—Déjelo estar, piloto. Hasta que pasa el rabo, todo es toro.
Escupe el otro al mar, desabrido. Con mal talante.
—No soy supersticioso.
—Yo sí. De manera que cierre su cochina boca.
Una pausa breve. Tensa. Agua corriendo a lo largo del casco. Sonido de viento en la jarcia y crujir de mástiles y obenques en las cabezadas de la embarcación, cuando ésta machetea la mareta. El capitán sigue mirando en dirección al corsario. El segundo lo mira a él.
—Usted me maltrata. No estoy dispuesto a consentir...
—He dicho que cierre la boca. O se la cierro yo.
—¿Me está amenazando, señor?
—Evidentemente.
Mientras habla con naturalidad, sin apartar la vista del otro barco, Pepe Lobo desabrocha los botones dorados de su chaqueta de paño azul. Sabe que cuantos tripulantes andan cerca se dan con el codo mientras aprestan oreja y pupila, sin perderse nada.
—Es intolerable —protesta el segundo—. Daré parte al llegar a tierra. Esta gente es testigo.
Se encoge de hombros el capitán:
—Confirmarán, entonces, que le levanto la tapa de los sesos por discutir órdenes con un corsario encima.
En la faja negra que le ciñe la cintura, ahora a la vista, reluce la culata de latón y madera de una pistola. El arma no está destinada al enemigo que se acerca, sino a mantener las cosas bajo control en su propio barco. No sería la primera vez que un tripulante perdiese la cabeza en mitad de una maniobra delicada. Tampoco lo sería si, llegado el caso, él resolviera la papeleta de modo contundente. Su segundo es un tipo inquieto, atravesado y respondón, que digiere mal no hallarse al mando de la polacra. Cuatro viajes pidiendo a gritos un tratamiento que pocos tribunales navales discutirían si se administra, como es el caso, a la vista del enemigo. Con la perspectiva de perder barco, carga, y acabar prisionero, no está el paisaje para charla de viejas.
El obenque al que se agarra Pepe Lobo cambia el ritmo de vibración. Más irregular ahora. Hay un leve rumor de lona suelta arriba.
—Haga su trabajo, piloto. Flamea el juanete de mesana.
En ningún momento, mientras habla, quita los ojos del falucho: unas cien toneladas largas, casco afilado ciñendo el viento a cinco cuartas, un palo inclinado a proa y otro a popa, con velas latinas y foque tenso como un cuchillo. Lleva las drizas desnudas, sin bandera de su nación —tampoco la arbola la
Risueña
—, pero no cabe duda de que es francés. Nadie vendría de tierra con tan claras intenciones como ese perro. De ser el corsario que lleva tiempo rondando la bahía y suele agazaparse en Rota, sus cañones y tripulación le permitirían hacerse con la polacra, si logra arrimarse lo suficiente. Ésta es una embarcación mercante de 170 toneladas, armada sólo con dos piezas de 4 libras, algunos mosquetes y sables: nada serio que oponer a las dos carronadas de 12 libras y los seis cañones de a 6 que, según cuentan, artilla el otro. Cuyas andanzas, a estas alturas, son conocidas. Sus últimas presas, antes de que la
Risueña
saliera hace tres semanas para Lisboa, eran un jabeque español con buena carga, entre ella 900 quintales de pólvora, y un bergantín norteamericano despistado que navegaba cerca de tierra, capturado a los treinta y dos días de salir de Rhode Island para Cádiz con tabaco y arroz. Por lo visto, las protestas de los comerciantes de la ciudad ante la impunidad con que actúa el corsario no han cambiado la situación. Pepe Lobo sabe que los pocos buques de guerra ingleses y españoles se emplean en proteger el interior del puerto y la línea defensiva, escoltan convoyes y llevan correos y tropas. En cuanto a las cañoneras y embarcaciones de pequeño porte, son inútiles con viento y marea entrante. Eso, cuando no están ocupadas protegiendo el paso del Trocadero, vigilando de noche la bahía o agregadas a convoyes que van a Huelva, Ayamonte, Tarifa y Algeciras. Sólo un místico español, el número 38, se emplea en crucero entre la broa de Sanlúcar y la ciudad de Cádiz, con pocos resultados. Así que es fácil para el corsario hacer la descubierta por la mañana, salir una legua de la boca del puerto o ensenada donde se guarece, dar caza y volver a protegerse con su presa, cuando la tiene, con rapidez y poco riesgo, en una costa que en toda aquella extensión pertenece a los franceses. Como una araña en el centro de su red.
Pepe Lobo mira por fin hacia proa, en dirección a la ciudad: murallas pardas a lo lejos e innumerables torres sobre las casas encaladas, con el castillo de San Sebastián, el faro y su aspecto de buque varado sobre la restinga.
Cuatro millas hasta las Puercas y el Diamante, calcula tras situarse con la mirada cruzando enfilaciones con la ciudad y la punta de Rota. Es una entrada sucia la de Cádiz, con mucha piedra y una vaciante peligrosa cuando baja fuerte la marea; pero el viento es favorable, y habrá pleamar cuando la polacra, sin cambiar de bordo, pase entre los bajos antes de orzar en demanda del interior de la bahía y el puerto, al amparo de las baterías y los navíos españoles e ingleses fondeados, cuyos palos pronto podrán advertirse en la distancia.
