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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (3 page)

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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Respiró hondo, intentó no pensar en los ángeles que volaban en lo alto y empezó a caminar hacia la entrada. Nadie le prestó demasiada atención, pero cuando por fin llegó a la puerta, el vampiro de guardia la abrió para ella con una inclinación de cabeza.

—Vaya todo recto, hacia el mostrador de recepción.

Elena parpadeó con incredulidad y luego se quitó las gafas de sol.

—¿No quiere comprobar mi identificación?

—La esperábamos.

La insidiosa y seductora esencia del vampiro de la puerta (un rasgo inusual que era en realidad una evolución adaptativa contra las habilidades de rastreo de los cazadores), la envolvió como una siniestra caricia mientras le daba las gracias y atravesaba la entrada.

El vestíbulo con aire acondicionado parecía una estancia interminable dominada por el mármol gris oscuro con pequeñas vetas doradas. Como ejemplo de riqueza, buen gusto y sutil intimidación, se llevaba el primer premio. De pronto, Elena se alegró mucho de haber sustituido sus acostumbrados pantalones vaqueros y su camiseta por unos pantalones negros de vestir y una camisa blanca. Incluso se había recogido su rebelde cabello en un moño francés y se había puesto zapatos de tacón alto.

Dichos zapatos repiquetearon con fuerza sobre el suelo de mármol mientras atravesaba el vestíbulo. De camino al mostrador, se fijó en todo lo que la rodeaba: desde el número de guardias vampiro y los exquisitos (aunque algo extraños) arreglos florales, hasta el hecho de que el recepcionista era una vampira muy, muy, muy antigua... con el rostro y el cuerpo de una mujer de treinta años en plena forma.

—Señora Deveraux, soy Suhani. —La mujer se puso en pie con una sonrisa y abandonó su puesto tras el mostrador curvo. Este también era de piedra, pero estaba tan bien pulido que lo reflejaba todo como si fuera un espejo—. Es todo un placer conocerla.

Elena estrechó la mano de la mujer y percibió el flujo de sangre fresca, el latido fuerte de su corazón. Estuvo a punto de preguntarle a Suhani a quién se había desayunado (ya que su sangre era más potente de lo habitual), pero contuvo el impulso para no meterse en problemas.

—Gracias.

Suhani sonrió y, en opinión de Elena, su sonrisa estaba cargada de sabiduría antigua, de siglos de experiencia.

—Debe de haberse dado mucha prisa. —Consultó su reloj—. Solo son las ocho menos cuarto.

—Había poco tráfico. —Y no había querido empezar aquella reunión con mal pie—. ¿Llego demasiado pronto?

—No. Él la está esperando. —La sonrisa se desvaneció y fue sustituida por una expresión de sutil decepción—. Pensé que tendría un aspecto más... amenazador.

—¿No me diga que usted también ve La Presa del Cazador? —El desagradable comentario salió de sus labios sin que pudiera evitarlo.

Suhani le dirigió una sonrisa desconcertantemente humana.

—De eso soy culpable, me temo. La serie es de lo más entretenida. Y S.R. Stoker, el productor, es un antiguo cazador de vampiros.

Sí, y Elena era el Ratoncito Pérez.

—Déjeme adivinar: esperaba que llevara una enorme espada y que tuviera los ojos rojos, ¿no? —Elena sacudió la cabeza—. Usted es una vampira. Sabe muy bien que esas cosas no son ciertas.

La expresión de Suhani dejó paso a un gesto mucho más siniestro.

—Parece usted muy segura de mi condición de vampiro. La mayoría de la gente nunca se da cuenta.

Elena decidió que aquel no era el momento apropiado para darle una lección sobre la biología de los cazadores.

—Tengo mucha experiencia. —Encogió los hombros, como si careciera de importancia—. ¿Subimos ya?

En ese momento, Suhani se ruborizó, y su rubor pareció genuino.

—Ay, lo siento. La he entretenido. Por favor, sígame.

—No se preocupe. Solo ha sido un momento. —Y se sentía agradecida, ya que eso le había dado la oportunidad de tranquilizarse. Si aquella vampira delicada y elegante era capaz de enfrentarse a Rafael, ella también lo sería—. ¿Qué aspecto tiene?

Los pasos de Suhani vacilaron un instante antes de recuperar el ritmo.

—Es... un arcángel. —El asombro de su voz estaba mezclado a partes iguales con el miedo.

La confianza de Elena cayó en picado.

—¿Lo ve muy a menudo?

—No, ¿por qué iba a hacerlo? —La recepcionista compuso una sonrisa intrigada—. Él no necesita pasar por el vestíbulo. Puede volar.

Elena se habría dado de bofetadas.

—Claro. —Se detuvo frente a las puertas del ascensor—. Gracias.

—De nada. —Suhani empezó a teclear el código de seguridad en una pantalla táctil situada en un pequeño hueco que había junto a las puertas del ascensor—. Este elevador la llevará hasta la azotea.

