El asedio (2 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Igual que la otra —añade la comadre.

Ha bajado la falda sobre las piernas de la muchacha y se incorpora, sacudiéndose la arena. Después coge la toquilla de la muerta, que estaba tirada cerca, y le cubre la espalda, ahuyentando el enjambre de moscas posado en ella. Es una prenda de bayeta parda, tan modesta como el resto de la ropa. La chica ha sido identificada como sirvienta de un ventorrillo situado junto al camino del arrecife, a medio trecho entre la Puerta de Tierra y la Cortadura. Salió ayer por la tarde, a pie y todavía con luz, camino de la ciudad para visitar a su madre enferma.

—¿Qué hay del mendigo, señor comisario?

Tizón se encoge de hombros mientras la tía Perejil lo mira inquisitiva. Es mujerona grande, robusta, más estragada de vida que de años. Conserva pocos dientes. Raíces grises asoman bajo el tinte que oscurece las crenchas grasientas del pelo, recogidas en un pañuelo negro. Lleva un manojo de medallas y escapularios al cuello y un rosario colgado de un cordoncito en la cintura.

—¿Tampoco ha sido él?... Pues gritaba como si lo fuera.

El comisario mira a la partera con dureza y ésta aparta la vista.

—Ten la boca cerrada, no sea que también grites tú.

La tía Perejil recoge trapo. Conoce a Tizón desde hace tiempo, suficiente para saber cuándo no está de humor para confianzas. Y hoy no lo está.

—Perdone, don Rogelio. Hablaba en broma.

—Pues las bromas se las gastas a la puerca de tu madre, si te la topas en el infierno —Tizón mete dos dedos en un bolsillo del chaleco y saca un duro de plata, arrojándoselo—. Largo de aquí.

Al marcharse la mujer, el comisario mira alrededor por enésima vez en lo que va de día. El levante borró las huellas de la noche. De cualquier manera, las idas y venidas desde que un arriero encontró el cadáver y dio aviso en la venta cercana, han terminado por embarullar lo que pudiera haber quedado. Durante un rato permanece inmóvil, atento a cualquier indicio que se le haya podido escapar, y al cabo desiste, desalentado. Sólo una huella prolongada, un ancho surco en uno de los lados de la duna, donde crecen unos pequeños arbustos, llama un poco su atención; así que camina hasta allí y se pone en cuclillas para estudiarlo mejor. Por un instante, en esa postura, tiene la sensación de que ya ocurrió otra vez. De haberse visto a sí mismo, antes, viviendo aquella situación. Comprobando huellas en la arena. Su cabeza, sin embargo, se niega a establecer con claridad el recuerdo. Quizá sólo sea uno de esos sueños raros que luego se parecen a la vida real, o aquella otra certeza inexplicable, fugacísima, de que lo que a uno le sucede ya le ha sucedido antes. El caso es que acaba por incorporarse sin llegar a conclusión alguna, ni sobre la sensación experimentada ni sobre la huella misma: un surco que puede haber sido hecho por un animal, por un cuerpo arrastrado, por el viento.

Cuando pasa junto al cadáver, de regreso, el levante que revoca al pie de la duna ha removido la falda de la muchacha muerta, descubriendo una pierna desnuda hasta la corva. Tizón no es hombre de ternuras. Consecuente con su áspero oficio, y también con ciertos ángulos esquinados de su carácter, considera desde hace tiempo que un cadáver es sólo un trozo de carne que se pudre, lo mismo al sol que a la sombra. Material de trabajo, complicaciones, papeleo, pesquisas, explicaciones a la superioridad. Nada que a Rogelio Tizón Peñasco, comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, con cincuenta y tres años cumplidos —treinta y dos de servicio como perro viejo y callejero—, lo desasosiegue más allá de lo cotidiano. Pero esta vez el encallecido policía no puede esquivar un vago sentimiento de pudor. Así que, con la contera del bastón, devuelve el vuelo de la falda a su sitio y amontona un poco de arena sobre él para impedir que se alce de nuevo. Al hacerlo, descubre semienterrado un fragmento de metal retorcido y reluciente, en forma de tirabuzón. Se agacha, lo coge y lo sopesa en la mano, reconociéndolo en el acto. Es uno de los trozos de metralla que se desprenden de las bombas francesas al estallar. Los hay por toda Cádiz. Éste vino volando, sin duda, desde el patio de la venta del Cojo, donde una de esas bombas cayó hace poco.

