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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (11 page)

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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Para su asombro, él no la detuvo. Cuando llegó a la planta baja, descubrió que había un taxi esperando... para ella. Estuvo a punto de decirle al conductor que se largara, pero sintió el frío de la noche y se sentó en el asiento trasero.

—Sáqueme de este puto lugar.

—Por supuesto. —La voz del taxista era muy suave. Demasiado suave.

Elena alzó la vista para enfrentarse a su mirada en el espejo retrovisor.

—¿Ahora los vampiros conducen taxis?

El tipo sonrió, pero no tenía ni por asomo el elegante encanto de Dmitri... y tampoco la peligrosa sensualidad del arcángel que parecía decidido a convertir su «relación» en algo... ¡Ja!... sexual.

Haría mucho frío en el reino privado de Lucifer antes de que eso ocurriera. El sexo no estaba en el menú. Y tampoco Elena.

9

R
afael observó cómo se alejaba el taxi, sorprendido de que ella lo hubiese cogido. Elena estaba demostrando ser la más impredecible de todos cuantos se encontraban bajo su mando. Por supuesto, ella no estaría de acuerdo con aquella descripción, pensó, divertido como solo podía estarlo un inmortal poderoso y letal.

La puerta se abrió tras él.

—¿Sire?

—Dmitri, tienes que mantenerte alejado de la cazadora.

—Si eso es lo que mi sire desea... —Una pausa—. Podría hacer que suplicara. No volvería a desobedecer tus órdenes.

—No quiero que suplique. —Rafael se quedó asombrado al darse cuenta de que aquello era cierto—. Será mucho más eficiente con su espíritu intacto.

—¿Y después? —La voz de Dmitri estaba cargada de expectación sensual—. ¿Puedo tenerla después de la caza? Esa mujer... me atrae.

—No. Después de la caza, será mía. —Cualquier súplica que Elena pudiera hacer sería solo para sus oídos.

10

É
l iba a matarla.

Elena se incorporó de pronto en su hermosa cama, que era una obra de arte. El cabecero era un diseño único fabricado en el más delicado de los metales labrados; las sábanas y el edredón, ambos de color blanco, estaban bordados con flores diminutas. A la derecha de la cama había unas puertas correderas que daban a un pequeño balcón privado que ella había convertido en un jardín en miniatura. Y más allá se veía la Torre del Arcángel.

Dentro, las paredes estaban empapeladas con un diseño en tono crema con matices azules y plateados que hacían juego con el azul oscuro de la alfombra. Las cortinas de las puertas correderas eran de gasa blanca, aunque había unas caídas de brocado más gruesas que casi siempre mantenía sujetas a los lados. Unos enormes girasoles en flor sobresalían del gran jarrón de porcelana que se encontraba en el rincón opuesto de la habitación, llevando el brillo del sol al interior de la estancia.

Aquel jarrón se lo había regalado un ángel chino agradecido cuando ella consiguió atrapar a una de sus incorregibles pupilas. La joven vampira (que apenas acababa de completar su Contrato), había decidido que ya no necesitaba la protección angelical. Elena la había encontrado acurrucada y muerta de miedo en un sex shop con una clientela de lo más extraña. Aquella caza la había llevado a las entrañas de los bajos fondos de Shanghái, pero el jarrón era una pieza de luz que no había sufrido el paso del tiempo. Toda la habitación era una guarida, y Elena había tardado meses en dejarla a su gusto.

No obstante, en aquel preciso momento podría haber estado sentada en cualquier tugurio al sur de Pekín. Tenía los ojos abiertos, pero lo único que veía era la imagen congelada de aquel vampiro de Times Square, al que ni una puta persona se había atrevido a ayudar. Sabía que ella no acabaría así, no si Rafael deseaba que nadie se enterara del asunto que se traían entre manos, pero al final acabaría muerta.

Él le había hablado del glamour.

Hasta donde ella sabía, ningún cazador, ningún humano, conocía aquella pequeña parte del poder de los arcángeles. Era algo así como ver la cara de tu secuestrador: da igual lo que el tipo diga después, porque sabes que estás acabado.

—De ninguna... puta... manera. —Cerró las manos sobre el hermoso edredón de algodón egipcio y entrecerró los párpados mientras consideraba sus opciones.

Opción número uno: Intentar dejar el trabajo.

Posible resultado: Muerte tras una dolorosa tortura.

Opción número dos: Hacer el trabajo y rezar.

Posible resultado: Muerte, aunque probablemente sin tortura (algo bueno).

Opción número tres: Conseguir que Rafael jurara no matarla.

Posible resultado: Los juramentos eran un asunto muy serio para los ángeles, así que seguiría con vida. Sin embargo, podría torturarla hasta que perdiera la cordura.

—Así que ya puedes encontrar un juramento mejor —murmuró para sí—. Nada de muerte ni de torturas, y desde luego nada de Convertirme en vampira. —Se mordió el labio inferior, preguntándose si aquel juramento podría extenderse a su familia y amigos.

