El alienista (7 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Al otro lado de Mulberry Street, en el número 303, se encontraba el cuartel general no oficial de los periodistas especializados en asuntos policiales: una simple escalinata de entrada al edificio, en donde mis colegas y yo pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo a la espera de alguna posible noticia. Así que no era de extrañar que Riis y Steffens hubiesen estado aguardando mi llegada. Los gestos ansiosos de Riis y la jubilosa sonrisa que dominaba los demacrados y atractivos rasgos de Steffens indicaban que algo sabroso se estaba cociendo.

— Vaya, vaya— exclamó Steffens, levantando su paraguas al tiempo que saltaba sobre el estribo del carruaje de Kreizler—. Los misteriosos invitados llegan juntos… Buenos días, doctor Kreizler… Es un placer verle, señor.

— Steffens— contestó Kreizler con una inclinación de cabeza que no era precisamente de simpatía.

Riis se acercó resoplando detrás de Steffens, pues el grueso cuerpo del danés era menos flexible que el de su joven compañero.

— Doctor— dijo a modo de saludo, a lo que Kreizler se limitó a asentir.

Era indudable que Riis no le caía bien. Los trabajos precursores del danés revelando los males de la vida en los edificios de apartamentos— en especial en su colección de ensayos y fotografías titulada Cómo vive la otra mitad— no cambiaba el hecho de que fuera un escandaloso moralista y una especie de fanático, en opinión de Kreizler. Y debo admitir que a menudo yo compartía su opinión.

— Moore— añadió Riis—, Roosevelt acaba de echarnos de su despacho diciendo que os esperaba a los dos para una importante consulta… ¡Me temo que algo extraño se está tramando ahí dentro!

— No le hagas caso— añadió Steffens, riendo de nuevo—. Se siente herido en su orgullo. Parece que ha habido otro asesinato que, debido a las creencias personales de nuestro amigo Riis, nunca se publicará en las páginas del Evening Sun. Me temo que todos le hemos avergonzado con nuestras bromas.

— ¡Steffens, como me sigas…!— Riis lanzó su formidable puño escandinavo hacia Steffens al tiempo que seguía jadeando y saltando para mantenerse a la altura del carruaje, que aún no se había detenido. Cuando Cyrus frenó el caballo delante de la jefatura, Steffens saltó al suelo.

— Vamos, Jake, no amenaces— le dijo alegremente a su compañero—. Solo es una broma.

— ¿De qué diablos estáis hablando?— pregunté mientras Kreizler tratando de ignorar la escena, bajaba del carruaje.

— Oye, tú, ahora no te hagas el tonto— replicó Steffens—. Has visto el cadáver, y el doctor Kreizler también… Hasta ahí lo sabemos. Pero por desgracia, desde que Jake decidió negar la realidad de los dos muchachos que se prostituían y las casas para las que trabajaban, no le está permitido informar sobre el caso.

Riis volvió a resoplar, y su enorme rostro enrojeció todavía más.

— Steffens, te voy a enseñar…

— Y como sabemos que tus editores no van a publicar semejante basura, John— prosiguió Steffens—, me temo que sólo queda el Post…

— ¿Qué le parece, doctor Kreizler? ¿Le importaría dar los detalles al único periódico de la ciudad que los publicar?

La boca de Kreizler se curvó en una breve sonrisa que no era amable ni divertida, sino más bien desaprobatoria.

— ¿El único, Steffens? ¿Qué me dice del World, o del Journal?

— Oh, debería haber sido más preciso… El único periódico respetable de la ciudad que los publicará.

Kreizler se limitó a recorrer con su mirada de arriba abajo la larguirucha figura del periodista.

— Respetable…— repitió, sacudiendo la cabeza, y empezó a subir los peldaños de la entrada.

— ¡Diga lo que quiera, doctor— le gritó Steffens, sonriendo aún—, pero de nosotros recibirá un trato más justo que de Hearst o de Pulitzer!— Kreizler no hizo caso del comentario—. Sabemos que ha examinado al asesino esta mañana— insistió Steffens—. ¿Querría al menos comentar este punto?

Ya en la entrada Kreizler se detuvo y se volvió.

— El hombre al que he examinado es un asesino, en efecto, pero no tiene nada que ver con el caso Santorelli.

— ¿De veras? Bueno, tal vez debiera informar de esto al sargento detective Connor para que lo sepa. En toda la mañana no ha dejado de decirnos que Wolff se puso como loco disparando a la niña, y que luego salió por ahí en busca de otra víctima.

— ¿Qué?— La cara de Kreizler reflejó una auténtica expresión de alarma—. No, no… Él no debe… ¡Es absolutamente vital que no haga esto!

Laszlo entró en el edificio al tiempo que Steffens se empeñaba en un último intento por conseguir que hablara. Al ver que se le escapaba la presa, mi colega del Evening Post apoyó su mano libre en la cadera y su sonrisa se curvó un poco más.

— ¿Sabes una cosa, John? La actitud de este hombre no le hará ganar muchos admiradores.

