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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (4 page)

BOOK: El ascenso de Endymion
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—Cuatro años terrícolas —dijo el hombre que aún no había hablado.

Rhadamanth Nemes enarcó las cejas, más inquisitiva que sorprendida.

—Pero el Núcleo sabía dónde estaba...

—El Núcleo sabía dónde estabas —dijo la otra mujer. Su voz y sus expresiones faciales eran idénticas a las de la mujer rescatada—. Y el Núcleo sabía que habías fallado.

Nemes sonrió.

—Conque estos cuatro años fueron un castigo.

—Un recordatorio —dijo el hombre que la había sacado de la roca. Rhadamanth Nemes dio dos pasos, verificando su equilibrio.

—¿Y por qué habéis venido a buscarme ahora? —preguntó secamente.

—La niña —dijo la otra mujer—. Está por regresar. Debemos reanudar tu misión.

Nemes asintió.

El hombre que la había rescatado le apoyó la mano en el hombro.

—Ten en cuenta —le dijo— que estos cuatro años de sepultura en fuego y piedra no serán nada en comparación con lo que te espera si fracasas de nuevo.

Nemes lo miró largamente sin responder. Luego, apartándose de la lava y las llamas con un movimiento coreografiado con precisión, coincidiendo en el paso, los cuatro se dirigieron en perfecta concordancia hacia la nave.

En el mundo de Madre de Dios, en la alta meseta llamada Llano Estacado —por las estacas generadoras de atmósfera que cruzaban el desierto con intervalos de diez kilómetros—, el padre Federico de Soya se preparaba para la misa de la mañana.

La localidad de Nuevo Atlán tenía menos de trescientos habitantes, en general mineros de Pax que esperaban morir antes de regresar a casa, junto con algunos mariaístas conversos que se ganaban la vida como pastores en los tóxicos desiertos. El padre De Soya sabía exactamente cuántos asistirían a la capilla para la misa. Eran cuatro: la anciana M. Sánchez, la viuda que según los rumores había asesinado a su esposo en una tormenta de polvo sesenta y dos años antes; los mellizos Perell, que por algún motivo preferían la vieja y derruida iglesia a la inmaculada capilla de la compañía minera, provista con aire acondicionado; y el misterioso viejo de cara marcada por la radiación que se arrodillaba en el último banco y nunca tomaba la comunión.

Soplaba una tormenta de polvo —siempre soplaba una tormenta de polvo— y el padre De Soya tuvo que correr desde la casa parroquial de adobe hasta la sacristía, protegiéndose la sotana y la gorra con una capucha de fibroplástico, el breviario hundido en el bolsillo para mantenerlo limpio. De nada servía. Cada noche, cuando se quitaba la sotana o colgaba la gorra de un gancho, la arena caía en una cascada roja, como sangre seca de un reloj de arena roto. Y cada mañana, cuando abría el breviario, la arena crujía entre las páginas y le ensuciaba los dedos.

—Buenos días, padre —dijo Pablo mientras el sacerdote entraba en la sacristía y cubría el marco de la puerta con sellos cuarteados.

—Buenos días, Pablo, mi monaguillo más fiel —dijo el padre De Soya.
En realidad, mi único monaguillo
, se corrigió en silencio el sacerdote. Un muchacho simple, tanto en el antiguo sentido de ser mentalmente lento, como en el sentido de ser honesto, sincero, leal y afable. Pablo ayudaba a De Soya a decir la misa todos los días de semana a las seis y media de la mañana y dos veces los domingos, aunque a la primera misa dominical sólo asistían las cuatro personas de siempre y a la siguiente sólo iba un puñado de mineros.

El muchacho sonrió y la sonrisa desapareció un instante mientras se ponía la sobrepelliz limpia y almidonada sobre la túnica de monaguillo.

