El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (5 page)

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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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Aturdida por un movimiento tan imprevisto, Elena cerró la mano para ayudar a contener el flujo de sangre.

—¿Por qué no?

—Quiero que tú hagas este trabajo —respondió, como si aquella fuera razón suficiente.

Y para un arcángel, lo era.

—¿En qué consiste ese trabajo? ¿Es una recuperación?

—Sí.

El alivio empezó a inundarla como si se tratara de aquella lluvia que sentía tan cerca. Pero no era la lluvia, sino su esencia, lo que le llevaba el frescor del agua.

—Lo único que necesito para empezar es algo que el vampiro haya llevado puesto hace poco. Si tienes una localización general, mejor aún. Si no, les diré a los genios informáticos del Gremio que investiguen los transportes públicos, los registros bancarios y todo lo demás mientras yo busco pistas sobre el terreno. —Su mente ya se había puesto a trabajar, considerando y descartando opciones.

—Me has malinterpretado, Elena. La criatura a la que quiero que encuentres no es un vampiro.

Aquello la desconcertó.

—¿Estás buscando a un humano? Bueno, puedo encontrarlo, pero en realidad no tengo ninguna ventaja sobre cualquier otro investigador privado.

—Inténtalo de nuevo.

Nada de vampiros. Nada de humanos. Eso dejaba...

—¿Un ángel? —preguntó en un susurro—. No.

—No —convino él, y una vez más, Elena sintió una fresca oleada de alivio. Aunque solo duró hasta que él añadió—: Un arcángel.

Lo miró fijamente.

—Estás de coña.

Las mejillas de Rafael se tensaron contra la piel suave y bronceada.

—No. El Grupo de los Diez no bromea.

A Elena se le hizo un nudo en el estómago cuando oyó mencionar al Grupo... Si Rafael era un ejemplo de su mortífero poder, no quería reunirse jamás con aquel augusto grupo directivo.

—¿Por qué queréis rastrear a un arcángel?

—No es necesario que lo sepas. —Su tono era concluyente—. Lo único que necesitas saber es que si tienes éxito al encontrarlo, serás recompensada con más dinero del que puedas gastar en toda tu vida.

Elena contempló la servilleta manchada de sangre.

—¿Y si fracaso?

—No fracases, Elena. —Sus ojos parecían amables, pero su sonrisa hablaba de cosas que era mejor no pronunciar en voz alta—. Me intrigas... detestaría tener que castigarte.

La mente de Elena rememoró la imagen del vampiro de Times Square, aquel desecho sangrante que una vez había sido una persona... la definición de castigo según Rafael.

4

E
lena se sentó en Central Park y contempló los patos que nadaban en círculos en un estanque. Había ido allí para intentar aclararse las ideas, pero al parecer no estaba funcionando. Solo podía pensar en si los patos tenían sueños.

Suponía que no. ¿Con qué soñaría un pato? Pan fresco, un vuelo tranquilo hacia el lugar adonde fueran los patos... Volar. Se quedó sin respiración cuando su mente le mostró imágenes de distintos recuerdos: unas hermosas alas con vetas doradas, unos ojos llenos de poder, el brillo del polvo de ángel. Se frotó los ojos con las palmas de las manos en un intento por borrar aquellas imágenes. Pero no sirvió de nada.

Era como si Rafael le hubiera implantado una maldita sugestión subliminal en la cabeza que no dejaba de mostrarle imágenes de cosas en las que ella no quería pensar. Lo consideraba capaz de hacerlo, pero el arcángel no había tenido tiempo de introducirse en su cabeza a tanta profundidad. Se había alejado de él un minuto después de que le dijera que no fracasara. Y, por extraño que pareciese, él había permitido que se marchara.

En aquel instante los patos se estaban peleando, graznándose los unos a los otros y empujándose con los picos. Ni siquiera los patos podían permanecer tranquilos. ¿Cómo coño iba a pensar con semejante alboroto? Soltó un suspiro, apoyó la espalda contra el respaldo del banco del parque y contempló el cielo despejado. Le recordó los ojos de Rafael.

Soltó un resoplido.

El color del cielo se parecía tanto al tono vívido e increíble de sus ojos como una circonita a un diamante. No era más que una pálida imitación. Aun así, era bonito. Quizá si lo miraba durante más tiempo podría olvidar aquellas alas que la atormentaban en todo momento. Como en aquel instante. Se extendieron sobre su campo de visión y transformaron el color del cielo en un blanco dorado.

Frunció el ceño e intentó deshacerse de la ilusión.

Unos filamentos con la punta dorada aparecieron ante sus ojos. Su corazón latía como el de un conejo asustado, pero no tuvo energías para sorprenderse.

—Me has seguido.

—Me ha parecido que necesitabas pasar un tiempo a solas.

—¿Puedes bajar el ala? —pidió con educación—. Me impides que vea el paisaje.

El ala se plegó con un suave susurro que Elena sabía que jamás asociaría con nada que no fueran aquellos apéndices emplumados. Las alas de Rafael.

