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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (9 page)

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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Rafael, el arcángel, se había convertido en el ser al que más odiaba del universo.

Mantuvo la puerta abierta para ella. Elena pasó a su lado sin mediar palabra. Y cuando él se situó a su lado y le rozó la espalda con las alas, se puso rígida y clavó la mirada en las puertas del ascensor. El elevador llegó segundos después, y ella entró. Lo mismo hizo Rafael, cuya esencia era como papel de lija para sus sentidos innatos de cazadora.

La mano con la que manejaba los cuchillos ansiaba apretar una hoja afilada. Era una necesidad casi dolorosa. Sabía que la sensación fría del acero la centraría, pero esa sensación de seguridad sería una ilusión, una que la pondría en un peligro aún mayor.

«Podría hacer que te arrastraras, Elena.»

Apretó los dientes con tanta fuerza que su mandíbula protestó. Cuando las puertas del ascensor se abrieron de nuevo, salió con rápidas zancadas sin esperar a Rafael. Aunque se detuvo de repente. Si aquel lugar se consideraba apropiado para asuntos de negocios, estaba claro que la decoración empresarial había cambiado. La alfombra tenía un lujurioso tono negro, al igual que las lustrosas paredes. Los únicos muebles que había a la vista (un par de pequeñas mesas auxiliares) estaban fabricados también en aquel tono rico y exótico.

Irradiaban colores ocultos, posibilidades.

Las rosas rojas como la sangre (colocadas en jarrones de cristal que estaban situados sobre las mesitas auxiliares) proporcionaban un intenso contraste. Y lo mismo podía decirse del enorme cuadro rectangular que había colgado en una de las paredes. Elena se acercó a él, embelesada. Un millar de tonos de rojo en furiosas pinceladas que parecían seguir alguna extraña lógica y que mostraban una sensualidad que hablaba de sangre y muerte.

Sintió los dedos de Rafael sobre el hombro.

—Dmitri tiene mucho talento.

—No me toques. —Las palabras brotaron de sus labios como dagas de hielo—. ¿Dónde estamos? —Se volvió para mirarlo y reprimió el impulso de sacar una de sus armas.

Las llamas azules que relampaguearon en los ojos del arcángel no eran de furia.

—En la planta de los vampiros. Ellos utilizan este lugar para... bueno, ya lo verás.

—¿Por qué tengo que verlo? Sé todo lo que hay que saber sobre los vampiros.

Una pequeña sonrisa se dibujó en los labios de Rafael.

—En ese caso, no te sorprenderás. —Le ofreció su brazo, pero ella se negó a aceptarlo. Aun así, su sonrisa no vaciló ni un instante—. Cuánta rebeldía... ¿De quién la heredaste? Es evidente que no fue de tus padres.

—Una palabra más sobre mis padres y me dará igual que me conviertas en un millón de jodidos pedazos —dijo con los dientes apretados—. Te arrancaré el corazón y se lo serviré a los perros callejeros como cena.

Rafael enarcó una ceja.

—¿Estás segura de que tengo corazón? —Y tras eso, empezó a avanzar por el pasillo.

Puesto que no quería ir por detrás de él, Elena apresuró el paso para poder caminar a su lado.

—Supongo que tendrás un corazón físico —dijo—. ¿Corazón, emocionalmente hablando? Ni de coña.

—¿Qué hace falta para que te mueras de miedo? —preguntó él, y parecía sentir verdadera curiosidad.

Una vez más, Elena tuvo la sensación de que se había deslizado sobre la finísima capa de hielo que la separaba del peligro y había logrado salir con vida. Pero había estado cerca. Se preguntó si Rafael se mostraría tan compasivo con ella cuando terminara el trabajo y ya no le resultara útil. No iba a quedarse a su lado para descubrirlo.

—Nací cazadora —dijo mientras se hacía la promesa mental de encontrar una vía de escape. Siberia sonaba bien—. No mucha gente sabe lo que eso significa, las consecuencias inevitables que tiene.

—Cuéntamelo. —Empujó una puerta de cristal y esperó a que ella pasara antes de cerrarla—. ¿Cuándo te diste cuenta de que poseías la capacidad de rastrear la esencia de los vampiros?

—No me di cuenta. —Encogió los hombros—. Siempre he podido hacerlo. No fue hasta los cinco años cuando comprendí que eso era algo diferente, anormal. —La palabra que empleaba su padre salió de su boca sin más. Elena notó un sabor amargo—. Pensaba que todo el mundo podía hacerlo.

—Igual que un ángel joven cree que todo el mundo puede volar.

La curiosidad fue más fuerte que la furia.

—Sí. —Así que había niños ángeles... Pero ¿dónde?—. Supe que nuestro vecino era un vampiro mucho antes que los demás. Percibí su esencia un día por accidente. —Aún se sentía mal por eso, aunque en aquella época no era más que una niña—. Intentaba hacerse pasar por humano.

El rostro de Rafael adquirió una expresión de disgusto.

—Lo mejor habría sido que le hubiera cedido la oportunidad a otra persona. ¿Por qué aceptar el don de la inmortalidad si deseas ser humano?