El padre De Soya siguió de largo, acariciándose el cabello oscuro, y abrió el alto baúl. La mañana se había puesto oscura como la noche del desierto mientras la tormenta de polvo devoraba el amanecer, y la mortecina lámpara de la sacristía era la única iluminación de esa habitación fría y desnuda. De Soya se hincó de rodillas, rezó fervientemente y se puso la ropa de su profesión

Durante dos décadas, como padre capitán de la flota de Pax, como comandante de naves-antorcha como el
Baltasar
, Federico de Soya había usado uniformes donde la cruz y el cuello eran los únicos indicios del sacerdocio. Había usado armadura, trajes espaciales, implantaciones de comunicaciones tácticas, antiparras de plano de datos, guantes-de-dios, pero ninguna de esas prendas lo conmovía tanto como el sencillo atuendo de un cura de parroquia. Hacía cuatro años que lo habían privado de su rango de capitán y removido de la flota, y desde entonces había redescubierto su vocación original.

De Soya se puso el amito, que se deslizaba sobre la cabeza como una túnica y le llegaba a los tobillos. El amito de lino blanco estaba inmaculado a pesar de las tormentas de polvo, y también el alba que venía a continuación. Se ciñó el cincho, rezando una plegaria. Alzó la estola blanca, la sostuvo con reverencia en ambas manos y se la colgó del cuello, cruzando las dos franjas de seda. Detrás de él, Pablo se había quitado las botas sucias y se calzaba las zapatillas baratas de fibroplástico que su madre le había ordenado guardar allí para la misa.

El padre De Soya se puso la tunicela, la prenda externa que mostraba una cruz en T en el frente. Era blanca, con una sutil orla púrpura: esa mañana diría una misa de bendición mientras administraba en silencio el sacramento de la penitencia para la presunta viuda y asesina y para el desconocido del último banco.

Pablo se le acercó, sonriendo de puro nerviosismo. El padre De Soya le apoyó la mano en la cabeza, tratando de aplastar ese cabello rebelde al tiempo que tranquilizaba al muchacho. Alzó el cáliz, apartó la mano derecha de la cabeza del joven para cubrir la copa velada y murmuró su asentimiento. Pablo dejó de sonreír, embargado por la gravedad del momento, y lo precedió en su marcha hacia el altar.

De Soya notó de inmediato que había cinco personas en la capilla, en vez de cuatro. Los feligreses habituales estaban allí —todos se pusieron de pie y se volvieron a arrodillar en sus lugares de costumbre— pero había alguien más, una persona alta y silenciosa en las sombras más profundas, donde el pequeño atrio entraba en la nave.

Esa presencia extraña no dejó de perturbar a De Soya durante la misa, por mucho que intentaba concentrarse en el sagrado misterio del cual formaba parte.


Dominus vobiscum
—dijo el padre De Soya.

Durante más de tres mil años, creía, el Señor había estado con ellos, con todos ellos.


Et cum spiritu tuo
—dijo el padre De Soya, y mientras Pablo repetía las palabras, el sacerdote movió la cabeza para ver si la luz caía sobre aquella silueta alta y delgada. Aún seguía oculta en las sombras.

Durante el canon, el padre De Soya olvidó a la misteriosa figura y logró concentrar toda su atención en la hostia que elevó en sus dedos romos.


Hoc est enim corpus meum
—pronunció claramente, sintiendo el poder de esas palabras y rogando por enésima vez que la sangre y misericordia del Salvador lavara los pecados de violencia que había cometido mientras era capitán de la flota.

Como de costumbre, sólo los gemelos Perell se acercaron a tomar la comunión. De Soya pronunció las palabras y les ofreció la Hostia. Resistió el impulso de mirar a la figura misteriosa.

La misa terminó casi en la oscuridad. El aullido del viento ahogó las últimas plegarias y respuestas. Esta pequeña iglesia no tenía electricidad —nunca la había tenido— y las diez velas fluctuantes de la pared no hacían mucho para disipar la penumbra. De Soya dio la bendición final y llevó el cáliz a la oscura sacristía, apoyándolo en el altar más pequeño. Pablo se apresuró a quitarse la sobrepelliz y ponerse su cazadora.