—¿No vas a mirarme, Elena?

—No. —Siguió contemplando el cielo—. Cuando te miro, las cosas se vuelven confusas.

Se oyó una risa masculina, grave y ronca... que sonó en el interior de su mente.

—No servirá de nada que no me mires.

—A mí me parece que sí —replicó ella con suavidad, aunque la furia ardía como una brasa al rojo vivo en sus entrañas—. ¿Eso es lo que te excita, obligar a las mujeres a postrarse a tus pies?

Se hizo el silencio. El sonido de unas alas al extenderse y plegarse con rapidez.

—Estás poniendo en peligro tu vida.

Elena se arriesgó a mirarlo. Estaba de pie al borde del agua, pero de frente a ella. Sus ojos se habían oscurecido hasta adquirir el tono del cielo a medianoche.

—Oye, moriré de todas formas. —Pretendía parecer desdeñosa—. Tú mismo lo has dicho: puedes joderme con la mente siempre que quieras. E imagino que ese no es más que un pequeño truco de los muchos que tienes en la manga, ¿no?

Él asintió de manera majestuosa, increíblemente hermoso bajo un inoportuno rayo de sol. Como un dios oscuro. Y Elena sabía que ese pensamiento era cosa suya. Porque lo que le repugnaba de Rafael era lo mismo que le atraía: el poder. Aquel era un ser al que no podía vencer. La parte femenina más profunda de sí misma apreciaba aquel tipo de fuerza, aunque también la enfurecía.

—Y si tú eres capaz de hacer todo eso, ¿de qué será capaz ese otro tío? —Se puso a contemplar los patos para evitar la erótica seducción del rostro del arcángel—. Me hará picadillo antes de que me acerque a un centenar de pasos de él.

—Estarás protegida.

—Yo trabajo sola.

—Esta vez no. —Su tono era puro acero—. Uram siente cierta predilección por el dolor. El Marqués de Sade fue uno de sus aprendices.

Elena no estaba dispuesta a demostrarle lo mucho que la había asustado aquello.

—Así que le va el sexo perverso.

—Esa sería una forma de verlo. —De algún modo, el arcángel consiguió añadir sangre, dolor y horror con aquel único comentario. Las emociones serpentearon por la piel de Elena, atravesaron sus poros y se enroscaron alrededor de su garganta para empezar a ahogarla.

—Basta —dijo de pronto mientras lo miraba a los ojos una vez más.

—Mis disculpas. —Sus labios esbozaron una pequeña sonrisa—. Eres más sensible de lo que esperaba.

Elena no lo creyó ni por un instante.

—Cuéntame más cosas sobre ese tal Uram. —No sabía nada de aquel otro arcángel, salvo que gobernaba una región de Europa.

—Es tu presa. —El rostro de Rafael perdió toda expresión y sus ojos color medianoche se volvieron casi negros—. Eso es lo único que debes saber.

—No puedo trabajar así. —Se puso en pie, aunque mantuvo las distancias—. Soy buena porque me meto en la mente de mi objetivo para predecir dónde estará, qué hará y con quién contactará.

—Confía en tu don innato.

—Aun en el caso de que pudiera percibir la esencia de los arcángeles —algo que no podía hacer—, yo no hago magia —señaló ella, frustrada—. Necesito un punto de inicio. Si no tienes nada, tendré que empezar con su personalidad, con sus patrones de comportamiento.

Rafael se acercó para acortar la distancia que ella deseaba mantener.

—Los movimientos de Uram no son predecibles. Todavía no. Debemos esperar.

—¿Qué es lo que debemos esperar?

—Sangre.

Aquella única palabra la dejó helada.

—¿Qué ha hecho?

Rafael alzó un dedo y lo deslizó sobre la mejilla de Elena. Ella se estremeció. Pero no porque le hubiera hecho daño, sino más bien todo lo contrario. Los lugares que tocaba... parecían estar conectados directamente con la parte más femenina y sensible de su cuerpo. Una sola caricia bastaba para humedecerla, y aquello la avergonzaba. No obstante, se negó a retroceder; se negó a rendirse.

—¿Qué... —repitió—... ha hecho?

El dedo se deslizó sobre su mandíbula y empezó a recorrer la línea de su cuello, provocándole un increíble e indeseado placer.

—Nada que necesites saber. Nada que pueda ayudarte a rastrearlo.

Elena realizó un esfuerzo por levantar la mano para apartar aquel dedo, aunque solo tuvo éxito porque el arcángel se lo permitió. Y aquello la irritó.

—¿Has acabado ya con los jueguecitos sexuales? —preguntó, enfurecida.

Su sonrisa fue mucho más sutil esa vez, y sus ojos cambiantes pasaron del negro a un tono cobalto. Vivo. Eléctrico.

—No le estaba haciendo nada a tu mente, Elena. Esta vez no lo hacía.

Vaya... Mierda.

Había mentido. Era obvio que había mentido. Elena dejó escapar un suspiro de alivio y se desplomó sobre el sofá. No era tan idiota para sentirse atraída por un arcángel. Y aquello solo dejaba la puerta número dos: Rafael había jugado con su mente y lo había negado solo para fastidiarla a su retorcido modo.