— No creo que sea ésta su intención— repliqué, empezando a subir los peldaños. Steffens me sujetó del brazo.

— ¿No puedes explicarnos nada, John? No es típico de Roosevelt mantenernos a Jake y a mí fuera de los asuntos de la policía. Pero hombre, si nosotros somos más miembros de la Junta de Comisarios que todos esos estúpidos que se sientan con él…

En esto tenía razón: a menudo Roosevelt consultaba a Riis y a Steffens sobre cuestiones de política. Sin embargo, lo único que pude hacer fue encogerme de hombros.

— Si supiera algo te lo diría, Link. A mí también me han mantenido en la luna.

— ¡Pero el cadáver, Moore!— intervino Riis—. Nos han llegado rumores de algo perverso… Falsos, sin duda.

Pensando sólo un segundo en el cadáver sobre el anclaje del puente, susurré:

— Por muy descarnados que sean esos rumores, muchachos, ni siquiera se acercarn a describir la realidad— repliqué. Me di media vuelta y subí los peldaños de la entrada.

Antes de que se cerrara la puerta a mis espaldas, Riis y Steffens ya volvían a estar enzarzados, Steffens lanzando sarcásticas observaciones a su amigo, y éste, irritado, tratando de hacerle callar. Pero Link tenía razón, aunque se hubiera expresado con cierta malevolencia. La tozuda insistencia de Riis en negar la existencia de la prostitución homosexual no tenía otro significado que uno de los grandes periódicos de la ciudad nunca conociera todos los detalles de un brutal asesinato. Y el reportaje habría tenido una mayor trascendencia viniendo de Riis que de Steffens ya que mientras la mayor parte del trabajo de Link como miembro del Movimiento Progresista aún tenía que llegar, hacía mucho tiempo que la voz de Riis era toda una autoridad, el hombre cuyas airadas diatribas habían provocado la destrucción de Mulberry Bend (el auténtico núcleo del barrio bajo más famoso de Nueva York: Five Points), junto con la destrucción de otras innumerables zonas pestilentes. Sin embargo, Jake Riis no podía reconocer en todo su significado el asesinato de Santorelli: a pesar de todos los horrores que había presenciado, no podía aceptar las circunstancias de semejante crimen. Y al cruzar las enormes puertas verdes de la jefatura me pregunté, tal como me había preguntado un millar de veces durante las reuniones de la redacción en el Times cuantos miembros de la prensa— por no mencionar a los políticos o a la opinión pública— se limitaban a considerar que la deliberada ignorancia del mal implicaba su inexistencia.

Allí dentro encontré a Kreizler de pie junto al ascensor, discutiendo acaloradamente con Connor, el detective que se hallaba presente en el escenario del crimen la noche anterior. Ya me disponía a reunirme con ellos cuando uno de los personajes más agradables de la jefatura me agarró el brazo y me condujo hacia una escalera: era Sara Howard, una vieja amiga.

— No te metas en esto, John— me advirtió con el tono de prudente sabiduría con que a menudo subrayaba sus afirmaciones—. Tu amigo esta dando a Connor una reprimenda, y no hay duda de que se la merece… además, el presidente te quiere arriba, sin el doctor Kreizler.

— Sara— exclamé feliz—. Me alegro de verte. He pasado la noche y la mañana entre locos. Necesito oír la voz de alguien que esté cuerdo

El gusto de Sara en el vestir se inclinaba por los diseños sencillos en tonos verdes a juego con sus ojos, y el que llevaba ese día, sin mucho polisón y con el mínimo de encajes, resaltaba enormemente su cuerpo alto y atlético. Su rostro no tenía nada de extraordinario, pero el juego de sus ojos y de su boca, que oscilaba entre travieso y melancólico, era un regalo para la vista. A principios de los años setenta, cuando yo estaba en la adolescencia, su familia se trasladó a vivir cerca de nuestra casa en Gramercy Park, y desde entonces había contemplado cómo ella, en sus años infantiles, convertía aquel decoroso barrio en su sala de juegos particular. El tiempo no la había cambiado gran cosa, excepto para hacerla tan pensativa (y a veces tan melancólica) como exaltada… Y una noche en que estaba algo más que borracho, poco después de romper mi compromiso con Julia Pratt, cuando había decidido que todas las mujeres que la sociedad consideraba bellas eran en realidad unos demonios, le pedí a Sara que se casara conmigo. Su respuesta consistió en llevarme con un coche al Hudson y tirarme al río.

— Pues hoy no vas a oír muchas voces cuerdas en este edificio— me dijo Sara mientras subíamos las escaleras—. Teddy… Es decir, el presidente… ¿No te suena extraño llamarle así, John?— Y en efecto, lo era. Pero cuando Roosevelt se encontraba en la jefatura, que estaba regida por una junta de cuatro comisarios de la que él era el jefe, se le distinguía de los otros tres con el título de presidente. Muy pocos de nosotros podíamos suponer en aquel entonces que en un futuro no muy lejano ostentaría un título idéntico—. Bueno, pues ha montado uno de sus clásicos jaleos con el caso Santorelli. No ha parado de entrar y salir todo tipo de gente.

