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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (7 page)

BOOK: El asedio
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—Adiós. Buenos días.

Camina por el centro, erguida la barbilla. Taconeando serena. Es su calle y su ciudad. Viste de gris muy oscuro, con la simple nota de color de una mantilla de franela guarnecida con cinta de tablero azul. Bolso pequeño a juego. La mantilla, el cabello recogido en la nuca y peinado en los rizos de las sienes, además de unos zapatos de lino pasados de plata, son la única concesión que hace al paseo; el vestido es uno sencillo, cómodo, en extremo correcto, que usa para trabajar y recibir en el despacho. A estas horas suele estar allí, pero ha salido para una gestión financiera delicada: letras de cambio dudosas, adquiridas tres semanas atrás, que hace una hora negoció felizmente en la caja de San Carlos, con la comisión adecuada. Los guantes, las medias y los encajes de La Moda Española, antigua Moda de París, son una forma de celebrarlo. Discreta. Como todo cuanto piensa y hace.

—Enhorabuena por el
Marco Bruto.
He leído en el
Vigía
que llegó sin novedad.

Es su cuñado Alfonso. De la casa Solé y Asociados: paño inglés y mercancías de Gibraltar. Altanero y frío como de costumbre, levita color nuez y chaleco malva, medias de seda, bastón de caña de Indias. Sombrero que no se quita, limitándose a tocar el ala con dos dedos y levantarlo una pulgada. A Lolita Palma se le antoja tan poco simpático ahora como hace seis años, cuando se casó con su hermana Caridad. Entre ellos, las relaciones familiares sólo son llevaderas. Visitas a la madre una vez por semana, y poco más. La dote de 90.000 pesos que le concedió su difunto suegro nunca satisfizo del todo a Alfonso Solé; y tampoco agradó a los Palma el modo en que ese dinero fue invertido, con torpe criterio y escaso beneficio. Aparte algún otro desacuerdo comercial, los distancia también un contencioso sobre una finca en Puerto Real a la que Alfonso cree tener derecho por matrimonio. El asunto se planteó sobre el testamento de Tomás Palma, y anda en manos de notarios y abogados, pleitos tengas, aunque la guerra lo deje todo en suspenso.

—Llegó, gracias a Dios. Dábamos por perdida la carga.

Sabe que a Alfonso le importa poco la suerte del
Marco Bruto:
vería con indiferencia que el barco estuviese en el fondo del mar o en un puerto francés. Pero se trata de Cádiz, y las maneras cuentan. De algo hay que hablar, aunque sea brevemente, cuando dos cuñados se encuentran en la calle Ancha, a la vista de toda la ciudad. Ningún negocio se sostiene aquí sin confianza y respeto social; y también ésos los dan las formas, o los quitan.

—¿Cómo está Cari?

—Bien, gracias. Te veremos el viernes.

Se toca de nuevo Alfonso el sombrero y camina calle abajo, tras despedirse. Seco y tieso hasta la punta del bastón. Tampoco con su hermana Caridad tiene Lolita Palma relaciones cordiales. Nunca las tuvo, ni cuando eran niñas. La considera perezosa y egoísta, aficionada en exceso a vivir del esfuerzo ajeno. Ni siquiera las muertes del padre y de Francisco de Paula, el hermano, lograron acercarlas: duelo, luto y cada una por su lado. Ahora la madre es el único vínculo, aunque éste sea más formal, o social, que otra cosa; visita semanal a la casa de la calle del Baluarte, chocolate, café y merienda, sin otra conversación que una insípida charla sobre el estado del tiempo, las bombas de los franceses y las macetas de los balcones. Sólo cuando llega el primo Toño, un solterón jovial y simpático, se anima el ambiente. El matrimonio con Alfonso Solé —ambicioso y de relativos escrúpulos, padre importador de paño para los cuerpos de voluntarios locales, madre altanera y estúpida— acentúa las distancias. Ni Caridad ni su marido perdonaron nunca a Tomás Palma la negativa a permitir que el yerno interviniese en la empresa familiar, ni tampoco que zanjase los derechos de su hija menor con una simple dote y la casa de la calle Guanteros donde ahora viven los Solé: espléndida vivienda de tres plantas tasada en 350.000 reales. Con eso van que arden, decía el padre. En cuanto a mi hija Lolita, ésa tiene todo lo necesario para salir adelante. Mírenla. Lista y tenaz. Se basta sola y me fío de ella como de nadie; sabe cómo ganar dinero y sabe cómo no perderlo. Desde niña. Si un día decide casarse, no pasará el día leyendo novelas, o de cháchara en las confiterías mientras se desloma su marido. Creedme. Ella es de otra pasta.

