El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (2 page)

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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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El jefe de los guardas (los cuatro la habían acompañado al interior del avión) la recorrió de arriba abajo con unos peculiares ojos azul turquesa.

—Ninguna herida. Impresionante... —Le entregó un sobre—. Ya se ha hecho la transferencia a su cuenta del Gremio, tal como se acordó.

Elena comprobó el formulario de confirmación y enarcó las cejas.

—El señor Ebose ha sido de lo más generoso.

—Es un extra por haber capturado al objetivo ileso antes de tiempo. El señor Ebose tiene algunos planes para él. El viejo Jerry era su secretario favorito.

Elena se estremeció. El problema de ser casi inmortal era que podían hacerte un montón de cosas sin que murieras. En una ocasión había visto a un vampiro al que le habían amputado todas las extremidades... sin anestesia. Cuando la unidad de rescate del Gremio lo liberó de las garras del grupo racista que lo había secuestrado, el tipo ya había perdido la razón y la cordura. Pero había un vídeo. Así fue como supieron que el hombre torturado había permanecido consciente todo el tiempo. Elena tenía la certeza de que los ángeles no se lo habían enseñado a los montones de solicitantes que querían Convertirse.

Aunque bien pensado, quizá sí que lo hicieran.

Los ángeles solo Convertían a unos mil vampiros al año. Y por lo que ella sabía, los aspirantes ascendían a centenares de miles. No entendía por qué. En su opinión, la inmortalidad tenía un precio demasiado alto. Era mejor vivir libre y convertirse en polvo cuando llegara la hora que acabar dentro de un cajón de madera a la espera de que tu amo decidiera tu destino.

Con un sabor amargo en la boca, se guardó el formulario de confirmación y el sobre en un bolsillo del pantalón.

—Por favor, agradézcale al señor Ebose su generosidad.

El guardaespaldas inclinó la cabeza, y Elena entrevió el borde de lo que supuso que sería un cuervo tatuado en su cráneo afeitado. El tipo era demasiado alto como para estar segura, pero los demás eran más bajos, y todos llevaban aquella misma marca.

—Supongo que no está comprometida. —El hombre echó un vistazo deliberado a los sencillos pendientes de aro que llevaba en las orejas.

Nada de oro de matrimonio. Nada de ámbar de compromiso. Sin embargo, no cometió el error de creer que él quería una cita. Los miembros de la Hermandad del Ala practicaban el celibato mientras estaban de servicio. Puesto que el castigo por la desobediencia era la pérdida de una parte corporal (Elena nunca había llegado a descubrir cuál), imaginó que ella no era tentación suficiente.

—No. Y también se han terminado mis compromisos laborales. —Prefería completar un trabajo antes de aceptar el siguiente. Siempre había vampiros a los que perseguir—. ¿Desea el señor Ebose que atrape a algún otro desertor?

—No. Es un amigo suyo quien requiere sus servicios. —El guarda le entregó un segundo sobre, esta vez sellado—. La cita es a las ocho en punto de mañana. Por favor, asegúrese de aparecer; el asunto ya ha sido arreglado con su Gremio y se ha hecho el depósito.

Si el Gremio lo había aprobado significaba que era una caza legítima.

—Claro. ¿Dónde será el encuentro?

—Manhattan.

Elena se quedó helada. Solo había un ángel para quien bastaba esa única palabra como dirección. Incluso los ángeles tenían una jerarquía, y ella sabía muy bien quién estaba en la cima. No obstante, el miedo desapareció tan rápido como había llegado. Era improbable que el señor Ebose, por poderoso que fuera, conociese a un arcángel, a un miembro del Grupo de los Diez que decidía quién era Convertido y quién efectuaba la Conversión.

—¿Hay algún problema?

Elena levantó la cabeza de inmediato al oír la pregunta del guarda.

—No, por supuesto que no. —Fingió consultar su reloj—. Será mejor que me vaya. Por favor, salude de mi parte al señor Ebose.

Y tras eso, abandonó los lujosos confines del jet y el hedor del miedo de su carga.

Jamás llegaría a comprender por qué Convertían a tantísimos imbéciles. Quizá, pensó, estuvieran bien al principio y solo se convirtiesen en capullos después de unos cuantos años bebiendo sangre. A saber lo que aquello le hacía al cerebro... Sin embargo, aquella teoría no explicaba lo de su última captura: el tipo tenía dos años como mucho.

Se encogió de hombros y se metió en el coche. Aunque se moría de ganas de abrir el sobre sellado, esperó a llegar a casa, a su bonito apartamento situado en el Lower Manhattan. Dado que se pasaban la mayoría del tiempo persiguiendo a escoria, muchos de los cazadores solían convertir sus hogares en refugios. Y Elena no era una excepción.

Al entrar, se quitó las botas de una sacudida y se dirigió a la fastuosa bañera con ducha. Por lo general, seguía el ritual de librarse de la mugre y aplicarse las cremas y los perfumes que coleccionaba. Ransom pensaba que esas manías femeninas suyas eran de lo más graciosas y no dejaba de tomarle el pelo, pero la última vez que abrió su bocaza, ella se la devolvió comentándole lo brillante y suave que se veía su largo cabello negro; ¿tal vez por el uso de acondicionador?