En aquel preciso momento, la voz de Theodore resonó por uno de los pasillos del primer piso.

— ¡Y no se moleste en meter a sus amigos de Tammany en todo esto, Kelly! La asociación política Tammany es una monstruosa creación demócrata, y esto es una reforma de la administración republicana… No conseguirá favores por aquí dando palmaditas en la espalda. ¡Le aconsejo que coopere!

La única respuesta a esto fue la risita ahogada de un par de voces al final de la escalera, que poco a poco se iban acercando a nosotros. Al cabo de unos segundos, Sara y yo nos encontramos frente a frente con la enorme figura de Biff Ellison, vestido con colores chillones y bañado en colonia, así como con la más bajita de su jefe, mejor vestido y menos aromatizado, el hampón Paul Kelly.

La época en que los asuntos del hampa del bajo Manhattan se repartían entre unas cuantas docenas de bandas callejeras que iban por libre se había acabado en términos generales a finales de 1896, y quienes se habían adueñado de los negocios y de su consolidación eran unos grupos más amplios aunque igualmente peligrosos, pero mucho más eficientes en su enfoque. Los Eastman, llamados así por su pintoresco jefe, Monk Eastman, controlaban todo el territorio al este del Bowery, entre la calle Catorce y Chatham square; en el West Side estaban los Hudson Duster, apreciados por muchos de los intelectuales y artistas de Nueva York (en gran parte porque al parecer todos compartían un insaciable apetito por la cocaína), que dirigían los asuntos al sur de la calle Trece y el oeste de Broadway; la zona de aquella parte de la ciudad, más arriba de la calle Catorce, pertenecía a los Mallet Murphy’s Gophers, un grupo de criaturas irlandesas de lo más bajo, cuya evolución le habría costado mucho explicar incluso al señore Darwin; y entre estos tres virtuales ejércitos, en el ojo del huracán de la delincuencia, a tan sólo unas manzanas de la Jefatura de Policía, estaba Paul Kelly y sus Five Pointers que gobernaban entre Broadway y el Bowery, y entre la calle Catorce y el Ayuntamiento.

La banda de Kelly había adoptado el nombre del barrio más peligroso de la ciudad en un intento por inspirar temor, aunque en realidad en sus negocios eran menos anárquicos que las clásicas bandas que en la generación anterior habían dominado Five Points (los Why, los Gorilas, los Conejos Muertos y otras por el estilo), restos de las cuales todavía deambulaban por su antiguo barrio como fantasmas violentos e insatisfechos. El propio Kelly era un reflejo de este cambio de estilo. Su elegancia en el vestir iba acompañada de un lenguaje y unos modales refinados. También poseía un conocimiento completo en arte y en política. Sus gustos artísticos tendían hacia lo moderno, mientras que en política se inclinaban hacia el socialismo. Pero Kelly también conocía a sus clientes, y el buen gusto no era un término idóneo para el Salón de Baile New Brighton, el cuartel general de los Five Pointers en Great Jones Street. El New Brighton, regentado por un peculiar gigante conocido como Cómetelos Jack McManus, era un extravagante cúmulo de espejos, arañas de cristal, barandillas de bronce y bailarinas ligeras de ropa, un palacio del mal gusto sin parangón siquiera en el Tenderloin un distrito que, antes de la ascensión de Kelly, había sido el centro indiscutible de la opulencia del hampa.

Por otro lado, James T. Biff Ellison representaba el tipo más tradicional de matón neoyorquino. Había iniciado su carrera como gorila en un salón de poca monta, y se había ganado cierta notoriedad al propinar una paliza a un policía hasta dejarlo casi muerto. Aunque aspiraba al refinamiento de su jefe, el intento de Ellison— ignorante, sexualmente depravado y drogadicto como era— resultaba grotescamente ostentoso. Kelly tenía lugartenientes asesinos cuyas acciones eran infames e incluso temerarias, pero ninguno se habría atrevido, como Ellison, a abrir el Salon Paresis, uno de los tres o cuatro locales en Nueva York que abiertamente— o mejor, ostentosamente— abastecían aquel segmento de la sociedad cuya existencia Jake Riis se negaba a admitir con tanta frecuencia.

— Vaya, vaya— exclamó Kelly, amigablemente, y la aguja de su corbata centelleó al acercarse—. Pero si es el señor Moore del Times… junto con una de las nuevas y encantadoras señoritas del Departamento de Policía— añadió, y, cogiendo la mano de Sara, inclinó su rostro cincelado de bribón irlandés y se la besó—. No hay duda de que últimamente resulta más agradable venir a la jefatura cuando a uno le obligan.– Su sonrisa, mientras observaba fijamente a Sara, era mundana y segura, nada de lo cual pudo evitar que de pronto el aire de la escalera se cargara de amenaza.

— Señor Kelly— contestó Sara con una enérgica inclinación de cabeza, aunque pude ver que estaba algo nerviosa—. Es una lástima que su encanto no esté en consonancia con las compañías que elige.

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