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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (5 page)

BOOK: El ascenso de Endymion
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El hombre de gris se frotó las manos.

—Una lástima, consejero Albedo —murmuró el cardenal Lourdusamy con su voz grave.

El hombre de gris miró el fino polvo que se posaba en la luz penumbrosa y nuevamente interrogó al cardenal con los ojos.

—Me refiero a la mortaja —gruñó Lourdusamy—. Las manchas no salen nunca. Hay que tejer una nueva después de cada resurrección. —Dio media vuelta y se dirigió al panel secreto, haciendo susurrar la túnica—. Vamos, Albedo. Necesitamos hablar y todavía debo dar una misa de acción de gracias antes del mediodía.

Cuando el panel se cerró detrás de ambos, la cámara de resurrección permaneció silenciosa y vacía, excepto por el cadáver amortajado y una levísima niebla gris, una bruma evanescente que evocaba las almas de los difuntos.

2

En la semana en que el papa Julio murió por novena vez y el padre Duré fue asesinado por quinta vez, Aenea y yo estábamos a ciento sesenta mil años-luz de distancia, en el secuestrado planeta Tierra —la Vieja Tierra, la verdadera Tierra— girando alrededor de una estrella tipo G que no era el Sol, en la Nube Magallánica Menor, una galaxia que no era la galaxia natal de la Tierra.

Había sido una semana extraña. No sabíamos que el papa había muerto, pues no había contacto entre esta Tierra desplazada y el espacio de Pax, excepto por los dormidos portales teleyectores. Más aún, ahora sé que Aenea estaba al corriente de la muerte del papa por medios que entonces no sospechábamos, pero ella no mencionaba lo que sucedía en Pax y nadie pensaba en preguntárselo. Nuestra vida en la Tierra, durante esos años de exilio, era sencilla, apacible y profunda en sentidos que ahora cuesta analizar y casi duele recordar. En todo caso, esa semana había sido profunda pero no sencilla ni apacible: el Viejo Arquitecto con quien Aenea estudiaba desde hacía cuatro años había fallecido el lunes, y ese ventoso martes por la noche habíamos asistido al funeral, una triste y apresurada ceremonia en el desierto. El miércoles Aenea había cumplido dieciséis años, pero en la Hermandad Taliesin había tanta pena y confusión que sólo A. Bettik y yo tratamos de festejar el día con ella.

El androide había horneado una torta de chocolate, la favorita de Aenea, y yo había trabajado durante días para tallar un bastón de una gruesa rama que habíamos hallado durante una de las compulsivas excursiones del Viejo Arquitecto a las montañas cercanas. Esa noche comimos la torta y bebimos champán en el bello refugio de Aenea, pero ella estaba consternada por la muerte del viejo y el pánico que eso creó en la Hermandad. Ahora comprendo que también estaba consternada por la muerte del papa, por los acontecimientos violentos que se cernían sobre el horizonte del futuro y por el final de lo que serían los cuatro años más apacibles que pasaríamos juntos.

Recuerdo nuestra conversación del día de su cumpleaños. Había oscurecido temprano y el aire estaba helado. Fuera de la cómoda vivienda de piedra y lona que ella había construido cuatro años atrás, siendo aprendiz, el polvo soplaba y la salvia y la yuca crepitaban en el viento. Nos sentamos junto al farol susurrante, cambiamos nuestras copas de champán por tazas de té caliente y hablamos en voz baja mientras la arena gemía contra la lona.

—Es extraño —dije—. Sabíamos que estaba viejo y enfermo, pero nadie creía que moriría.

Me refería al Viejo Arquitecto, desde luego, no al distante papa que tan poco significaba para nosotros. Y en el exilio de la Tierra nadie usaba el cruciforme. La muerte del mentor de Aenea, a diferencia de la muerte del papa, era definitiva.

—Él parecía saberlo —murmuró Aenea—. El último mes llamó a todos sus aprendices para compartir sus últimas muestras de sabiduría.

—¿Y qué muestra de sabiduría compartió contigo? Supongo que no es secreta ni demasiado personal.

Aenea sonrió.

—Me recordó que el cliente siempre acepta pagar el doble de lo acordado si uno le envía los gastos adicionales poco a poco, una vez que la construcción está iniciada y la estructura está cobrando forma. Pasado el punto de no retorno, el cliente está enganchado como una trucha en el sedal.

A. Bettik y yo nos echamos a reír. No era una risa irrespetuosa —el Viejo Arquitecto había sido una de esas raras criaturas que combinan el auténtico genio con una personalidad arrolladora— pero, aún al recordarlo con tristeza y afecto, reconocíamos el egoísmo y la perversión que también formaban parte de su personalidad. Y no quiero ser elusivo al llamarlo Viejo Arquitecto: la plantilla de personalidad del cíbrido se había reconstruido a partir de un humano pre-Hégira llamado Frank Lloyd Wright que había trabajado en los siglos diecinueve y veinte de la era cristiana. En la Hermandad Taliesin aun los aprendices de su misma edad lo llamaban respetuosamente «señor Wright», pero para mí siempre había sido el Viejo Arquitecto, por las cosas que Aenea me había contado antes de que llegáramos a la Vieja Tierra.

