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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (3 page)

BOOK: El ascenso de Endymion
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Las cuatro personas que aguardaban en la sala —tres hombres y una mujer— representaban al Consejo Ejecutivo de la Liga Pancapitalista de Organizaciones Católicas Independientes de Comercio Transestelar, más conocida como Pax Mercantilus. Dos de los hombres —M. Helvig Aron y M. Kennet Hay-Modhino— podrían haber sido padre e hijo, similares incluso en sus elegantes túnicas, sus costosos y conservadores cortes de pelo, sus rasgos nordeuropeos de Vieja Tierra sutilmente bioesculpidos y las aún más sutiles medallas rojas que mostraban su pertenencia a la Soberana Orden Militar del Hospital de San Juan de Jerusalén, Rodas y Malta, la antigua compañía popularmente conocida como Caballeros de Malta. El tercer hombre era de origen asiático y usaba una sencilla túnica de algodón. Se llamaba Kenzo Isozaki y ese día era el individuo más poderoso de Pax después de Simon Augustino Lourdusamy. La otra representante de Pax Mercantilus, una mujer cincuentona de expresión adusta y cabello corto, moreno y desaliñado, con un económico traje de fibroplástico, era M. Anna Pelli Cognani, heredera aparente de Isozaki y durante años presunta amante de la arzobispo de Vector Renacimiento.

Los cuatro se levantaron con una leve reverencia mientras el cardenal Lourdusamy ocupaba su lugar. Monseñor Lucas Oddi, único testigo, se apartó de la mesa, las manos huesudas entrelazadas sobre la sotana; detrás de él, los ojos torturados del Cristo de Karotan presenciaban la pequeña reunión.

Aron y Hay-Modhino se adelantaron para arrodillarse y besar el anillo de zafiro del cardenal, pero Lourdusamy desechó los protocolos antes de que Kenzo Isozaki o la mujer pudieran aproximarse. Cuando los cuatro representantes de Pax Mercantilus estuvieron nuevamente sentados, el cardenal dijo:

—Somos todos viejos amigos. Sabéis que, aunque represento a la Santa Sede en esta deliberación, durante la ausencia provisional del Santo Padre, todas las cosas que se comenten en el día de hoy quedarán entre estas paredes. —Lourdusamy sonrió—. Y estas paredes, amigos, son las más seguras de Pax.

Aron y Hay-Modhino sonrieron. M. Isozaki conservó su agradable expresión. M. Anna Pelli Cognani frunció aún más el ceño.

—Eminencia —dijo—, ¿puedo hablar con franqueza?

Lourdusamy extendió la palma rechoncha. Desconfiaba de las personas que pedían hablar con franqueza, que juraban hablar con sinceridad o usaban la expresión «sin rodeos».

—Desde luego, querida amiga —dijo—. Lamento que las apremiantes circunstancias del día nos dejen tan poco tiempo.

Anna Pelli Cognani asintió. Había comprendido la orden de ser concisa.

—Eminencia —dijo—, solicitamos esta conferencia para hablar no sólo como leales miembros de la Liga Pancapitalista de Su Santidad, sino como amigos tuyos y de la Santa Sede.

Lourdusamy asintió cordialmente, curvando los labios en una leve sonrisa.

—Desde luego.

M. Helvig Aron se aclaró la garganta.

—Eminencia, Mercantilus tiene un comprensible interés en la inminente elección papal.

El cardenal esperó.

—Nuestro propósito de hoy, eminencia —continuó M. Hay-Modhino— es confirmarle, tanto en cuanto secretario de Estado como en cuanto candidato potencial para el papado, que la Liga seguirá llevando a cabo la política del Vaticano con suma lealtad después de la elección venidera.

Lourdusamy asintió. Comprendía a la perfección. Pax Mercantilus —la red de inteligencia de Isozaki— había olido una posible insurrección en la jerarquía del Vaticano. Habían oído cuchicheos en salas seguras como ésta, y habían oído que era hora de reemplazar al papa Julio por un nuevo pontífice. Isozaki sabía que Simon Augustino Lourdusamy sería ese hombre.