Tira al suelo el fragmento y camina hasta la tapia encalada de la venta, donde aguarda un grupo de curiosos mantenido a distancia por dos soldados y un cabo que el oficial de la garita de San José mandó a media mañana a petición de Tizón, seguro de que un par de uniformes a la vista imponen más respeto. Son criados y mozas de los ventorros cercanos, muleros, conductores de calesas y tartanas con sus pasajeros, algún pescador, mujeres y chiquillos del lugar. Delante de todos ellos, algo adelantado en uso del doble privilegio que le confiere ser propietario de la venta y haber dado aviso a la autoridad tras el hallazgo del cadáver, está Paco el Cojo.

—Dicen que no ha sido el de ahí dentro —comenta el ventero cuando Tizón llega a su altura.

—Dicen bien.

El mendigo rondaba hace tiempo el lugar, y la gente de los ventorrillos lo señaló al aparecer la chica muerta. Fue el mismo Cojo quien lo encañonó con una escopeta de caza, reteniéndolo hasta la llegada de los policías y sin permitir que lo maltrataran mucho: apenas unas bofetadas y culatazos. Ahora la decepción es visible en los rostros de todos; en especial los muchachos, que ya no tienen a quién arrojar las piedras con que se habían provisto los bolsillos.

—¿Está usted seguro, señor comisario?

Tizón no se molesta en contestar. Contempla la parte de tapia destruida por el impacto de artillería francés. Pensativo.

—¿Cuándo cayó la bomba, camarada?

Paco el Cojo se pone a su lado: los pulgares metidos en la faja, respetuoso y con cierta prevención. También él conoce al comisario, y sabe que lo de
cantarada
es una simple fórmula que puede volverse peligrosa en boca de alguien como él. Por lo demás, el Cojo no ha renqueado nunca, pero sí su abuelo; y en Cádiz los apodos se heredan con más certeza que el dinero. También los oficios. El Cojo tiene las patillas blancas y un pasado marinero y contrabandista de dominio público, sin excluir el presente. Tizón sabe que el sótano de la venta está abarrotado de géneros de Gibraltar, y que las noches de mar tranquila y viento razonable, a oscuras, la playa se anima con siluetas de botes y sombras que van y vienen alijando fardos. Hasta ganado meten, a veces. De cualquier modo, mientras el Cojo siga pagando lo que corresponde a aduaneros, militares y policías —incluido el propio Tizón— por mirar hacia otra parte, lo que en aquella playa se trajine seguirá sin traer problemas a nadie. Otra cosa sería que el ventero se pasara de listo o ambicioso, sisando de sus obligaciones, o que contrabandease para el enemigo, como hacen algunos en la ciudad y fuera de ella. Pero de eso no hay constancia. Y a fin de cuentas, desde el castillo de San Sebastián al puente de Zuazo, allí todo el mundo se trata de antiguo. Incluso con la guerra y el asedio sigue valiendo lo de vive y deja vivir. Eso incluye a los franceses, que llevan tiempo sin atacar en serio y se limitan a tirar de lejos, como para llenar el expediente.

—La bomba cayó ayer por la mañana, sobre las ocho —explica el ventero, indicando la bahía hacia el este—. Salió de allí enfrente, de la Cabezuela. Mi mujer estaba tendiendo ropa y vio el fogonazo. Luego vino el estampido, y al momento reventó ahí detrás.

—¿Hizo daño?