Como pensando en lo mismo, A. Bettik comentó:

—Es raro, ¿verdad?

—¿A qué te refieres? —preguntó Aenea.

El androide sonrió y se frotó el brazo izquierdo, que terminaba en un muñón debajo del codo. Era una costumbre que había adquirido en los últimos años. El autocirujano de la nave que nos había llevado por el teleyector desde Bosquecillo de Dios lo había mantenido con vida, pero su química era tan peculiar que la nave no pudo hacerle crecer un nuevo brazo.

—Pese a la influencia de la Iglesia en los asuntos humanos —dijo—, aún no hay respuesta definitiva para la pregunta de si el ser humano posee un alma que abandona el cuerpo después de la muerte. Pero en el caso del señor Wright, sabemos que su personalidad cíbrida aún existe aparte del cuerpo, o que al menos existió durante un tiempo después del momento de su muerte.

—¿Lo sabemos con certeza? —pregunté. El té estaba caliente y sabroso. Aenea y yo lo adquiríamos mediante el trueque en el mercado indio del desierto, a la altura de donde había estado la ciudad de Scottsdale.

Fue Aenea quien respondió mi pregunta.

—Sí. La personalidad cíbrida de mi padre sobrevivió a la destrucción de su cuerpo y fue almacenada en el bucle Schrön del cráneo de mi madre. Y sabemos que después existió en la megaesfera y residió un tiempo en la nave del cónsul. La personalidad de un cíbrido sobrevive como un frente ondulatorio holístico que se propaga por las matrices del plano de datos o megaesfera hasta regresar a la fuente IA del Núcleo.

Yo lo sabía pero nunca lo había entendido.

—De acuerdo —dije—, ¿pero adónde fue el frente ondulatorio IA del señor Wright? No puede haber contactos con el Núcleo en la Nube Magallánica. Aquí no hay esferas de datos.

Aenea apoyó su taza vacía.

—Tiene que haber un contacto, pues de lo contrario el señor Wright y las demás personalidades cíbridas ensambladas aquí en la Tierra no podrían haber existido. Recuerda que el TecnoNúcleo usó el espacio Planck como medio y escondrijo antes de que la Hegemonía moribunda destruyera los teleyectores.

—El Vacío Que Vincula —dije, repitiendo la frase del viejo poeta de los
Cantos
.

—Sí —dijo Aenea—. Aunque siempre pensé que era un nombre insulso.

—Como se llame. No entiendo cómo puede llegar hasta aquí... hasta otra galaxia.

—El medio que el Núcleo usaba para los teleyectores llega a todas partes —dijo Aenea—. Impregna el espacio y el tiempo. —Mi joven amiga frunció el ceño—. No, eso no está bien... el espacio y el tiempo están envueltos en él... el Vacío Que Vincula trasciende el espacio y el tiempo.

Miré en torno. La luz del farol llenaba la pequeña tienda, pero afuera estaba oscuro y aullaba el viento.

—¿Entonces el Núcleo puede llegar aquí?

Aenea sacudió la cabeza. Ya habíamos tenido esta conversación. Yo no había entendido el concepto entonces, ni lo entendía ahora.

—Estos cíbridos están conectados con IAs que no son parte del Núcleo —dijo—. La personalidad del señor Wright no lo era. Tampoco mi padre, el segundo cíbrido Keats.

Ésta era la parte que yo nunca había entendido.

—Los
Cantos
dicen que los cíbridos Keats, incluido tu padre, fueron creados por Ummon, una IA del Núcleo. Ummon le dijo a tu padre que los cíbridos eran un experimento del Núcleo.

Aenea se levantó y caminó hacia la entrada de su refugio. El viento sacudía la lona, pero no entraba arena. Aenea lo había construido bien.

—El tío Martin escribió los
Cantos
—dijo—. Él contó la verdad tal como la conocía. Pero había elementos que no comprendía.

—Yo tampoco —dije, abandonando el tema. Me acerqué a Aenea y la rodeé con el brazo, sintiendo los sutiles cambios en su espalda, su hombro y sus brazos desde la primera vez que la había abrazado cuatro años atrás.

—Feliz cumpleaños, pequeña.

Ella me apoyó la mano en el pecho.

—Gracias, Raul.

Mi joven amiga había sufrido otros cambios desde que nos conocimos cuando ella lindaba los doce años estándar. Podría decir que había llegado a ser mujer en esos años, pero yo todavía no la veía como mujer, a pesar de sus caderas redondeadas y sus pechos nacientes. Ya no era una niña, por cierto, pero todavía no era mujer. Era... Aenea. Sus luminosos ojos oscuros eran iguales —inteligentes, inquisitivos, un poco tristones por efecto de un conocimiento secreto— y aún me causaban esa sensación de contacto físico cuando me miraban. Su cabello castaño se había oscurecido en los últimos años, y se lo había cortado la primavera pasada. Ahora lo usaba más corto que yo cuando había estado en la Guardia Interna de Hyperion, varios años antes. Cuando le apoyaba la mano en la cabeza, el cabello apenas sobresalía entre mis dedos, aunque había algunos mechones rubios, provocados por los largos días que pasaba trabajando bajo el sol de Arizona.