Elena frenó en seco.

—¿La azotea?

—La reunión tendrá lugar allí.

Aunque estaba sorprendida, sabía que demorarse no le serviría de nada, así que entró en el enorme ascensor cubierto de espejos y se dio la vuelta para mirar a Suhani. Cuando las puertas se cerraron, recordó con cierta incomodidad al vampiro al que había encerrado en una caja unas doce horas antes. Ahora ya sabía lo que se sentía al estar al otro lado. Si no hubiera estado tan segura de que la tenían vigilada, podría haber cedido al impulso de abandonar su fachada profesional y empezar a pasearse de un lado a otro como una histérica.

O como una rata atrapada en un laberinto.

El ascensor comenzó a subir con una delicadeza de lujo. Los números que brillaban en el panel LCD cambiaban a un ritmo sobrecogedor. Decidió dejar de observarlos cuando marcaron la planta setenta y cinco. En lugar de eso, se miró en los espejos y alisó la solapa arrugada de su bolso de mano... aunque en realidad no hacía más que asegurarse de que sus armas seguían bien escondidas.

Nadie le había pedido que fuera allí desarmada.

El ascensor se detuvo con suavidad. Las puertas se abrieron. Sin darse un momento para titubear, salió y se dirigió hacia un pequeño recinto acristalado. Resultó evidente de inmediato que aquella jaula de cristal no era más que la estructura que albergaba el ascensor. La azotea estaba más allá... y no había barandillas que pudieran impedir una caída accidental.

Estaba claro que el arcángel no creía necesario que sus invitados estuvieran cómodos.

Sin embargo, Elena no podía considerarlo un mal anfitrión: había una mesa con cruasanes, café y zumo de naranja situada en la esplendorosa zona central del espacio abierto. Le bastó otra mirada para descubrir que el suelo de la azotea no era solo de cemento. Lo habían pavimentado con baldosas gris oscuro que brillaban como si fueran de plata bajo los rayos del sol. Las baldosas eran preciosas y, sin duda, muy caras. Un gasto extravagante, pensó, aunque luego comprendió que para una criatura alada, el tejado no era un espacio inútil.

No vio a Rafael por ningún sitio.

Elena colocó la mano sobre el picaporte y abrió la puerta de cristal para salir al exterior. Para su alivio, las baldosas demostraron ser una superficie rugosa: en aquel momento el viento era suave, pero sabía que a aquella altura podría volverse violento sin previo aviso, y los tacones no eran precisamente muy estables. Se preguntó si el mantel estaría clavado a la mesa. De lo contrario, lo más probable era que volara y arrojara la comida al suelo tarde o temprano.

No obstante, aquello podría ser una ventaja. Los nervios no eran buenos para la digestión.

Dejó el bolso sobre la mesa, se acercó con cuidado al borde más cercano... y miró hacia abajo. La increíble imagen de los ángeles que volaban desde y hacia la Torre la llenó de euforia. Estaban tan cerca que parecía que podía tocarlos, y sus poderosas alas resultaban tan tentadoras como el canto de una sirena.

—Cuidado. —La palabra fue pronunciada con suavidad, aunque el tono parecía divertido.

Elena no se sobresaltó, ya que había percibido el viento originado por los movimientos de las alas durante su silencioso aterrizaje.

—¿Me cogerían si me cayera? —preguntó sin mirarlo.

—Solo si estuvieran de humor. —Cuando se situó a su lado, las alas entraron dentro del campo de visión periférica de Elena—. Está claro que no tiene vértigo.

—Nunca lo he tenido —admitió. La aterraba tanto el poder que desprendía aquel ser que decidió parecer tranquila. Era eso o empezar a gritar—. Aunque nunca había estado a tanta altura.

—¿Qué le parece?

Respiró hondo y dio un paso atrás antes de volverse hacia él. La imagen la impactó tanto como un golpe físico. Era...

—Hermoso. —Ojos de un azul tan puro que parecía que un artista celestial hubiera aplastado zafiros para fabricar la pintura y luego hubiera coloreado los iris con las más delicadas pinceladas.

Aún no se había recuperado del impacto de verlo cuando una súbita ráfaga de viento recorrió el tejado y agitó los mechones de su cabello negro. Aunque «negro» era una palabra demasiado simple para describirlo. Era tan puro que tenía vestigios de la noche, vívida y apasionada. Estaba cortado en descuidadas capas que terminaban en la nuca y resaltaban los abruptos ángulos de su rostro. Elena sintió tantas ganas de tocarlo que se le encogieron los dedos de los pies.

Sí, era una criatura hermosa, pero su belleza era la de un guerrero conquistador. Aquel ser tenía el poder pintado en cada centímetro de su rostro, en cada parte de su piel. Y eso que aún no se había fijado en la exquisita perfección de sus alas. Las plumas eran suaves y blancas, y parecían salpicadas de oro. No obstante, cuando se concentró pudo apreciar la verdad: todos los filamentos de cada pluma tenían la punta dorada.