—En este triste interregno —continuó M. Cognani—, consideramos nuestro deber ofrecer la garantía pública y privada de que la Liga continuará sirviendo a los intereses de la Santa Sede y la Santa Madre Iglesia, tal como lo ha hecho durante más de dos siglos estándar.

Lourdusamy asintió de nuevo y esperó, pero los cuatro representantes de Mercantilus no dijeron nada más. Se preguntó por qué Isozaki habría asistido en persona.

Para ver mi reacción en vez de confiar en los informes de sus subordinados,
pensó
. El viejo confía en su instinto más que en cualquier otra cosa.
Lourdusamy sonrió
. Buena actitud
. Dejó transcurrir otro minuto de silencio antes de hablar.

—Amigos míos —dijo al fin—, no sabéis cuánto me conforta el corazón que cuatro personas tan atareadas e importantes visiten a este humilde sacerdote en nuestra hora de común pesadumbre.

Isozaki y Cognani mantuvieron su expresión imperturbable, pero el cardenal detectó un mal disimulado destello de ansiedad en los ojos de los otros dos representantes. Si Lourdusamy aceptaba el apoyo de esa gente en esas circunstancias, pondría a Mercantilus en pie de igualdad con los conspiradores del Vaticano, convertiría a Mercantilus en cómplice y socio del próximo papa.

Lourdusamy se inclinó sobre la mesa. Notó que M. Kenzo Isozaki no había pestañeado durante esa conversación.

—Amigos míos —continuó—, como buenos cristianos renacidos... —miró a Aron y Hay-Modhino—, como caballeros hospitalarios, conocéis sin duda el procedimiento para la elección de nuestro próximo papa. Pero permitidme refrescar vuestra memoria. Una vez que los cardenales y sus símiles interactivos se hayan reunido y encerrado en la Capilla Sixtina, hay tres maneras en que podemos elegir un papa: por aclamación, por delegación y por escrutinio. Por medio de la aclamación, todos los cardenales electores son movidos por el Espíritu Santo a proclamar a una persona como supremo pontífice. Todos exclamamos
eligo
, «yo elijo», y el nombre de la persona que elegimos por unanimidad. Por medio de la delegación, escogemos a una docena de cardenales para que hagan la elección en nombre de todos. Por medio del escrutinio, los cardenales electores votan secretamente hasta que un candidato cuenta con una mayoría de dos tercios más uno. Entonces el nuevo papa es elegido y las masas expectantes ven la
fumata
, las volutas de humo blanco que significan que la familia de la Iglesia ya tiene un Santo Padre.

Los cuatro representantes de Pax Mercantilus guardaban silencio. Conocían perfectamente el procedimiento de elección, no sólo los antiguos mecanismos, sino los cabildeos, presiones, concesiones, prepotencias y extorsiones que a menudo habían acompañado ese proceso durante siglos. Y comenzaban a comprender por qué el cardenal Lourdusamy enfatizaba lo obvio.

—En las últimas nueve elecciones —continuó el corpulento cardenal con voz tonante—, el papa ha sido elegido por aclamación... por intercesión directa del Espíritu Santo. —Lourdusamy hizo una larga y tensa pausa. A sus espaldas, monseñor Oddi observaba, tan inmóvil como el Cristo pintado, tan inexpresivo como Kenzo Isozaki.

—No tengo motivos para creer —continuó al fin Lourdusamy— que esta elección será diferente.