Familia... Sí, claro. Su familia la odiaba a muerte. Pero ella no quería que los abrieran en canal mientras la obligaban a mirar.

Sangre que cae sobre las baldosas.

Plaf.

Plaf.

Plaf.

Una súplica sin resuello, gorgoteante.

Alzar la vista para descubrir que Mirabelle sigue con vida.

El monstruo sonriendo.

—Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.

Plaf.

Plaf.

Un sonido líquido y desgarrador, intenso, obsceno, salido de una pesadilla
.

Elena apartó el edredón y sacó las piernas por uno de los costados de la cama con una expresión gélida. Aquel recuerdo en particular tenía la capacidad de destruir cualquier tipo de calidez que albergara su alma. Allí sentada, con la cabeza apoyada en las manos, contempló la alfombra azul oscuro mientras intentaba despejar su mente. Era lo único que podía hacer cuando los recuerdos encontraban un agujero en sus defensas y conseguían subir a la superficie, con unas garras tan afiladas y venenosas como las de...

Algo aterrizó en el balcón.

El arma que tenía oculta bajo la almohada estaba en su mano y apuntaba hacia las puertas correderas antes incluso de que ella se diera cuenta de que se había movido. Tenía el pulso firme, y la sangre llena de adrenalina. Inspeccionó el balcón a través de las cortinas de gasa. No vio a nadie, pero solo una cazadora muy estúpida bajaría la guardia con tanta facilidad. Y Elena no era estúpida. Se puso en pie, ajena al hecho de que lo único que llevaba puesto eran una camiseta blanca de tirantes y unas braguitas de color verde menta, con una abertura a los lados y un bonito lazo rosa, que parecían unos pantaloncitos cortos.

Sin apartar la vista de la zona exterior, utilizó la mano libre para echar a un lado las cortinas de gasa, primero una y después la otra. El balcón quedó a la vista. Allí no había ningún maldito vampiro. Aquellos cabrones no podían volar, pero una vez había visto a tres de ellos escalar un edificio como si fueran un grupo de arañas de cuatro patas. Aquellos tipos lo habían hecho en plan de broma, pero si ellos podían hacerlo, los demás también.

Inspeccionó el lugar por segunda vez.

Ningún vampiro. Ningún ángel.

Empezaba a dolerle un poco el brazo de sostener el arma en aquella posición, pero no se permitió ni un respiro. En lugar de eso, empezó a examinar los bordes de la terraza (allí tenía un montón de plantas, entre las que se incluían enredaderas que colgaban por debajo del «tejado» curvo que ella había añadido), para asegurarse bien de que nada impedía la vista de la barandilla del balcón. Si hubiera habido alguien colgado allí fuera, habría podido verle las puntas de los dedos.

Lo más importante era que cualquier intruso habría dejado un rastro en el gel con el que rociaba la terraza todas las semanas. El producto había sido creado especialmente para los cazadores y costaba un riñón, un brazo y un ojo de la cara, pero era de lo más efectivo a la hora de detectar intrusos. Cuando estaba inactivo, se mezclaba con cualquier tipo de superficie; sin embargo, cuando entraba en contacto con un vampiro, un humano o un ángel, adquiría un vívido e inconfundible tono rojo.

El gel estaba intacto, y sus sentidos no percibían a ningún vampiro.

Tras relajarse un poco, echó una mirada hacia abajo. Enarcó las cejas. Había un tubo de plástico con un mensaje cerca de sus exuberantes begonias rojas. Frunció el ceño. Los tallos de las begonias se rompían con facilidad. Si quienquiera que hubiese dejado aquello había magullado por accidente las plantas que ella había cuidado con tanto esmero para que florecieran a pesar del fresco de finales de verano, lo pagaría muy caro. Al final, convencida de que la zona era segura, bajó el arma y abrió la puerta.

La brisa le llevó el palpitante pulso vital de la ciudad, pero nada más.

Incluso entonces, tuvo mucho, mucho cuidado cuando inclinó el cuerpo hacia fuera e hizo rodar el tubo hacia ella utilizando el pie. Casi había conseguido meterlo en la habitación cuando vio la pluma que caía con suavidad sobre un helecho rizado. Dio una patada al tubo para meterlo dentro, levantó la pistola y la apuntó hacia el tejado del balcón; el tipo que lo había construido le había dicho que era una locura bloquear aunque fuera una mínima parte de las vistas, pero estaba claro que jamás se le había ocurrido que el peligro pudiera llegar de arriba.

Era evidente que había perdido parte de la visibilidad, pero nadie podría tenderle una emboscada desde arriba sin que ella se enterara... aunque estaba claro que había confiado demasiado en aquel pequeño escudo, ya que no había visto a su indeseado invitado. No volvería a ocurrir.

