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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (3 page)

BOOK: El asedio
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Para el capitán Desfosseux, sin embargo, todo eso es relativo. O le importa poco. El resultado general del asedio a Cádiz, incluso el curso de la guerra de España, pesan menos en la balanza de sus sentimientos que el trabajo que realiza allí. Éste absorbe toda su imaginación y su talento. La guerra, a la que se dedica en serio desde hace poco tiempo —antes era profesor de Física en la escuela de Artillería de Metz—, consiste para él en la aplicación práctica de teorías científicas a las que, de un modo u otro, ahora de uniforme como antes de paisano, dedica la vida. Su arma, le gusta decir, es la tabla de cálculo y su pólvora la trigonometría. La ciudad y el espacio circundante que se extiende ante sus ojos no son objetivo a conquistar, sino desafío técnico. Esto último ya no lo dice en voz alta —le costaría un consejo de guerra—, pero lo piensa. La contienda privada de Simón Desfosseux no es un problema de insurrección nacional sino un problema de balística, donde el enemigo no son los españoles sino los obstáculos interpuestos por la ley de la gravedad, el rozamiento y temperatura del aire, la condición de los fluidos elásticos, la velocidad inicial y la parábola descrita por un objeto móvil —en este caso, una bomba— antes de alcanzar, o no, el punto al que intenta llegar con la adecuada eficacia. De mala gana, pero aceptando órdenes superiores, Desfosseux hizo amago de explicárselo hace un par de días a una comisión de visitantes españoles y franceses venidos de Madrid para comprobar la marcha del asedio.

Sonríe malicioso al recordar. Los comisionados vinieron en carruajes civiles desde El Puerto de Santa María, traqueteando por el camino que discurre a lo largo del río San Pedro: cuatro españoles y dos franceses, sedientos, cansados, con ganas de acabar aquello y temerosos de que el enemigo les diese la bienvenida con un cañonazo desde el fuerte de Puntales. Bajaron de los coches sacudiéndose el polvo de levitas, chaquetas y sombreros, mientras echaban ojeadas aprensivas alrededor, procurando sin demasiado éxito aparentar continente intrépido. Los españoles eran cargos oficiales del gobierno josefino; y los franceses, un secretario de la casa real y un jefe de escuadrón llamado Orsini, ayuda de campo del mariscal Víctor, que oficiaba de guía para los visitantes. Explicación sucinta del asunto, sugirió éste. Que los caballeros comprendan la importancia de la artillería en el asedio, y puedan contar en Madrid que las cosas, para hacerlas bien, deben hacerse despacio. Chi va piano, va lontano, añadió —además de corso, el edecán Orsini resultó ser un guasón—. Chi va forte, va a la morte. Etcétera. De manera que Desfosseux, captado el mensaje, se puso a ello. El problema, dijo recurriendo al profesor despierto bajo su uniforme, es similar al que se plantea al arrojar una piedra con la mano. Si no hubiera gravedad, la piedra seguiría una línea recta; pero la hay. Por eso los proyectiles empujados por la fuerza expansiva de la pólvora no siguen una trayectoria recta, sino parabólica, resultado del movimiento horizontal con velocidad constante que se les comunica en el momento de soltarlos, y de un movimiento vertical de caída libre que aumenta en proporción al tiempo que el proyectil está en el aire. ¿Me siguen? —era evidente que lo seguían a duras penas; pero, al ver asentir a un comisionado, Desfosseux resolvió incrementar la dosis—. La cuestión, caballeros, es conseguir la fuerza necesaria para que la piedra llegue lejos mientras reducimos al mínimo posible el tiempo que se encuentra en el aire. Porque el problema de nuestras piedras, señores, es que son bombas con mechas de retardo que tienen un tiempo límite para estallar, lleguen o no a su objetivo. Como dificultades añadidas tenemos el rozamiento del aire, el desvío por efecto del viento y todo lo demás: ejes verticales, distancias que aumentan con el cuadrado de los números enteros de acuerdo con la ley de la caída libre, etcétera. ¿Todavía me siguen? —comprobó con satisfacción que ya no lo seguía nadie—. En fin, ya saben. Cosas así.