—Siempre tan guapa, Lolita. Me alegro de verte... ¿Cómo sigue tu madre?

Emilio Sánchez Guinea tiene el sombrero en una mano y un grueso paquete de correspondencia y documentos en la otra: sexagenario, rechoncho, pelo blanco y escaso. Mirada sagaz. Viste a la inglesa, con doble cadena de reloj entre los botones y los bolsillos del chaleco, y tiene el punto apenas perceptible, un tanto fatigado, habitual entre los comerciantes de cierta edad y posición. En Cádiz, donde no existe peor inconveniencia social que el ocio injustificado, es de buen tono un levísimo toque de desaliño —corbata o corbatín ligeramente flojos, algunas arrugas en la ropa de buen corte y excelente calidad— que revela una intensa y honorable jornada laboral.

—Ya sé que ese barco llegó al fin. Un alivio para todos.

Se trata de un viejo y querido amigo, de toda confianza. Compañero de estudios del difunto Tomás Palma, asociado a la firma familiar en numerosas operaciones comerciales, también con Lolita comparte riesgos y negocios. Incluso aspiró hace algún tiempo a tenerla de nuera, casándola con su hijo Miguel, hoy asociado con él y esposo feliz de otra joven gaditana. La falta de alianza familiar nunca alteró las buenas relaciones entre las casas Palma y Sánchez Guinea. Fue don Emilio quien aconsejó a la joven en sus primeros pasos comerciales, a la muerte del padre. Todavía lo hace, cuando ésta se acoge a su opinión y experiencia.

—¿Vas a tu casa?

—A la librería de Salcedo. Quiero ver si han llegado unos encargos.

—Te acompaño.

—Tendrá cosas más importantes que hacer.

Ríe jovial el viejo comerciante.

—Cuando te veo las olvido todas. Vamos.

Le da el brazo. De camino comentan la situación general, el estado de algún asunto cuyo interés comparten. La insurrección americana complica mucho las cosas. Más, incluso, que el asedio francés. La exportación de géneros al otro lado del Atlántico ha disminuido de modo alarmante, la llegada de caudales es mínima, falta metálico, y algunos caen en la trampa de invertir en vales reales que luego resulta difícil convertir en dinero. Sin embargo, Lolita Palma logra compensar la falta de liquidez con nuevos mercados: harina y algodón de Estados Unidos, recientes exportaciones a Rusia y la buena situación de la ciudad como depósito de mercancías en tránsito se completan con prudentes inversiones en letras de cambio y riesgos marítimos; especialidad esta última de la casa Sánchez Guinea, a cuyas operaciones suele asociarse la firma Palma e Hijos mediante anticipos de capital para viajes comerciales por mar, con reembolso que incluye interés, premio o prima.

Un instrumento financiero, éste, que la experiencia y sentido común de don Emilio hacen muy rentable, en una ciudad siempre necesitada de dinero en efectivo.

—Hay que hacerse a la idea, Lolita: algún día acabará la guerra, y entonces surgirán los verdaderos problemas. Cuando los mares se despejen será demasiado tarde. Nuestros compatriotas americanos se han acostumbrado a comerciar directamente con yanquis e ingleses. Y nosotros aquí, mientras tanto, regateándoles lo que pueden coger con su propia mano... El desbarajuste de España les permite comprender que no nos necesitan.