Los ejecutivos de Pax Mercantilus no se movieron. Al fin M. Isozaki inclinó la cabeza. Habían oído y comprendido el mensaje. No habría insurrección dentro de los muros del Vaticano. O, en todo caso, Lourdusamy la tenía dominada y no necesitaba el apoyo de Pax Mercantilus. Si se trataba de lo primero y la hora del cardenal Lourdusamy aún no había llegado, el papa Julio volvería a gobernar la Iglesia y Pax. El grupo de Isozaki había corrido un riesgo terrible, teniendo en cuenta las grandes recompensas y poderes que recibiría si lograba aliarse con el futuro pontífice. Ahora sólo afrontaban las consecuencias del riesgo. Un siglo antes, el papa Julio había excomulgado al predecesor de Kenzo Isozaki por un fallo menor, revocando el sacramento del cruciforme y condenando al dirigente de Mercantilus a una vida de aislamiento respecto de la comunidad católica —es decir, cada hombre, mujer y niño de Pacem y la mayoría de los mundos de Pax— seguida por la muerte verdadera.

—Ahora, lamento que mis apremiantes deberes me alejen de vuestra grata compañía —dijo el cardenal.

Antes que Lourdusamy pudiera levantarse y, a despecho del protocolo requerido para abandonar la presencia de un príncipe de la Iglesia, M. Isozaki se adelantó rápidamente, se arrodilló y besó el anillo del cardenal.

—Eminencia —murmuró el viejo multimillonario de Pax Mercantilus.

Esta vez Lourdusamy no se levantó ni se marchó hasta que cada uno de los poderosos ejecutivos se hubo aproximado para presentar sus respetos.

Una nave estelar clase arcángel se trasladó al espacio de Bosquecillo de Dios un día después de la muerte del papa Julio. Era la única arcángel no asignada al servicio postal; era más pequeña que las nuevas naves y se llamaba
Rafael.

La arcángel entró en la órbita de ese mundo ceniciento y envió una nave de descenso que penetró en la atmósfera. Dos hombres y una mujer iban a bordo. Los tres parecían hermanos, similares en su silueta delgada, su tez pálida, su cabello oscuro y corto, su mirada esquiva y sus labios delgados. Usaban trajes austeros, rojos y negros, con complejos comlogs de pulsera. Su presencia en la nave de descenso era una rareza. Las naves clase arcángel mataban a los seres humanos durante su violenta traslación por el espacio Planck y los nichos de resurrección de a bordo tardaban tres días en revivirlos.

Esos tres no eran humanos.

Extendiendo alas y cobrando forma aerodinámica, la nave cruzó el terminador y penetró en la luz diurna a Mach 3. Debajo giraba el ex mundo templario de Bosquecillo de Dios, una masa de cicatrices calcinadas, campos de ceniza, lodazales, glaciares y secuoyas verdes que luchaban para reafirmarse en el paisaje torturado. Pasando a velocidad subsónica, la nave sobrevoló la angosta franja de clima templado y vegetación viable del ecuador del planeta y siguió un río hasta el tocón del ex Arbolmundo. Con ochenta y tres kilómetros de altura a pesar de su mutilación, el tocón se elevaba en el horizonte sur como una meseta negra. La nave eludió el Arbolmundo y se dirigió al oeste a lo largo del río, continuando su descenso hasta posarse en una roca cerca de una garganta angosta. Los dos hombres y la mujer bajaron por la escalera y echaron un vistazo. Era de mañana en esa parte de Bosquecillo de Dios. El río burbujeaba al entrar en los rápidos, aves y arborícolas invisibles chachareaban en la espesura. El aire olía a agujas de pino, perfumes alienígenas, suelo húmedo y ceniza. Más de dos siglos y medio atrás, este mundo había sufrido un bombardeo orbital. Los árboles templarios de doscientos metros de altura que no volaron al espacio habían ardido en un incendio que se prolongó durante un siglo, al fin extinguido por un invierno nuclear.

—Cuidado —dijo uno de los hombres mientras los tres bajaban al río—. Los monofilamentos que ella colocó aún podrían estar en su sitio.

La mujer asintió con un gesto de la cabeza y extrajo un arma láser de su pak de flujoespuma. Sintonizando el haz en dispersión máxima, barrió el río. Filamentos invisibles relucieron como una telaraña en el rocío de la mañana; cruzaban el río, rodeaban rocas, se sumergían en la blanca espuma.