—Pero ¿las bombas llegan a Cádiz o no llegan? quiso saber uno de los españoles, resumiendo el sentir general.

—En eso estamos, caballeros —Desfosseux miraba de reojo al ayudante Orsini, que había sacado un reloj del bolsillo y consultaba la hora—. En eso estamos.

Pegando un ojo al visor del micrómetro, el capitán de artillería contempla a Cádiz amurallada y blanca, resplandeciente entre las aguas verdiazules de la bahía. Cercana e inalcanzable —quizá otro hombre añadiría
como una mujer hermosa,
pero Simón Desfosseux no es de ésos—. En realidad, las bombas francesas llegan a diversos puntos de las líneas enemigas, incluida Cádiz; pero al límite de su alcance, y con frecuencia sin estallar siquiera. Ni los trabajos teóricos del capitán ni la aplicación y competencia de los veteranos artilleros imperiales han conseguido, hasta ahora, que las bombas sobrepasen las 2.250 toesas; distancia que, como máximo, permite llegar a las murallas de levante y la parte contigua de la ciudad, pero no más lejos. Y aun así, la mayor parte de esas bombas quedan inertes al haberse apagado la mecha de la espoleta durante el largo trayecto: una media de veinticinco segundos en el aire, entre disparo e impacto. Mientras que el ideal técnico acariciado por Desfosseux, el tormento que lo mantiene despierto de noche, haciendo cálculos a la luz de una vela, y el resto del día envuelto en una pesadilla de logaritmos, sería una bomba cuyo retardo fuese más allá de los cuarenta y cinco segundos, disparada por una pieza de artillería que permitiese sobrepasar las 3.000 toesas. Clavado en la pared de su barraca, junto a mapas, diagramas, tablas y hojas de cálculo, el capitán tiene un mapa de Cádiz donde registra los lugares de caída de las bombas: un punto rojo para las que estallan y un punto negro para las que caen apagadas. La cantidad de puntos rojos es desoladoramente escasa, agrupada además, como todos los puntos negros, en la parte oriental de la ciudad.

—A sus órdenes, mi capitán.

El teniente Bertoldi acaba de subir a la atalaya. Desfosseux, que sigue mirando por el micrómetro y mueve la ruedecilla de cobre calculando altura y distancia de las torres de la iglesia del Carmen, se aparta del visor y mira a su ayudante.

—Malas noticias de Sevilla —dice—. A alguien se le fue la mano con el estaño al fundir los obuses de a nueve.

Bertoldi arruga la nariz. Es un italiano pequeño, barrigón, de patillas rubias y expresión alegre. Piamontés, con cinco años de servicio en la artillería imperial. En torno a Cádiz, los sitiadores no hablan sólo la lengua francesa. Hay allí italianos, polacos y alemanes, entre otros. Sin contar las tropas auxiliares españolas que prestaron juramento al rey José.

—¿Accidente o sabotaje?

—El coronel Fronchard dice que es sabotaje. Pero ya conoce al individuo... No me fío.

Sonríe a medias Bertoldi, lo que suele dar un aire juvenil y simpático a su rostro. A Desfosseux le cae bien el ayudante, a pesar de su afición excesiva al vino de Jerez y a las
señoritas
de El Puerto de Santa María. Llevan juntos desde que cruzaron los Pirineos hace un año, después del desastre de Bailén. A veces, cuando a Bertoldi se le va la mano con la botella, lo tutea por descuido, amistoso. Desfosseux nunca lo reconviene por ello.

—Yo tampoco, mi capitán. Al director español de la fundición, el coronel Sánchez, no le permiten acercarse a los hornos... Todo lo vigila Fronchard directamente.

—Pues se ha quitado la responsabilidad de encima por la vía rápida. El lunes hizo fusilar a tres operarios españoles.