—En eso estoy de acuerdo. —Se encogió de hombros—. El señor Benson se vio obligado a mudarse después del escándalo que formaron los vecinos.

—Parece que el lugar donde pasaste tu infancia no era muy tolerante.

—No. —Y su padre estaba al frente de los intolerantes. Cuánto lo había humillado que su hija fuera también un monstruo—. Unos años más tarde, percibí a Slater Patalis mientras recorría el país asesinando a la gente. —Se le heló la sangre, alarmada por el horrible secreto que la conectaba a aquel nombre.

—Uno de nuestros escasos errores.

En realidad no fue un error, pensó ella, no si el asesino era una persona normal antes de Convertirse. Pero no podía decir aquello sin traicionar a Sara.

—Estoy acostumbrada al miedo, ¿sabes? Crecí sabiendo que el hombre del saco estaba ahí fuera.

—Me mientes, Elena. —Se detuvo frente a una sólida puerta negra—. Pero lo dejaré pasar. Pronto me dirás el verdadero motivo por el que bailas con la muerte tan alegremente.

Elena se preguntó si el arcángel tendría el nombre de Ariel y de Mirabelle en sus archivos, si conocía la tragedia que había destruido a su madre y había convertido a su padre en un desconocido.

—Ya sabes lo que se dice sobre ser demasiado confiado...

—Exacto. —Hizo un breve asentimiento con la cabeza—. Esta noche te mostraré por qué aquellos a los que llamas «zorras» desean a los vampiros como amantes.

—Nada de lo que puedas hacer o decir me hará cambiar de opinión. —Frunció el ceño—. No se diferencian en nada de los drogadictos.

—Cuánta obstinación... —murmuró él antes de empujar la puerta.

Se oían susurros, risas, el tintineo del cristal. Sonidos que fluían como una invitación. Los ojos de Rafael la desafiaron a entrar. Y como era estúpida, aceptó el desafío y (tras sacar la daga de la funda que llevaba en el brazo) se adentró en la estancia pensando en el arcángel que iba tras ella, en la vulnerabilidad de su espalda... Hasta que se quedó boquiabierta por la impresión.

Los vampiros celebraban un cóctel.

Elena parpadeó con incredulidad mientras se fijaba en la iluminación tenue y romántica, en los mullidos sofás, en los entremeses acompañados de elegantes copas de champán. Estaba claro que la comida era para los invitados humanos, hombres y mujeres, que charlaban y flirteaban con sus anfitriones vampiros. Las chaquetas de gala encajaban a la perfección sobre hombros ágiles y musculosos; había vestidos de fiesta de todos los tipos (desde largos y ceñidos hasta cortos y sexis), y los colores predominantes eran el negro y el rojo, aunque de vez en cuando se apreciaba un atrevido despliegue de blanco.

Las conversaciones se detuvieron en el momento en que la gente la vio. No obstante, cuando posaron sus ojos en la figura que había tras ella, casi pudo oírse un suspiro colectivo de alivio: la cazadora estaba bajo la vigilancia del arcángel. Tras aplacar el impulso infantil de demostrarles que no era así, Elena volvió a guardar la daga en su funda con discreción.

Y menos mal, porque un vampiro se acercó a ella con una copa de vino en la mano. Al menos esperaba que fuera vino, ya que el líquido oscuro y rojo podría haber sido sangre.

—Hola, Elena. —Las palabras fueron pronunciadas con una voz hermosa y profunda, pero era el acento lo que resultaba verdaderamente embriagador: rico, siniestro y sensual.

—El vampiro de la puerta —susurró ella con voz ronca. Solo cuando chocó contra el cuerpo cálido de Rafael se dio cuenta de que había retrocedido ante la desgarradora belleza de aquella caricia invisible que era su voz.

—Me llamo Dmitri. —El tipo sonrió, mostrando una hilera de dientes blancos y brillantes, sin colmillos a la vista. Un vampiro viejo y experimentado—. Ven, baila conmigo.

El calor se deslizó entre sus piernas, una reacción involuntaria a la esencia de Dmitri, una esencia que contenía un atractivo muy especial (y muy erótico) para una cazadora nata.

—Para ya, o te juro que te convertiré en un eunuco.

Él bajó la mirada para contemplar la daga que se apretaba contra la cremallera de sus pantalones. Cuando alzó la cabeza de nuevo, su expresión tenía un matiz algo más que molesto.

—Si no has venido a jugar, ¿por qué estás aquí? —La esencia se había disipado, como si la hubiera encerrado en su interior—. Este es un lugar seguro, solo para divertirse. Llévate tus armas a otro sitio.

Ruborizada, Elena apartó la daga. Era obvio que había metido la pata.

—Rafael...

El arcángel apretó la mano sobre la parte superior de su brazo.

—Elena está aquí para aprender. No entiende la fascinación que causáis en los humanos.

Dmitri enarcó una ceja.

—A mí me encantaría enseñársela.

—Esta noche no, Dmitri.