Lolita Palma camina cogida de su brazo, calle Ancha adelante. Se suceden portales amplios, buenas tiendas, casas de comercio. La platería de Bonalto tiene, como de costumbre, mucha clientela en el interior. Más corros de gente, nuevos saludos de transeúntes y conocidos. La doncella camina detrás, con los paquetes. Es la joven Mari Paz; la que canta coplas con linda voz mientras riega las macetas.

—Podremos recuperarnos, don Emilio... América es muy grande, y el idioma y la cultura no se rompen con facilidad. Siempre seguiremos allí. Y también hay nuevos mercados. Fíjese en los rusos... Si el zar declara la guerra a Francia, necesitarán de todo.

Mueve la cabeza el otro, escéptico. Son muchos años, dice. Y muchas canas. Esta ciudad ha perdido su fuerza, añade. Su razón de ser. Cuando en 1778 pusieron fin al monopolio del comercio con ultramar, se firmó la sentencia. Digan lo que digan, la autonomía de los puertos americanos es irreversible. A esos criollos ya no los sujeta nadie. Para Cádiz, las crisis sucesivas y la guerra son clavos en la tapa del ataúd.

—No sea cenizo, don Emilio.

—¿Cenizo? ¿Cuántos desastres ha vivido la ciudad?... La guerra colonial de Inglaterra acabó perjudicándonos mucho. Luego vino la nuestra con la Francia revolucionaria, seguida por la guerra con Inglaterra... Ahí fue donde nos hundimos de verdad. La paz de Amiens trajo más especulación que negocio real: acuérdate de aquellas casas francesas de toda la vida, yéndose aquí al diablo... Después tuvimos la otra guerra con los ingleses, el bloqueo y la guerra con Francia... ¿Cenizo dices, hija mía?... Hace veinticinco años que vamos de la sartén a las brasas.

Sonríe Lolita Palma, oprimiéndole dulcemente el brazo.

—No quería ofenderlo, amigo mío.

—Tú no ofendes nunca, hija. Faltaría más.

En la esquina con la calle de la Amargura, junto a la embajada británica, hay una oficina comercial y un pequeño café frecuentado por extranjeros y oficiales de marina. El barrio está lejos de la muralla oriental, donde caen las bombas, y ninguna ha llegado nunca hasta aquí. Relajados, aprovechando el buen tiempo, algunos ingleses están en la puerta, leyendo periódicos viejos en su idioma: patillas rubias, chalecos atrevidos. Un par de casacas rojas de militares.

—Fíjate en nuestros aliados —Sánchez Guinea baja la voz—. Acosando a la Regencia y a las Cortes para que levanten todas las restricciones a su libre comercio con América. Buscando su avío, como suelen, y fieles a su política de no consentir nunca un buen gobierno en ningún lugar de Europa... Con Wellington en la Península matan tres pájaros de un tiro: se aseguran Portugal, desgastan a Napoleón y de paso nos ponen en deuda para cobrársela luego. Esta alianza va a costarnos un ojo de la cara.

Lolita Palma indica el bullicio que los rodea: corrillos, paseantes, tiendas abiertas. Acaba de llegar un paquete del
Diario Mercantil
al puesto de periódicos que está a mitad de la calle, y los compradores se arremolinan quitándoselos de las manos al vendedor.

—Quizás. Pero vea la ciudad... Hierve de vida, de negocios.

—Todo humo, hija mía. Forasteros que se irán en cuanto acabe el bloqueo y volvamos a ser los sesenta mil de siempre. ¿Qué harán entonces los que ahora suben los alquileres y triplican el precio de un bistec?... ¿Los que han hecho su negocio de la penuria ajena?... Esto que vemos son migajas para hoy, y hambre para mañana.