—Muy poco: ese trozo de tapia, el palomar y algunas gallinas... Más grande fue el susto, claro. A mi mujer le dio un soponcio. Treinta pasos más cerca y no lo contamos.

Tizón se hurga entre los dientes con una uña —tiene un colmillo de oro en el lado izquierdo de la boca— mientras mira hacia la lengua de mar de una milla de anchura que en ese lugar separa el arrecife —éste forma península con la ciudad de Cádiz, con playas abiertas al Atlántico a un lado, y a la bahía, el puerto, las salinas y la isla de León por el otro— de la tierra firme ocupada por los franceses. El viento de levante mantiene limpio el aire, permitiendo distinguir a simple vista las fortificaciones imperiales situadas junto al caño del Trocadero: Fuerte Luis a la derecha, a la izquierda los muros medio arruinados de Matagorda, y algo más arriba, y atrás, la batería fortificada de la Cabezuela. —¿Han caído más bombas por esta parte?

El Cojo niega con la cabeza. Luego señala hacia el mismo arrecife, a uno y otro lado de la venta.

—Algo cae por la parte de la Aguada, y mucho en Puntales: allí les llueve a diario y viven como topos... Aquí es la primera vez.

Asiente Tizón, distraído. Sigue mirando hacia las líneas francesas con los párpados entornados a causa del sol que reverbera en la tapia blanca, en el agua y las dunas. Calculando una trayectoria y comparándola con otras. Es algo en lo que nunca había pensado. Sabe poco de asuntos militares y bombas, y tampoco está seguro de que se trate de eso. Sólo una corazonada, o sensación vaga. Un desasosiego particular, incómodo, que se mezcla con la certeza de haber vivido aquello antes, de un modo u otro. Como una jugada sobre un tablero —la ciudad— que ya se hubiera ejecutado sin que Tizón reparase en ella. Dos peones, en suma, con el de hoy. Dos piezas comidas. Dos muchachas.

Puede haber relación, concluye. Él mismo, sentado ante una mesa del café del Correo, ha presenciado combinaciones más complejas. Incluso las ejecutó en persona, tras idearlas, o les hizo frente al desarrollarlas un adversario. Intuiciones como relámpagos. Visión súbita, inesperada. Una plácida disposición de piezas, un juego apacible; y de pronto, agazapada tras un caballo, un alfil o un peón cualquiera, la Amenaza y su Evidencia: el cadáver al pie de la duna, espolvoreado por la arena que arrastra el viento. Y planeando sobre todo ello como una sombra negra, ese vago recuerdo de algo visto o vivido, él mismo arrodillado ante las huellas, reflexionando. Si sólo pudiera recordar, se dice, sería suficiente. De pronto siente la urgencia de regresar tras los muros de la ciudad para hacer las indagaciones oportunas. De enrocarse mientras piensa. Pero antes, sin decir palabra, regresa junto al cadáver, busca en la arena el tirabuzón metálico y se lo mete en el bolsillo.

A la misma hora, tres cuartos de legua al este de la venta del Cojo, Simón Desfosseux, capitán adjunto al estado mayor de artillería de la 2.a división del Primer Cuerpo del ejército imperial, soñoliento y sin afeitar, maldice entre dientes mientras numera y archiva la carta que acaba de recibir de la Fundición de Sevilla. Según informa el supervisor de la fábrica de cañones andaluza, coronel Fronchard, los defectos de tres obuses de 9 pulgadas recibidos por las tropas que asedian Cádiz —el metal se agrieta a los pocos disparos— se deben a un sabotaje realizado en su proceso de fundición: una deliberada aleación incorrecta, que termina produciendo fracturas de las que en jerga artillera son conocidas como escarabajos y cavernas. Dos operarios y un capataz, españoles, fueron fusilados por Fronchard hace cuatro días, al descubrirse el hecho; pero eso no le sirve de consuelo al capitán Desfosseux. Tenía puestas ciertas esperanzas en los obuses ahora inutilizados. Y lo que es más grave: esas expectativas eran compartidas por el mariscal Víctor y demás mandos superiores, que ahora lo apremian para que solucione un problema que no está en su mano solucionar.