Sin embargo, aquella noche no tenía ni paciencia ni ganas para mimarse. Se desnudó, se frotó con rapidez para librarse del hedor a vampiro cagado de miedo, se puso un pijama de algodón y se cepilló el pelo mientras preparaba café. En cuanto estuvo hecho, llevó la taza hasta la mesita de café, la depositó con cuidado sobre un posavasos... y cedió a las imperiosas exigencias de su curiosidad: rasgó el sobre en un segundo.

El papel era grueso; la filigrana, elegante... y el nombre que había al final de la página resultaba lo bastante aterrador para hacerle desear empaquetar todas sus cosas y salir de allí pitando. Hacia el agujero más diminuto y lejano que pudiera encontrar.

Sin poder creérselo, recorrió la página con la mirada una vez más. Las palabras no habían cambiado.

Sería un honor para mí que se reuniera conmigo para desayunar, a las ocho en punto de la mañana.

RAFAEL

No había ninguna dirección, pero no era necesaria. Alzó la vista para contemplar la columna iluminada de la Torre del Arcángel a través del gigantesco ventanal que había hecho que aquel apartamento fuera ridículamente caro... y atractivo. Uno de sus placeres secretos era sentarse allí y ver a los ángeles alzar el vuelo desde las terrazas más elevadas de la Torre.

Por la noche, parecían sombras suaves y oscuras. Durante el día, sin embargo, sus alas brillaban bajo el sol y sus movimientos resultaban increíblemente elegantes. Iban y venían a lo largo de toda la jornada, pero a veces los veía sentados en aquellos altísimos balcones, con las piernas colgando en el vacío. Suponía que éstos eran los ángeles más jóvenes, aunque «juventud» fuese un término relativo.

Aunque sabía que la mayoría de ellos eran muchas décadas mayores que ella, aquella imagen siempre le arrancaba una sonrisa. Era la única vez que los veía comportarse de una forma que podría considerarse normal. Por lo general, eran fríos y distantes, tan por encima de los insulsos humanos que no podían comprenderlos.

Al día siguiente ella también estaría allí arriba, en aquella torre de luces y cristal. Aunque no iba a reunirse con uno de aquellos ángeles jóvenes y accesibles. No, al día siguiente se sentaría frente al arcángel en persona.

«Rafael.»

Elena se inclinó hacia delante con el estómago revuelto.

2

L
o primero que hizo en cuanto se le pasaron las ganas de vomitar fue llamar al Gremio.

—Necesito hablar con Sara —le dijo a la recepcionista.

—Lo siento. La directora se ha marchado de la oficina.

Elena colgó el teléfono y marcó el número de casa de Sara.

Ésta cogió el aparato cuando apenas había sonado una sola vez.

—Bueno, ¿cómo iba a saber que tendría noticias tuyas hoy?

Elena aferró con fuerza el auricular del teléfono.

—Sara, por favor, dime que estoy teniendo una alucinación y que tú no me has asignado un trabajo para un arcángel.

—Esto... bueno... —Sara Haziz, directora del Gremio en todo Estados Unidos y una mujer de armas tomar, de pronto parecía más nerviosa que una adolescente—. Mierda, Ellie, no podía decir que no.

—¿Qué podría haberte hecho él? ¿Matarte?

—Lo más probable —murmuró Sara—. Su lacayo vampiro me dejó muy claro que él te quería a ti. Y ese tipo no está acostumbrado a que le digan que no.

—¿Intentaste al menos decirle que no?

—Soy tu mejor amiga. Concédeme algo de crédito.

Tras hundirse en los cojines del sofá, Elena clavó la mirada en la Torre.

—¿En qué consiste el trabajo?

—No lo sé. —Sara empezó a canturrear por lo bajo—. No te preocupes: no pienso desperdiciar mi aliento intentando tranquilizarte. El bebé se ha despertado. ¿Verdad que sí, chiquitina? —Los ruidos de besos llenaron el aire.

Elena aún no podía creerse que Sara se hubiera casado. Y mucho menos que hubiera tenido un bebé.

—¿Cómo está la pequeña Mini-Yo? —Sara había llamado a su hija Zoe Elena. Y Elena había llorado como una idiota al enterarse—. Espero que te esté haciendo pasar un infierno.

—Mi niña adora a su mami. —Más ruidos de besos—. Y me pidió que te dijera que se convertirá en tu Mini-Yo en cuanto crezca un poco más. Slayer y ella forman un equipo magnífico.

Elena se echó a reír ante la mención del gigantesco perro cuya misión en la vida era llenar de babas a la gente desprevenida.

—¿Dónde está tu amado? Pensé que a Deacon le gustaba encargarse de las cosas del bebé.