Una molesta vocecita en su interior insistía que aquella clase de manipulación no encajaba con lo que ella sabía de Rafael. En la azotea no había ocultado que había indagado en su mente. Mentir parecía algo impropio de él.

—¡Ja! —exclamó ella, dirigiéndose a la vocecita—. Lo que sé de él no bastaría para llenar un dedal... Ese tipo ha manipulado a los mortales desde hace siglos. Se le da muy bien. —Muy bien no. Era todo un experto.

Y ahora ella estaba en sus manos.

A menos que el arcángel hubiera cambiado de opinión en las pocas horas que habían pasado desde que se largó del estanque de los patos. Aquello la animó un poco. Estiró el brazo para abrir el ordenador portátil sobre la mesita de café, lo encendió y utilizó la conexión inalámbrica a internet para consultar su cuenta en el Gremio. El historial de transacciones mostraba un depósito reciente.

—Demasiados ceros. —Respiró hondo. Los contó de nuevo—. Siguen siendo demasiados.

Había tantos ceros que la cifra dejaba el sustancial pago del señor Ebose a la altura del betún.

Con las manos sudorosas, Elena tragó saliva y utilizó la rueda del ratón para descender en la pantalla. El pago procedía de «la Torre del Arcángel, Manhattan». Eso lo sabía. Era obvio que lo sabía. Pero verlo escrito en blanco y negro le provocó una sacudida que recorrió su cuerpo de arriba abajo. El trato estaba hecho. Ahora trabajaba oficialmente para Rafael. Y solo para Rafael.

Su posición en el Gremio había cambiado de «Activa» a «Contratada por un período indefinido».

Cerró el portátil y clavó la vista en la Torre. No podía creer que hubiera estado en la parte superior de aquel descomunal edificio esa misma mañana; no podía creer que se hubiera atrevido a llevarle la contraria a un arcángel y, sobre todo, no podía creer que Rafael deseara que lo hiciera. Una fuerte sensación de hormigueo en el estómago empezó a provocarle náuseas, pánico y... una extraña y palpitante excitación. Aquel era uno de esos trabajos que convertían a los cazadores en leyendas. Aunque, por supuesto, para convertirse en leyenda por lo general había que estar muerto.

Sonó el teléfono, lo que puso un agradable fin a aquella línea de pensamientos.

—¿Qué pasa?

—Yo también te deseo buenos días, cielo —dijo la alegre voz de Sara.

Elena no permitió que la engañara. Su amiga no había llegado a convertirse en la directora del Gremio siendo Miss Simpatía. Tenía nervios de acero y una voluntad tan fuerte como la de un bull terrier.

—No puedo contarte nada —le espetó Elena sin más—. Así que no preguntes.

—Vamos, Ellie... Sabes muy bien que sé guardar un secreto.

—No. Si te lo cuento, estás muerta. —Rafael le había dejado aquello muy claro antes de permitir que se marchara de Central Park.

«Si se lo cuentas a alguien (ya sea hombre, mujer o niño), lo eliminaremos. Sin excepciones.»

Sara soltó un resoplido.

—No te pongas melodramática. Soy...

—Él sabía que me lo preguntarías —añadió mientras recordaba todo lo que le había dicho el arcángel de Nueva York con aquel tono engañosamente suave. Una espada envuelta en terciopelo, así era la voz de Rafael.

—¿En serio?

—Si te lo cuento, no solo acabará con Deacon y contigo; también matará a Zoe.

La furia que atravesó la línea estaba provocada por el más fuerte instinto de protección materno.

—Cabrón...

—Estoy totalmente de acuerdo contigo.

Al parecer, Sara estaba demasiado furiosa para hablar, así que tardó unos segundos en decir algo.

—El hecho de que haya proferido esa amenaza significa que esto es algo grande.

—¿Has visto el depósito?

—¡Joder, claro que lo he visto! Creí que el contable había metido la pata y había depositado todo en nuestra cuenta en lugar de meter solo el porcentaje del Gremio. —Soltó un largo silbido—. Tía, eso es dinero y lo demás es cuento.

—No lo quiero. —Sentía la necesidad de compartir su incomprensible tarea con Sara y con el idiota de Ransom, pero no podía hacerlo—. Ya me ha separado de mis mejores amigos. —Apretó la mano hasta convertirla en un puño.

—Deja que lo intente... —dijo Sara—. Así que no puedes contarme los detalles... Menuda cosa. Lo averiguaré todo muy pronto. Ya me hago una idea.

El nerviosismo atenazó la espalda de Elena.

—¿En serio?

—¿Un vampiro asesino? —Se quedó callada un momento—. Vale, no puedes responderme, pero ¿qué otra cosa podría ser?

Elena se hundió de nuevo en el sofá.

—¿Recuerdas a ese que desertó? —inquirió Sara.

—Ha habido más de uno —replicó ella, aunque se le había helado la sangre.

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