un enorme llavero que colgaba de su cintura y dirigiéndose a la puerta del corredor central.

Kreizler y yo le seguimos. Cyrus se quedó atrás, como una figura de piedra—

— Has leído el artículo, ¿eh?— me preguntó Kreizler mientras el vigilante abría la puerta que daba a la primera sala.

Al abrir, los gritos y aullidos de las celdas se hicieron tan ensordecedores como inquietantes. Había poca luz en aquel corredor sin ventanas solo la que podían ofrecer unas pocas bombillas eléctricas muy gastadas.

Algunas mirillas de las impresionantes puertas metálicas permanecían abiertas.

— Sí— respondí al fin, bastante intranquilo—. Lo he leído. Y entiendo la posible relación… Pero ¿para qué me necesitas?

Antes de que Kreizler pudiera contestar, el rostro de una mujer apareció de pronto en la primera puerta de la derecha. A pesar de llevar el cabello recogido iba despeinada, y la expresión de su cara ancha y gastada era de violenta indignación. Pero la expresión cambió en un segundo, al ver quién era el visitante.

— ¡Doctor Kreizler!— le llamó, con un jadeo ronco pero apasionado.

Este grito disparó una reacción en cadena que creció a gran velocidad. El nombre de Kreizler se extendió por el corredor de celda en celda, de interna a interna, a través de las paredes y las puertas de hierro de la sala de las mujeres a la de los hombres. Yo ya había presenciado aquello otras veces en distintas instituciones, pero siempre me resultaba sorprendente: las palabras eran como chorros de agua sobre carbones encendidos que se llevaban los chisporroteos del calor y dejaban tan sólo los suspiros del vapor, tal vez una momentánea pero efectiva disminución del fuego que ardía en lo más hondo.

La causa de un fenómeno tan singular era muy sencilla. Kreizler era conocido entre los pacientes— así como en los ámbitos criminales, médicos y legales de Nueva York— como el hombre cuyo testimonio en los tribunales o en una audiencia sobre salud mental podía determinar— más que cualquier otro alienista del momento— si a una persona se la debía enviar a la cárcel, a las dependencias en cierto modo menos horrorosas de una institución mental, o si podía regresar a la calle. Por tanto, en el momento en que se le descubría en un lugar como el Pabellón de los Locos, las habituales exclamaciones de locura daban paso a un misterioso intento de comunicación coherente por parte de la mayoría de los internos. Sólo los no iniciados o los enfermos sin remisión continuaban con su delirio. Y aun así, el efecto de aquella repentina disminución del sonido no era del todo tranquilizadora. De hecho, en cierto modo era peor para los nervios pues sabíamos que el intento de establecer el orden era forzado, y que las oleadas de angustia pronto volverían de nuevo como ascuas encendidas, protestando ante la transitoria supresión del chorro de agua.

La reacción de Kreizler ante el comportamiento de los internos no fue menos desconcertante, pues imaginaba qué experiencias en su vida y en su carrera habrían implantado en él la habilidad de cruzar un lugar así y contemplar aquellas actuaciones desesperadas (todas salpicadas por frases contenidas aunque apasionadas de ¡Doctor Kreizler, necesito hablar con usted! ¡Doctor Kreizler, yo no soy como esos otros!) sin rendirse a las lágrimas, a la revulsión o al desespero. A medida que avanzaba con pasos mesurados por el pasillo, las cejas se iban juntando sobre sus centelleantes ojos, que giraban veloces de un lado al otro, de celda en celda, con una mirada de comprensiva amonestación: como si aquellas personas fueran chiquillos sin hogar. En ningún momento se permitió dirigirse a ninguno de los internos, pero su negativa no fue en absoluto cruel, todo lo contrario: hablar con cualquiera de ellos habría significado tan sólo potenciar las esperanzas de aquel desgraciado, quizás erróneamente, a la vez que hubiera frustrado las de los demás. Cualquiera de los internos allí presentes que hubiera estado en manicomios o en cárceles con anterioridad, o que hubiese permanecido en observación durante un largo período en Bellevue, sabía que aquélla era la costumbre de Kreizler, y efectuaba sus súplicas más desesperadas con los ojos, consciente de que Kreizler sólo lo reconocería con la vista.

Pasamos por las puertas correderas a la sala de los hombres, y seguimos al vigilante Fuller hasta la última celda de la izquierda. Allí se situó a un lado y abrió la pequeña ventana de observación en la puerta fuertemente asegurada.

— ¡Wolff!— le llamó—. Tienes visita. Asunto oficial, así que compórtate.

Kreizler se situó frente a la ventanilla para atisbar el interior, mientras yo observaba por encima de su hombro. Dentro de la pequeña celda, de paredes desnudas, había un hombre sentado en un tosco catre bajo el que se veía un orinal abollado. Unos gruesos barrotes cubrían la única ventana de la celda, y la hiedra de fuera oscurecía la poca luz exterior que pretendía entrar. Una jarra metálica para agua y una bandeja con un trozo de pan y un cuenco con restos de gachas de avena descansaban en el suelo cerca del hombre, que mantenía la cabeza entre las manos. Sólo llevaba una camiseta y unos calzoncillos de lana, sin cinturón ni tirantes (el suicidio era la gran preocupación de aquellas instituciones). Unos gruesos grilletes le ceñían tanto las muñecas como los tobillos. Al alzar la cara, pocos segundos después de que lo llamara Fuller reveló un par de ojos enrojecidos que me recordaron algunas de mis peores mañanas. Y su rostro profundamente arrugado, sin afeitar, mostró una expresión de resignada indiferencia.

— Señor Wolf— le llamó Kreizler, observando cuidadosamente al hombre—. ¿Se encuentra usted sobrio?

— ¿Quién no lo estaría después de una noche en este lugar?— contestó el hombre, arrastrando confusamente las palabras.

Kreizler cerró la pequeña puerta de hierro que cubría la ventanilla y se volvió a Fuller.

— ¿Lo han drogado?

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