—No hay ninguno donde tenemos que trabajar —dijo la mujer, apagando el láser.

Los tres cruzaron una zona baja a orillas del río y treparon una cuesta. El bombardeo de Bosquecillo de Dios había derretido el granito como lava, pero en una de las terrazas rocosas había señales de una catástrofe más reciente: un cráter circular diez metros por encima del río, con medio metro de profundidad y cinco de diámetro. En el lado sureste, donde una cascada de roca derretida había saltado hasta el río, se había formado una escalera natural de roca negra. La roca que llenaba la cavidad circular era más lisa y oscura que el resto de la piedra, como ónix pulido en un crisol de granito.

Uno de los hombres entró en la cavidad, se tendió cuan largo era en la piedra lisa y apoyó el oído en la roca. Un segundo después se levantó e hizo una seña.

—Atrás —dijo la mujer, tocando su comlog de pulsera.

Los tres habían retrocedido cinco pasos cuando el haz de energía pura ardió desde el espacio. Aves y arborícolas huyeron por la espesura. El aire se ionizó y se recalentó en segundos, lanzando una onda de choque. Ramas y hojas estallaron en llamas a cincuenta metros del punto de contacto del rayo. El cono de resplandor coincidía exactamente con el diámetro de la cavidad circular, transformando la piedra lisa en un lago de fuego líquido.

Los dos hombres y la mujer ni se inmutaron. Sus trajes resplandecieron en el intenso calor, pero la tela especial no ardió, ni su carne.

—Tiempo —dijo la mujer, en medio del rugido del haz energético y la tormenta de fuego. El haz dorado cesó. El aire caliente llenó el vacío con vientos huracanados. La cavidad era un círculo de lava burbujeante.

Uno de los hombres se arrodilló y prestó atención. Hizo una seña de advertencia y cambió de fase. Dejó de ser carne, hueso, sangre, tez y cabello para ser una escultura cromada. El cielo azul, el bosque ardiente y el lago de fuego líquido se reflejaban en su tez plateada y cambiante. Hundió un brazo en el lago ardiente, se agazapó, hundió más el brazo y retrocedió. El contorno plateado de su mano parecía haberse fundido con la superficie de otra forma humana y plateada, una mujer. El hombre de cromo sacó a la mujer de cromo del caldero de lava y la llevó a cincuenta metros, a un punto donde la hierba no ardía y la piedra fría podía sostener su peso. El otro hombre y la otra mujer los siguieron.

El hombre abandonó su forma cromada y un segundo después la mujer que él había rescatado hizo lo mismo. La mujer que salió del mercurio parecía una gemela de la mujer de pelo corto en traje espacial.

—¿Dónde está esa zorra? —preguntó la mujer rescatada, Rhadamanth Nemes.

—Se fueron —dijo el hombre que la había sacado. Él y su símil masculino podían ser hermanos o clones—. Llegaron al último teleyector.

Rhadamanth Nemes hizo una mueca. Flexionó los dedos y movió los brazos como para desentumecerlos.

—Al menos liquidé al maldito androide.

—No —dijo la otra mujer, su gemela. No tenía nombre—. Partieron en la nave de descenso del
Rafael
. El androide perdió un brazo, pero el autocirujano le salvó la vida.

Nemes asintió y miró la colina rocosa donde aún corría la lava. El resplandor de las llamas mostraba la telaraña reluciente del monofilamento sobre el río. Detrás de ellos el bosque ardía.

—No fue agradable estar allí. No podía moverme con toda la fuerza del rayo de la nave cayendo sobre mí, y no podía cambiar de fase con la roca que me rodeaba. Necesité una concentración inmensa para bajar la potencia y aun así mantener una interfaz activa de cambio de fase. ¿Cuánto tiempo estuve sepultada aquí?

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