Se acentúa la sonrisa de Bertoldi, que hace ademán de sacudirse las manos.

—Asunto resuelto, entonces.

—Exacto —asiente Desfosseux, cáustico—. Y nosotros, sin los obuses.

Bertoldi alza un dedo objetor.

—Cuidado. Todavía tenemos a Fanfán.

—Sí. Pero no es suficiente.

Mientras habla, el capitán echa un vistazo por la tronera lateral hacia un reducto cercano, protegido por cestones y taludes de tierra, donde hay un enorme cilindro de bronce inclinado cuarenta y cinco grados y cubierto por una lona: Fanfán, para los amigos. Se trata —el nombre se lo puso Bertoldi regándolo con manzanilla de El Puerto— del prototipo de un obús mortero Villantroys-Ruty de 10 pulgadas, capaz de poner bombas de 80 libras de peso en las murallas orientales de Cádiz, pero ni una toesa más allá, de momento. Eso, con viento a favor. Cuando sopla poniente, los proyectiles sólo asustan a los peces de la bahía. Sobre el papel, los obuses fundidos en Sevilla se habrían beneficiado de las pruebas y cálculos efectuados con Fanfán. Ahora no hay modo de comprobarlo, al menos durante cierto tiempo.

—Confiemos en él —propone Bertoldi, resignado.

Desfosseux mueve la cabeza.

—Confío, ya lo sabe. Pero Fanfán tiene sus límites... Y yo también.

El teniente lo observa, y Desfosseux sabe que le está calibrando las ojeras. Su mentón mal afeitado tampoco ayuda mucho, se teme. A su imagen marcial.

—Debería dormir un poco más.

—Y usted —una mueca cómplice suaviza el tono severo de Desfosseux— debería ocuparse de sus asuntos.

—El asunto me compete, mi capitán. Tendré que vérmelas directamente con el coronel Fronchard, si usted enferma... Antes de que eso ocurra, me paso al enemigo. Nadando. Ya sabe que en Cádiz viven mejor que nosotros.

—Voy a hacer que lo fusilen, Bertoldi. Personalmente. Después bailaré sobre su tumba.

En el fondo, Desfosseux sabe que el revés de Sevilla no cambia mucho las cosas. El tiempo que lleva frente a Cádiz le permite concluir que, por las especiales condiciones del asedio, ni cañones convencionales ni obuses sirven para batir la plaza de modo conveniente. Él mismo, tras estudiar situaciones similares como el asedio de Gibraltar de 1782, es partidario de utilizar morteros de grueso calibre; pero ningún superior comparte la idea. El único al que tras muchos esfuerzos había logrado convencer, el comandante de la artillería, general Alexandre Hureau, barón de Senarmont, ya no está allí para apoyarlo. Distinguido en Marengo, Friedland y Somosierra, el general estaba demasiado seguro de sí mismo y despreciaba a los españoles —
manolos
los llamaba, como todos los franceses— hasta el extremo de que, durante una inspección a la batería Villatte, situada en el frente de la isla de León por el lado de Chiclana, se empeñó en probar unos nuevos afustes en compañía del coronel Dejermon, el capitán Pindonell, jefe de la batería, y el propio Simón Desfosseux, adscrito a la comitiva. El general exigió que los siete cañones del puesto hicieran fuego contra las líneas españolas, concretamente en dirección a la batería de Gallineras; y al argumentar Pindonell que eso atraería el fuego enemigo, que allí era potente, el general, que se las daba de artillero bravo, se quitó el sombrero y dijo que exactamente en él iba a recoger cada granada de Manolo que llegara.

—Así que dispare de una vez y no discuta —ordenó.