—Pero las Cortes trabajan.

Las Cortes, gruñe sin disimulo el viejo comerciante, están en otro mundo. Constitución, monarquía, Fernando VII. Nada de ello tiene que ver con el asunto. En Cádiz se anhela la libertad, por supuesto. Y el progreso de los pueblos. A fin de cuentas, el comercio se basa en eso. Pero con nuevas leyes o sin ellas, establecido si el derecho de los reyes tiene origen divino o son depositarios de una soberanía nacional, la situación será la misma: los puertos americanos en manos de otros y Cádiz en la ruina. Cuando pase el sarampión constituyente, mugirán las vacas flacas.

Ríe Lolita Palma, afectuosa. Es la suya una risa grave, sonora. Una risa joven. Sana.

—Siempre lo tuve a usted por liberal...

Sin soltarla del brazo, Sánchez Guinea se para en mitad de la calle.

—Y por Dios que lo soy —dirige furibundas miradas alrededor, cual si buscase a alguien que lo ponga en duda—. Pero de los que ofrecen trabajo y prosperidad... La simple euforia política no da de comer. Ni a mi familia, ni a nadie. Estas Cortes son todo pedir y poco dar. Fíjate en el millón de pesos que nos exigen a los comerciantes de la ciudad para el esfuerzo de guerra. ¡Después de lo que nos han sacado ya!... Mientras tanto, un consejero de Estado se embolsa cuarenta mil reales al mes, y un ministro ochenta mil.

Prosiguen camino. La librería de Salcedo está cerca, entre las varias que hay en las plazuelas de San Agustín y del Correo. Allí se demoran un poco ante los cajones y vitrinas. En la tienda de libros de Navarro hay expuestos algunos en rústica, intonsos, y dos volúmenes grandes, bellamente encuadernados, abierto uno por la página del título:
Historia de la conquista de México,
de Antonio de Solís.

—Con este panorama —prosigue Sánchez Guinea— más vale reunir dinero e invertirlo en valores seguros. Me refiero a casas, bienes inmuebles, tierras... Reservar efectivo para lo que siga estable cuando la guerra pase. El comercio como se entendía en tiempos de tu abuelo, o de tu padre y yo, no volverá nunca... Sin América, Cádiz no tiene sentido.

Lolita Palma mira el escaparate. Demasiada conversación, se dice. De todo aquello han hablado antes cien veces, y su interlocutor no es hombre que pierda el tiempo en horas de trabajo. Para don Emilio, cinco minutos sin ganancia son cinco minutos perdidos. Y llevan quince de charla.

—Usted le está dando vueltas a algo.

Por un momento teme una propuesta sobre contrabando, de las que ha rechazado tres en los últimos meses. Nada espectacular, sabe de sobra. Ni grave. El contrabando es aquí una forma de vida usual desde los primeros galeones de Indias. Otra cosa es lo que ciertos negociantes sin escrúpulos hacen desde que empezó el bloqueo, mercadeando con las zonas ocupadas por los franceses. La casa Sánchez Guinea está lejos de ensuciar su reputación con tales mañas; pero a veces, en el margen difuso que dejan la guerra y las leyes vigentes, algunas de sus mercaderías pasan por la Puerta de Mar sin pagar derechos aduaneros. A eso lo llaman en Cádiz, entre gente respetable, trabajar con la mano izquierda.

—Sea bueno y dígamelo de una vez.

El comerciante mira la vitrina, aunque ella sabe que la historia de la conquista de México lo tiene sin cuidado. Y se toma su tiempo. Creo que estás haciéndolo muy bien, apunta al cabo de un instante. Reduces gastos y lujo, Lolita. Eso es inteligente. Sabes que la prosperidad no durará siempre. Has conseguido mantener lo más difícil en esta ciudad: el crédito. Tu abuelo y tu padre estarían orgullosos. Qué digo. Lo estarán, viéndote desde el cielo. Etcétera.

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