—¡Hasta mañana, padre!

—Sí, gracias, Pablo. No te olvides...

Demasiado tarde. El niño ya había salido corriendo hacia la fábrica de especias donde trabajaba con su padre y sus tíos. El polvo rijo enturbió el aire.

Normalmente el padre De Soya se habría quitado sus prendas para guardarlas en el baúl. Más tarde las habría llevado a la casa parroquial para lavarlas. Pero esta mañana se quedó en tunicela y estola, alba y cincho y amito. Intuía que las necesitaría, así como había necesitado su armadura durante las operaciones de abordaje en la campaña del Saco de Carbón.

La figura alta, aún sumida en las sombras, estaba en la puerta de la sacristía. El padre De Soya esperó, resistiendo el impulso de persignarse o de alzar una hostia como para protegerse contra vampiros o el demonio. Fuera, el aullido del viento se convirtió en alarido espectral.

La figura avanzó bajo la luz roja de la lámpara de la sacristía. De Soya reconoció a la capitana Marget Wu, asistente personal y enlace del almirante Marusyn, comandante de la flota de Pax. No, se corrigió De Soya: ahora era la almirante Marget Wu, aunque los galones del cuello apenas eran visibles en la luz roja.

—¿Padre capitán De Soya? —preguntó la almirante.

El jesuita lo negó con un lento gesto de cabeza. Eran sólo las siete y media de la mañana en ese mundo de veintitrés horas, pero ya se sentía cansado.

—Sólo padre De Soya —dijo.

—Padre capitán De Soya —repitió la almirante Wu, y esta vez el tono no era interrogativo—. Estoy aquí para convocarle al servicio activo. Tiene diez minutos para recoger sus pertenencias y acompañarme. La convocatoria es efectiva de inmediato.

Federico de Soya suspiró y cerró los ojos. Sentía ganas de gritar.
Por favor, Señor, aparta de mí este cáliz
. Cuando abrió los ojos, el cáliz todavía estaba en el altar y la almirante Marget Wu todavía esperaba.

—Sí —murmuró, y se quitó lentamente sus prendas consagradas.

Al tercer día de la muerte del papa Julio XIV, hubo movimiento en su nicho de resurrección. Los umbilicales y las sondas se retrajeron y replegaron. El cuerpo permaneció inmóvil, salvo por la ondulación del pecho desnudo. Luego sufrió un visible espasmo, gimió, se apoyó sobre un codo y se incorporó. La mortaja de seda y lino resbaló sobre la cintura del hombre desnudo.

El hombre se quedó sentado en el borde de la mesa de mármol, la cabeza entre las manos trémulas. Alzó los ojos cuando un panel secreto de la capilla de resurrección se abrió con un susurro. Un cardenal vestido de rojo atravesó el espacio mal iluminado con un murmullo de seda. Lo acompañaba un hombre alto y apuesto de cabello gris y ojos grises, vestido con un sencillo pero elegante traje de franela gris. A tres pasos del cardenal y del hombre de gris iban dos guardias suizos en uniforme medieval anaranjado y negro. No portaban armas.

El hombre desnudo pestañeó como si no soportara ni siquiera la mortecina luz de la penumbrosa capilla. Al fin focalizó los ojos.

—Lourdusamy —dijo el resucitado.

—Padre Duré —dijo el cardenal Lourdusamy. Llevaba un enorme cáliz de plata.

El hombre desnudo movió la lengua como si se hubiera despertado con mal gusto en la boca. Era un viejo de rostro enjuto, con ojos tristes y un cuerpo lleno de cicatrices. En su pecho relucían dos cruciformes rojos y tumescentes.

—Qué año es? —preguntó.

—El Año del Señor 3131 —dijo el cardenal.