—Sí, desde aquí arriba todo es muy hermoso —dijo él, rompiendo el hechizo.

Elena parpadeó y se ruborizó. No tenía ni la menor idea de cuánto tiempo había pasado.

—Sí.

La sonrisa del arcángel tenía una pizca de socarronería, de satisfacción masculina... y de la más pura y letal concentración.

—Charlemos mientras desayunamos.

Furiosa por haber dejado que su belleza física la cegara, Elena se mordió la parte interna del carrillo para reprenderse. No iba a caer en la misma trampa de nuevo. Era evidente que Rafael sabía lo impresionante que era, y también el efecto que tenía sobre las desprevenidas mortales. Y aquello lo convertía en un hijo de puta arrogante, un tipo al que podría resistirse sin problemas.

Él retiró una silla y aguardó. Elena se detuvo de pronto, muy consciente de la altura y la fuerza de aquel ser. No estaba acostumbrada a sentirse pequeña. Ni débil. El hecho de que él provocara aquellas sensaciones en ella (y sin ningún esfuerzo aparente), la cabreó lo bastante para buscar algún tipo de represalia.

—No me siento cómoda cuando hay alguien detrás de mí.

Una chispa de sorpresa se encendió en los ojos azules.

—¿No debería ser yo quien temiera acabar con una daga en la espalda? Es usted quien lleva armas ocultas.

El hecho de que supiera lo de sus armas no significaba nada. Una cazadora siempre iba armada.

—La diferencia radica en que yo moriría. Y usted no.

Tras un leve y divertido gesto de la mano, el arcángel se acercó al otro lado de la mesa. Sus alas rozaron las impolutas baldosas del suelo y dejaron un rastro de brillante oro blanco. Elena tuvo la certeza de que lo había hecho a propósito. Los ángeles no siempre derramaban polvo de ángel. Cuando lo hacían, tanto los vampiros como los humanos se apresuraban a recogerlo. El precio de una sola mota de ese polvo resplandeciente era mucho mayor que el de un diamante de talla impecable.

No obstante, si Rafael pensaba que ella iba a arrodillarse para recogerlo, estaba muy equivocado.

—No me tiene miedo —dijo.

No era tan estúpida como para mentir.

—Estoy aterrorizada. Pero supongo que no me ha hecho venir hasta aquí solo para poder arrojarme desde la azotea.

Sus labios se curvaron, como si hubiese dicho algo gracioso.

—Siéntese, Elena. —El nombre sonaba diferente en sus labios. Como un vínculo. Al pronunciarlo, había conseguido cierto poder sobre ella—. Como muy bien ha dicho, no tengo intenciones de matarla. Hoy no.

Elena se sentó con el ascensor a la espalda, consciente de que él, en un despliegue de antigua caballerosidad, aguardaba de pie a que ella ocupara su lugar en la mesa. Cuando la imitó, sus alas se apoyaron con elegancia sobre el respaldo de la silla, especialmente diseñado para ello.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Elena, que no había podido contener su curiosidad.

Él arqueó una de sus cejas perfectas.

—¿Acaso carece de instinto de supervivencia? —Parecía un comentario despreocupado, pero ella notó el tono acerado que yacía bajo la superficie.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Algunos dirían que así es..., ya que soy una cazadora de vampiros.

Algo oscuro y peligroso se movió en las profundidades de aquellos ojos que ningún humano tendría jamás.

—Una cazadora nata, no una que ha sido entrenada para ello.

—Exacto.

—¿A cuántos vampiros ha capturado o asesinado?

—Usted sabe a cuántos. Por eso estoy sentada aquí.

Otra ráfaga de viento barrió el tejado, aunque aquella fue lo bastante fuerte para hacer que las tazas tintinearan y para deshacer algunos mechones de su moño. Elena no intentó volver a sujetarlos; quería mantener toda su atención puesta en el arcángel. Él no dejaba de observarla, como un enorme depredador que contemplara el conejito que iba a comerse para cenar.

—Hábleme de sus habilidades. —Era una orden, ni más ni menos, y su tono tenía un matiz de advertencia. El arcángel ya no la encontraba graciosa.

Elena se negó a apartar la mirada, aunque se clavó las uñas en los muslos para intentar tranquilizarse.

—Puedo seguir la esencia de los vampiros, distinguir a uno del resto de la manada. Eso es todo. —Una habilidad inútil... a menos que uno trabajara como cazavampiros. Eso convertía lo de «elegir una carrera» en un oxímoron.

—¿Qué edad debe tener un vampiro para que usted sea capaz de percibir su presencia?

Era una pregunta extraña, y Elena reflexionó durante unos instantes.

—Bueno, el más joven al que he rastreado solo tenía dos meses. Y fue un caso extraño. La mayoría de los vampiros espera al menos un año antes de intentar algo raro.

—¿Así que nunca ha estado en contacto con un vampiro más joven?

Elena no tenía ni idea de adónde quería llegar el arcángel con aquel interrogatorio.

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