—Como desees, sire. —Tras realizar una breve inclinación de cabeza, Dmitri se alejó... pero solo después de dejar una envolvente ráfaga de su esencia como mazazo de despedida.

Su lenta sonrisa demostraba que había percibido la respuesta de Elena, que sabía que le habían flaqueado las rodillas. Sin embargo, el efecto empezó a desvanecerse con cada paso que se alejaba, hasta que ella dejó de anhelar el dolor sensual de su contacto: la esencia de Dmitri era una herramienta de control mental tan efectiva como las habilidades de Rafael. No obstante, por primera vez comenzó a entender por qué algunos cazadores se sentían atraídos a nivel sexual (o incluso romántico) por las criaturas a las que perseguían.

Por supuesto, ellos no cazaban a los tipos como Dmitri.

—Es lo bastante viejo para haber pagado la deuda de cien años varias veces. —Por no mencionar su considerable poder; jamás había conocido a un vampiro con semejante magnetismo—. ¿Por qué permanece a tu lado?

La mano de Rafael era como un hierro al rojo sobre su brazo, y le abrasaba la piel incluso con el tejido de la camisa de por medio.

—Necesita desafíos constantes. Trabajar para mí le da la oportunidad de satisfacer sus necesidades.

—En más de un sentido —murmuró ella, que observaba cómo Dmitri se acercaba a una pequeña rubia llena de curvas y le colocaba la mano sobre la cintura. La mujer alzó la vista, fascinada. No era de extrañar, ya que Dmitri poseía una belleza de ensueño: cabello sedoso y negro, ojos muy oscuros y una piel que hablaba del Mediterráneo, y no de los fríos climas eslavos.

—No soy un proxeneta. —Era evidente que a Rafael le había hecho gracia—. Los vampiros que se encuentran en esta estancia no precisan semejantes servicios. Mira a tu alrededor. ¿A quiénes ves?

Elena frunció el ceño, a punto de soltar una réplica cortante. Pero abrió los ojos de repente. Allí, en un rincón, una morena de piernas largas...

—No puede ser... —Entrecerró los párpados—. Esa es Sarita Monaghan, la supermodelo.

—Sigue mirando.

Sus ojos se posaron sobre la rubia voluptuosa de Dmitri.

—La he visto en algún sitio... ¿En algún programa de televisión?

—Sí.

Elena continuó inspeccionando la estancia, atónita. Pudo ver a un apuesto presentador de telediarios, tumbado en un sofá con una vampira pelirroja impresionante. A su izquierda estaba sentada una poderosa pareja neoyorquina, accionista mayoritaria en una de las compañías que aparecían en Fortune 500. Gente guapa. Gente inteligente.

—¿Están aquí por voluntad propia? —Conocía la respuesta. No había ninguna señal de desesperación en los ojos que le devolvían la mirada, ningún indicio de que les hubieran robado la voluntad. En lugar de eso, el coqueteo, la diversión y el sexo llenaban el ambiente. El sexo sobre todo. La lánguida calidez de la sensualidad impregnaba hasta las paredes.

—¿Lo sientes, Elena? —Rafael colocó la mano libre sobre su otro hombro, la atrajo hacia su pecho y le rozó la oreja con los labios cuando se inclinó para susurrarle—: Esta es la droga que anhelan. Esta es su adicción. El placer.

—No es lo mismo —dijo ella, que se mantuvo en sus trece—. Las zorras de vampiros no son más que fanáticas.

—Lo único que las diferencia de este grupo son la riqueza y la belleza.

A Elena le dolió darse cuenta de que él tenía razón.

—Vale, lo retiro. Los vampiros y sus fans son gente sana y agradable. —No podía creer lo que estaba viendo: el presentador de telediarios había deslizado la mano por la abertura de la falda de su compañera, ajeno a todo lo demás.

Rafael rió entre dientes.

—No, no son agradables. Pero tampoco son diabólicos.

—Yo nunca he dicho que lo fueran —replicó ella, que no dejaba de observar el increíble placer que mostraba el rostro del presentador mientras acariciaba la piel pálida de la pelirroja—. Sé que solo son personas. Lo que quiero decir es que... —Tragó saliva al oír el gemido de otra de las mujeres, que tenía la boca de su compañero vampiro a un centímetro escaso del lugar donde latía el pulso en su garganta: un cálido susurro que prometía éxtasis.

—¿Qué es lo que quieres decir? —Rafael deslizó la boca sobre su cuello.

Elena dio un respingo y se preguntó cómo demonios había acabado en los brazos de un arcángel... de una criatura a la que había planeado clavarle un cuchillo en el corazón.

—No me gusta la forma en que los vampiros utilizan sus habilidades para esclavizar a los humanos.

—Pero ¿y si los humanos desean ser esclavizados? ¿Ves a alguien que se queje?

No. Lo único que veía eran los embriagadores roces del jugueteo sensual, una erótica mezcla de hombres y mujeres, de vampiros y humanos.

—¿Me has traído a una maldita orgía?

Él rió de nuevo por lo bajo, aunque esta vez, el sonido fue cálido y líquido, como caramelo derretido sobre la piel de Elena.

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