—¡Batidor!

—A la orden.

—Avise al teniente Bertoldi. Estaré arriba, en la torre.

Apartando la manta vieja que cubre la entrada de su barraca, el capitán Desfosseux sale al exterior, sube por la escala de madera que conduce a la parte superior del puesto de observación y se queda mirando la ciudad lejana a través de una tronera. Lo hace con la cabeza descubierta bajo el sol, cruzadas las manos a la espalda sobre los faldones de la casaca azul índigo con vueltas rojas. Que el observatorio, dotado de varios telescopios y de un modernísimo micrómetro Rochon con doble prisma de cristal de roca, esté situado en una ligera elevación entre el fuerte artillado de la Cabezuela y el caño del Trocadero, no es casual en absoluto. Fue Desfosseux quien eligió la ubicación tras minucioso estudio del terreno. Desde allí puede abarcar todo el paisaje de Cádiz y su bahía hasta la isla de León; y con ayuda de catalejos, el puente de Zuazo y el camino de Chiclana. Son sus dominios, en cierto modo. Teóricos, al menos: el espacio de agua y tierra puesto bajo su jurisdicción por los dioses de la guerra y el Mando imperial. Un ámbito donde la autoridad de mariscales y generales puede plegarse, en ocasiones, a la suya. Un particular campo de batalla hecho de problemas, ensayos e incertidumbres-también insomnios— donde no se lucha con trincheras, movimientos tácticos o ataques finales a la bayoneta, sino mediante cálculos hechos sobre hojas de papel, parábolas, trayectorias, ángulos y fórmulas matemáticas. Una de las muchas paradojas de la compleja guerra de España es que tan singular combate, donde cuenta más la composición porcentual de una libra de pólvora o la velocidad de combustión de un estopín que el coraje de diez regimientos, se encuentra confiado, en la bahía de Cádiz, a un oscuro capitán de artillería.

Desde tierra, el conjunto enemigo es inexpugnable. Hasta donde Simón Desfosseux sabe, nadie ha osado decírselo al emperador con esas palabras; pero el término es exacto. La ciudad sólo está unida al continente por un estrecho arrecife de piedra y arena que se extiende casi dos leguas. Los defensores, además, han fortificado diversos puntos de ese paso único, cruzando enfilaciones de diversas baterías y fuertes dispuestos con inteligencia, que además se apoyan en dos lugares bien fortificados: la Puerta de Tierra, guarnecida con ciento cincuenta bocas de fuego, donde empieza la ciudad propiamente dicha, y la Cortadura, situada a medio arrecife y todavía en fase de construcción. Al extremo de todo eso, en la unión del istmo con tierra firme, se encuentra la isla de León, protegida por salinas y canales. A ello hay que sumar los barcos de guerra ingleses y españoles fondeados en la bahía, y las fuerzas sutiles de pequeñas lanchas cañoneras que actúan en playas y caños. Tan formidable despliegue convertiría en suicida cualquier ataque francés por tierra; de modo que los compatriotas de Desfosseux se limitan a una guerra de posiciones a lo largo de la línea, en espera de tiempos mejores o de un vuelco en la situación de la Península. Mientras llega ese momento, la orden es apretar el cerco intensificando los bombardeos sobre objetivos militares y civiles: sistema sobre el que los mandos franceses y el gobierno del rey José albergan pocas ilusiones. La imposibilidad de bloquear el puerto deja abierta a Cádiz su puerta principal, que es el mar. Barcos de diversas banderas van y vienen ante la mirada impotente de los artilleros imperiales, la ciudad sigue comerciando con los puertos españoles rebeldes y con medio mundo, y se da la triste contradicción de que viven mejor abastecidos los sitiados que los sitiadores.

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