—¡Esta munición atraviesa la piedra, así que imagínate lo que haría con esa imitación sobre la que estás sentado! —gritó—. ¡Baja de ahí de una vez antes de que la rompas!

Al instante se oyó la sacudida de unas alas. Un segundo después, un rostro angelical ruborizado se asomó cabeza abajo. Elena abrió los ojos de par en par. No sabía que los ángeles pudieran hacer eso.

—¿Eres el chico de los recados? Ponte derecho... me estás dando vértigo.

El ángel asintió y la obedeció. Se parecía a uno de aquellos míticos querubines que a los artistas del Renacimiento les gustaba pintar, con un rostro redondo y dulce, y el cabello lleno de rizos dorados.

—¡Lo siento! Nunca antes había conocido a un cazador. Sentía curiosidad. —Sus ojos se abrieron como platos cuando bajó la mirada. Sus alas ya habían empezado a batirse con rapidez cuando cambió de posición, pero en aquellos momentos se movían a un ritmo frenético.

—Levanta la vista o te haré un agujero en el ala.

La criatura alzó la cabeza de repente, con las mejillas sonrojadas. Se inclinó un poco hacia la izquierda antes de enderezarse por completo.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! Acabo de salir del Refugio. Yo... —Tragó saliva—. ¡Se suponía que no debía contarte eso! Por favor, no se lo digas a Rafael.

Puesto que el ángel parecía a punto de echarse a llorar, Elena asintió con la cabeza.

—Tranquilízate, chico. Y la próxima vez que entregues un mensaje, entra por la puerta principal.

El tipo se removió con incomodidad.

—Rafael me dijo que lo hiciera así.

Elena suspiró y le hizo un gesto con la mano.

—Lárgate. Yo me encargaré de Rafael.

El joven ángel pareció aterrorizado.

—No, no pasa nada. Por favor, no lo hagas. Él podría... hacerte daño. —Las dos últimas palabras fueron pronunciadas en un susurro.

—No, no lo hará. —Conseguiría que el arcángel le hiciera un juramento. Aunque no tenía ni la menor idea de cómo...—. Ahora, vete... Dmitri se pondrá celoso.

El joven se quedó pálido y se marchó con tanta rapidez que Elena apenas pudo verlo. Bueno, las cosas se ponían interesantes. Hasta donde ella sabía, eran los ángeles quienes controlaban a los vampiros. Pero ¿y si el poder no siempre seguía aquella jerarquía? Era algo que tendría que considerar.

Más tarde.

Después de conseguir que Rafael prometiera no matarla ni torturarla.

Cerró las puertas tras examinar y regar sus preciosas begonias (la amarilla estaba floreciendo como en pleno verano a pesar de que ya había pasado un mes desde aquella fecha, y eso la hizo sonreír), y luego corrió las cortinas y volvió a colocar el arma bajo la almohada. Solo entonces cogió el tubo del mensaje y le quitó la tapa.

El teléfono empezó a sonar.

Pensó en ignorarlo. Se moría de curiosidad. Sin embargo, cuando echó un vistazo a la pantalla del identificador de llamadas, descubrió que era Sara.

—Hola, ¿qué pasa, señora directora?

—Yo iba a hacerte la misma pregunta. Ayer recibí un informe de lo más extraño.

Elena se mordió los labios.

—¿De quién?

—De Ransom.

—No me digas más... —murmuró. Aquel cazador tenía un pasatiempo de lo más peculiar, teniendo en cuenta su fascinación por las pistolas y las armas en general. El hecho de que viviera en una de las principales ciudades metropolitanas, llena de contaminación lumínica, no parecía importarle—. Estaba observando las estrellas, ¿verdad?

Sara dejó escapar un suspiro.

—Con su magnífico telescopio de super-mega-extra potencia... Y me dijo que tú estabas... bueno... ¿volando? —Pronunció la última palabra con un tono de absoluta incredulidad.

—Tengo que darle las gracias a Ransom por considerarme una estrella.

—No puedo creerlo... —susurró Sara—. Ay, Dios... ¿Estabas ahí arriba? ¿Volando?

—Sí.

—¿Con un ángel?

—Con un arcángel.

Silencio sepulcral durante varios segundos. Luego:

—Joder...

—Ajá... —Elena empezó a quitarle la tapa al tubo de nuevo.

—¿Qué estás haciendo? Te oigo respirar.

Elena esbozó una sonrisa.

—Eres una amiga de lo más cotilla.

—Eso aparece en el libro de normas sobre las mejores amigas. Desembucha mientras intento superar el shock.

—Un ángel me ha traído un mensaje hace unos minutos.

—¿De qué se trata?

—Eso intento averi... —Su voz se apagó cuando consiguió quitar la tapa. Con dedos temblorosos, contempló el contenido del tubo, un tubo que había sido protegido con varias capas de un material acolchado. Le dio la sensación de que el joven ángel debería haber dejado caer aquello con mucho más cuidado—. Vaya...

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