—Y así es. —La sonrisa de Sara fue evidente incluso a través de la línea telefónica, e hizo que algo en el interior de Elena se tensara de una forma desagradable. No se trataba de que envidiara la felicidad de Sara, ni de que quisiera a Deacon para ella. No, era algo más profundo, una sensación de que el tiempo se le escurría entre los dedos.

Durante el último año se había hecho cada vez más evidente que sus amigos habían avanzado hacia las siguientes etapas de la vida y que ella se había quedado en el limbo: una cazadora de vampiros de veintiocho años sin ataduras, sin compromisos. Sara había dejado su arco y sus flechas (salvo cuando había una caza de emergencia), y había ocupado el despacho más importante en el Gremio. Su marido, uno de los rastreadores más letales, se dedicaba ahora al negocio de la fabricación de armas para cazadores (y también a cambiar pañales), y mostraba siempre una sonrisa que traslucía lo feliz que era. Joder, incluso Ransom llevaba los dos últimos meses con la misma compañera de cama.

—Oye, Ellie, ¿piensas dormir algo? —preguntó Sara, que alzó la voz para hacerse oír por encima de los alegres chillidos del bebé—. ¿No quieres soñar con tu arcángel?

—Seguro que tendría pesadillas —murmuró. Entrecerró los párpados cuando vio que un ángel estaba a punto de aterrizar en el tejado de la Torre. Sintió un vuelco en el corazón cuando extendió las alas para aminorar la velocidad del descenso—. No me has contado qué le ha pasado a Deacon. ¿Por qué no está al cargo de la niña?

—Ha ido al supermercado con Slayer, para comprar helado de dos chocolates y frutas del bosque. Le dije que los antojos continuaban algún tiempo después del parto.

El hecho de que a Sara le encantara tomarle el pelo a su marido debería haberle hecho gracia, pero Elena era demasiado consciente del miedo que le recorría la espalda.

—Sara, ¿el vampiro te dio alguna pista de por qué ese arcángel me quería a mí?

—Claro. Dijo que Rafael solo quería lo mejor.

—Soy la mejor —murmuró Elena a la mañana siguiente, cuando salió del taxi frente al magnífico edificio de la Torre del Arcángel—. Soy la mejor.

—Oiga, señorita, ¿piensa pagarme o se va a quedar ahí hablando entre dientes todo el día?

—¿Qué? ¡Ah! —Sacó un billete de veinte dólares, se inclinó hacia delante y lo aplastó contra la mano del taxista—. Quédese el cambio.

El ceño fruncido del tipo se transformó en una sonrisa.

—¡Gracias! ¿Qué, hoy tiene una buena caza por delante?

Elena no le preguntó cómo había sabido que era una cazadora.

—No, pero tengo altas probabilidades de enfrentarme a una muerte horrible en las próximas horas. Tengo que hacer algo bueno para intentar acabar en el paraíso.

El taxista lo encontró muy gracioso, y aún no había dejado de reírse cuando se alejó con el coche y la dejó sola frente al amplio camino que conducía a la entrada de la Torre. La brillante luz de la mañana hacía resplandecer las piedras blancas del suelo del camino hasta un punto casi cegador. Cogió las gafas de sol del lugar donde se las había colgado (en el escote de la camisa) y se las puso con rapidez delante de los ojos, agotados y privados de sueño. Ahora que ya no corría el riesgo de quedarse ciega, se fijó en las sombras que había pasado por alto poco antes. Aunque, por supuesto, sabía muy bien que estaban allí: por lo general, no era la vista el sentido que utilizaba para localizar a los vampiros.

Varios de ellos permanecían junto a las paredes laterales de la Torre, pero había al menos otros diez escondidos o paseando entre la zona de arbustos bien cuidados de los alrededores. Todos llevaban trajes negros con camisas blancas y el pelo cortado de esa forma práctica que pusieron de moda los agentes del FBI. Las gafas de sol oscuras y los discretos audífonos no hacían sino intensificar la impresión de que eran agentes secretos.

Pero Elena sabía que, dejando a un lado las características básicas, aquellos vampiros no se parecían en nada al que había capturado la noche anterior. Aquellos tipos llevaban en el mundo muchísimo tiempo. Si se sumaba su intenso aroma (siniestro, aunque no desagradable) al hecho de que estaban protegiendo la Torre del Arcángel, quedaba claro que eran inteligentes y extremadamente peligrosos. Mientras los observaba, dos de ellos se alejaron de los arbustos y se situaron en el camino, a plena luz.

Ninguno estalló en llamas.

Una reacción tan violenta a la luz del sol (otro mito que parecía encantarles a las productoras cinematográficas) habría hecho que su trabajo fuera mucho más fácil. De ser cierto, lo único que tendría que hacer sería esperar a que salieran de casa. Pero no, la mayoría de los vampiros podían salir al exterior las veinticuatro horas del día. Los pocos que padecían hipersensibilidad a la luz solar no «morían» cuando salía el sol. Solo buscaban una sombra.

—Y tú estás andándote por las ramas... —murmuró entre dientes—. Eres una profesional. Eres la mejor. Puedes con esto.

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