Mientras el polvo raspaba la lona y A. Bettik se erguía como una sombra silenciosa a nuestras espaldas, Aenea me cogió la mano entre las suyas. Aunque ese año cumpliera dieciséis, y fuera una joven en vez de una niña, sus manos aún eran diminutas en mí enorme palma.

—Raul —dijo.

La miré y aguardé.

—¿Harías algo por mí? —murmuró.

—Sí —respondí sin titubear.

Ella me estrujó la mano y miró en mi interior.

—Harías algo por mí mañana?

—Sí.

Ni su mirada ni la presión de su mano cedieron.

—¿Harías cualquier cosa por mí?

Vacilé. Sabía lo que podía implicar semejante promesa, aunque esta niña extraña y maravillosa nunca me había pedido que hiciera nada por ella. No me había pedido que la acompañara en esa descabellada odisea. Era una promesa que le había hecho al viejo poeta, Martin Silenus, antes de conocer a Aenea. Sabía que había cosas que yo no podía hacer, en buena o mala conciencia, pero una de estas cosas era que no podía decirle que no.

—Sí —dije—, haré cualquier cosa que me pidas. —En ese momento supe que estaba perdido, y resucitado.

Aenea asintió en silencio con un movimiento de cabeza, me estrujó la mano por última vez y se volvió hacia la luz, la torta y nuestro amigo androide. Al día siguiente sabría qué significaba su requerimiento, y cuán difícil sería honrar mi promesa.

Haré una pausa. Entiendo que no me conoces a menos que hayas leído los primeros cientos de páginas de mi relato, y como tuve que reciclar el micropergamino donde las escribí, ya no existen excepto en la memoria de esta pizarra electrónica. En esas páginas dije la verdad. O al menos la verdad tal como la conocía entonces. O al menos intenté decir la verdad. Casi siempre.

Como he reciclado las páginas de ese primer intento de contar la historia de Aenea, y como la pizarra nunca ha estado fuera de mi vista, debo suponer que nadie las ha leído. Lo cierto es que fueron escritas en una celda orbital ovoide que es como una caja de gato de Schrödinger, en torno del mundo estéril de Armaghast; la caja es una cápsula energética en posición fija que contiene mi atmósfera, mi aire y mi equipo de reciclaje de alimentos, mi cama, mi mesa, mi pizarra y un frasco de gas de cianuro que será liberado por una emisión aleatoria de isótopos. No creo, pues, que hayas leído estas páginas.

Pero no estoy seguro.

Cosas extrañas sucedían entonces. Cosas extrañas han sucedido después. No abriré juicio sobre la posibilidad de que alguien haya podido leer estas páginas o podrá leerlas alguna vez.

Entretanto, volveré a presentarme. Mi nombre es Raul Endymion; mi nombre de pila rima con Paul y mi apellido deriva de la ciudad universitaria abandonada de Endymion, en el alejado mundo de Hyperion. Acoto la palabra «abandonada», ya que en esa ciudad en cuarentena conocí al viejo poeta —Martin Silenus, el antiguo autor del poema épico prohibido los
Cantos
— y allí comenzó mi aventura. Uso la palabra «aventura» con cierta ironía, y tal vez en el sentido de que toda vida es una aventura. Pues aunque es verdad que el viaje comenzó como una aventura —el intento de rescatar a la pequeña Aenea y escoltarla sana y salva hasta la lejana Vieja Tierra— se convirtió luego en una vida de amor, pérdida y maravilla.

Sea como fuere, en este momento de la narración, durante la semana de la muerte del papa, la muerte del Viejo Arquitecto y el triste cumpleaños de Aenea en el exilio, yo tenía treinta y dos años. Todavía era alto y fuerte, todavía me especializaba en cazar, reñir y seguir el liderazgo de otros; todavía era inmaduro, y estaba a punto de enamorarme para siempre de la chiquilla a quien había protegido como una hermana menor y de la noche a la mañana se había convertido en una mujer niña que por ahora conocía como amiga.

Debo añadir que las otras cosas que relato aquí —los sucesos del espacio de Pax, el asesinato de Paul Duré, el rescate de esa criatura llamada Rhadamanth Nemes, los pensamientos del padre Federico de Soya— no son sospechas ni extrapolaciones ni inventos, como las viejas novelas de ficción de tiempos de Martin Silenus. Conozco estas cosas, incluidos los pensamientos del padre De Soya y el atuendo del consejero Albedo, pero no porque sea omnisciente sino por obra de hechos y revelaciones que posteriormente darían acceso a esa omnisciencia.

Esto cobrará sentido después. Eso espero, al menos.

Me disculpo por esta torpe reintroducción. El original del padre cíbrido de Aenea —un poeta llamado John Keats— dijo en su última carta de despedida a sus amigos «Siempre fui torpe para saludar». Lo mismo me sucede a mí, trátese de una despedida o de una bienvenida o, como quizás ocurra aquí, de un improbable reencuentro.

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