El padre Paul Duré cerró los ojos.

—Cincuenta y siete años desde mi última resurrección. Doscientos setenta y nueve años desde la caída de los teleyectores. —Abrió los ojos y miró al cardenal—. Doscientos setenta años desde que me envenenaste, matando al papa Teilhard I.

El cardenal Lourdusamy lanzó una carcajada.

—Considerando que acabas de resucitar, te las apañas muy bien con la aritmética.

El padre Duré miró al alto hombre de gris.

—Albedo. ¿Vienes como testigo? ¿O para inspirar coraje a tu cobarde Judas?

El hombre alto calló. El obeso cardenal Lourdusamy apretó los finos labios.

—¿Tienes algo más que decir antes de regresar al infierno, antipapa?

—A ti no —murmuró el padre Duré, y cerró los ojos en una plegaria.

Los dos guardias suizos cogieron los delgados brazos del padre Duré. El jesuita no se resistió. Uno de los soldados le echó la cabeza hacia atrás, estirándole el cuello en un arco.

El cardenal Lourdusamy retrocedió un paso. De los pliegues de su manga de seda sacó un cuchillo con mango de cuerno. Mientras los soldados sostenían al pasivo Duré, cuya nuez de Adán parecía agrandarse, Lourdusamy movió el brazo en un fluido ademán. Brotó sangre de la carótida cortada de Duré.

Retrocediendo para no mancharse, Lourdusamy se guardó la daga en la manga, alzó el cáliz y recibió el palpitante chorro de sangre. Cuando el cáliz estuvo casi lleno y la sangre dejó de brotar, le hizo una seña al guardia suizo, quien soltó la cabeza del padre Duré.

El resucitado era nuevamente cadáver, la cabeza floja, los ojos cerrados, la boca abierta. El tajo de la garganta evocaba los labios pintarrajeados de una sonrisa siniestra. Los dos guardias suizos tendieron el cuerpo sobre la mesa y alzaron la mortaja. El hombre desnudo y muerto lucía pálido y vulnerable: la garganta cortada, el pecho cubierto de cicatrices, dedos largos y blancos, vientre pálido, genitales fláccidos, piernas raquíticas. La muerte —aun en una época de resurrección— no deja ninguna dignidad ni siquiera a quienes han vivido con mesura.

Mientras los soldados alzaban la bella mortaja, el cardenal Lourdusamy vertió la sangre del cáliz en los ojos del muerto, en su boca abierta, en la herida del puñal y en el pecho, el vientre y la entrepierna; el líquido escarlata tenía un color más intenso que la túnica del cardenal.


Sie aber seid nicht fleischlich, sondern geistlich
—dijo el cardenal Lourdusamy—. No estás hecho de carne, sino de espíritu.

El hombre alto lo interrogó con la mirada.

—Bach, ¿verdad?

—Desde luego —dijo el cardenal, dejando el cáliz vacío junto al cadáver. Los guardias suizos cubrieron el cuerpo con la mortaja de dos capas. La sangre empapó de inmediato la hermosa tela—.
Jesu, meine Freunde
—añadió Lourdusamy.

—Eso pensé —dijo el hombre más alto, mirando inquisitivamente al cardenal.

—Sí —convino el cardenal Lourdusamy—. Ahora.

El hombre de gris dio la vuelta al catafalco y se plantó detrás de los dos soldados, que terminaban de plegar la mortaja ensangrentada. Cuando los soldados se enderezaron y se alejaron de la mesa de mármol, el hombre de gris les apoyó las manos en la nuca. Los soldados abrieron los ojos y la boca, pero no tuvieron tiempo de gritar: al cabo de un segundo sus ojos y bocas abiertas ardieron con una luz incandescente, su tez se puso traslúcida, mostrando la llama anaranjada de sus cuerpos, y desaparecieron, se volatilizaron, se dispersaron en partículas más finas que la ceniza.

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