Pindonell, obediente, ordenó fuego. Y lo cierto es que Hureau erró el cálculo del sombrero por sólo unas pulgadas: el primer cañonazo que vino como respuesta reventó entre él, Pindonell y el coronel Dejermon, llevándoselos a todos por delante. Desfosseux se salvó porque se encontraba algo más lejos, buscando un lugar discreto donde orinar, junto a unos cestones llenos de tierra que amortiguaron los efectos. Los tres muertos fueron enterrados en la ermita chiclanera de Santa Ana, y con el barón de Senarmont bajó a la tumba la esperanza del capitán Desfosseux de que Cádiz fuese batida con morteros. Dejándole, al menos, el consuelo de poder contarlo.

—Una paloma —apunta el teniente Bertoldi.

Desfosseux escruta el cielo en la dirección que indica su ayudante. Es cierto. Volando en línea recta desde Cádiz, el ave acaba de cruzar la bahía, pasa de largo sobre el discreto palomar dispuesto junto a la barraca de los artilleros y sobrevuela la costa en dirección a Puerto Real.

—No es de las nuestras.

Los dos militares se miran, y luego el ayudante aparta la vista con una sonrisa de inteligencia. Bertoldi es el único con quien Desfosseux comparte secretos profesionales. Uno de ellos es que sin palomas mensajeras sería imposible poner puntos rojos y negros en el mapa de Cádiz.

Los barcos de los cuadros enmarcados en las paredes y los modelos a escala protegidos por vitrinas parecen navegar en la penumbra del pequeño gabinete amueblado de caoba, alrededor de la mujer que escribe en su mesa de trabajo, en el rectángulo iluminado por un estrecho rayo de sol que entra por las cortinas casi cerradas de una ventana. Esa mujer se llama Lolita Palma y tiene treinta y dos años: edad en la que cualquier gaditana medianamente lúcida ha perdido toda esperanza de casarse. En cualquier caso, el matrimonio no es, desde hace tiempo, una de sus principales preocupaciones; ni siquiera forma parte de ellas. Son otras cosas las que la inquietan. La hora de la marea en segunda alta, por ejemplo. O las andanzas de un falucho corsario francés que suele operar entre Rota y la ensenada de Sanlúcar. Todo eso tiene que ver hoy con la arribada inminente que un empleado de la casa, de guardia en el mirador situado en la terraza, sigue con un telescopio desde que la torre Tavira anunció velas hacia poniente: un barco con toda la lona arriba, embocando la bahía dos millas al sur de los bajos de Rota. Podría tratarse del
Marco Bruto,
bergantín de 280 toneladas y cuatro cañones: dos semanas de retraso en viaje de vuelta de Veracruz y La Habana con carga prevista de café, cacao, palo de tinte y caudales por valor de 15.300 pesos, inscrito su nombre en la inquietante cuádruple columna que registra las incidencias de los barcos vinculados al comercio de la ciudad:
retrasados, sin noticias, desaparecidos, perdidos.
A veces, seguido el nombre puesto en una de las dos últimas columnas por un comentario definitivo e inapelable:
con toda su tripulación.

Lolita Palma inclina la cabeza sobre la hoja de papel en la que escribe una carta en inglés, deteniéndose a consultar las cifras anotadas en una de las páginas de un grueso libro de cambios, pesos y medidas comerciales que tiene abierto sobre la mesa junto al tintero, un cubilete de plata con un manojo de plumas bien cortadas, la salvadera y útiles de lacrar. Trabaja apoyándose sobre una carpeta de cuero que perteneció a su padre, que conserva las iniciales
TP:
Tomás Palma. La carta, encabezada por la razón social de la familia —Palma e Hijos, constituida ante escribano en Cádiz el año 1754—, está dirigida a un corresponsal en los Estados Unidos de América, y en ella se enumeran ciertas irregularidades en un cargamento de 1.210 fanegas de harina que tardó cuarenta y cinco días en hacer la travesía de Baltimore a Cádiz en las bodegas de la goleta
Nueva Soledad,
llegada a puerto hace una semana, y cuya carga ha sido ya reexpedida en otros buques para las costas de Valencia y Murcia, donde el hambre aprieta y la harina se cotiza a precio de oro molido.

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