Aliados ingleses. Aunque España está en su cuarto año de guerra contra Napoleón, la palabra
aliados
referida a los británicos hace torcer el gesto al capitán de la
Risueña:
respeta a esa gente en el mar, pero los detesta como nación. De haber sido él mismo inglés, nada tendría que objetar: sería tan ladrón y arrogante como el que más, durmiendo a pierna suelta. Pero el azar que gobierna esas cosas lo hizo nacer español, en el apostadero naval de La Habana: padre gallego y contramaestre de la Real Armada, madre criolla, el mar ante los ojos y bajo los pies desde niño. Embarcado a los once años, la mayor parte de los treinta y uno que lleva a flote —paje, grumete en un ballenero, gaviero, piloto, patente de capitán con mucho trabajo y sacrificio— los ha pasado recelando de las piraterías y las tretas, siempre despiadadas, del pabellón británico. Nunca navegó mar alguno donde aquél no anunciase amenaza. Y a los ingleses cree conocerlos bien: los juzga codiciosos, soberbios, siempre dispuestos a encontrar la excusa oportuna para violentar, cínicamente, cualquier compromiso o palabra dada. El mismo tiene experiencia de ello. Que los vaivenes de la guerra y la política hayan dispuesto ahora a Inglaterra como aliada de la España que resiste a Napoleón, no cambia las cosas. Para él, en paz o a cañonazos, los ingleses fueron siempre el enemigo. De algún modo, todavía lo son. Dos veces ha sido su prisionero: una en un pontón de Portsmouth y la otra en Gibraltar. Y no lo olvida.
—Se está abriendo el corsario, capitán.
—Ya lo veo.
Puede más en el segundo la aprensión que el despecho. El tono ha sido casi conciliador. De reojo, Pepe Lobo lo ve mirar con inquietud la grímpola que indica la dirección del viento, y luego fijarse en él. Esperando.
—Pienso que deberíamos... —empieza el subalterno.
—Cállese.
El capitán observa las velas y luego se vuelve hacia los timoneles.
—Orza dos cuartas más... Así. Firme ahí... ¡Piloto! ¿Está ciego o sordo?... Haga cazar esa escota.
En cualquier caso, su malhumor no tiene que ver con los ingleses. Ni siquiera con el falucho que, en un último esfuerzo por acercarse a la polacra, ha abierto un poco el rumbo e intenta darles caza algo más al sudeste, confiando en un cañonazo afortunado, un cambio del viento o una mala maniobra que rompa algo en la arboladura de la
Risueña.
No es eso lo que preocupa a Pepe Lobo. Tan seguro está de que dejarán atrás al corsario, que ni siquiera ha ordenado preparar las dos piezas de a bordo: cañoncillos que, por otra parte, no servirían de nada ante un enemigo que con sólo un disparo de carronada barrería la cubierta. El temor a un combate puede desconcertar a una tripulación que ya tiene mala índole: excepto media docena de marineros expertos, el resto es basura portuaria enrolada por poco más que la comida. No sería la primera vez que a Lobo se le esconde la gente bajo cubierta en pleno zafarrancho. Eso ya le costó un barco y la ruina económica en el año 97, pontón de Portsmouth aparte. Así que todo irá hoy mejor si nadie duda y cada cual hace su trabajo. Respecto a los hombres bajo su mando, la única esperanza que alberga es fondear pronto en Cádiz y perderlos de vista.
Porque ésa es otra. El capitán de la
Risueña
sabe que rinde con ella el último viaje. Cuando se hizo a la mar hace diecinueve días, sus relaciones ya eran malas con el propietario, un armador de la calle del Consulado llamado Ignacio Ussel; y van a empeorar apenas éste, o el cliente para quien fleta el barco, comprueben el manifiesto de carga. Un viaje desgraciado con poco viento y fuerte marejada en San Vicente, una avería en el codaste que obligó a fondear día y medio al resguardo del cabo Sines y algunos problemas administrativos en Lisboa, son causa de que la polacra llegue retrasada y con la mitad del flete previsto. Es la gota que colmará el vaso. La firma Ussel, tapadera en Cádiz, como otras, de varias casas comerciales francesas —hasta hace poco, ningún extranjero podía negociar directamente con los puertos españoles de América—, tiene dificultades desde que empezó la guerra. Intentando rehacerse con las oportunidades que ésta ofrece a comerciantes con pocos escrúpulos, el señor Ussel procura el máximo beneficio al mínimo costo, en perjuicio de sus empleados: paga tarde y mal, amparándose en cualquier pretexto. Eso ha crispado en los últimos tiempos las relaciones entre el armador y el capitán de la
Risueña.
Y éste sabe que, apenas deje caer el ancla en cuatro o cinco brazas de fondo, tendrá que buscar otro barco donde ganarse la vida. Empeño difícil en una Cádiz sobrepoblada por el asedio francés, donde, pese a que navega cuanto puede flotar, incluso madera podrida, faltan embarcaciones y buenos tripulantes, sobran capitanes, y en las tabernas del puerto, donde la leva forzosa hace estragos, sólo se encuentra chusma dispuesta a enrolarse por cuatro cobres.
—¡El francés está virando!... ¡Se larga!
Vitorean en la polacra de proa a popa. Palmadas y gritos de satisfacción. Hasta el segundo se quita el gorro de lana para frotarse la frente, aliviado. Agolpándose en la banda de babor, todos observan cómo el corsario toma por avante y abandona la caza. Su foque flamea un momento sobre el largo bauprés mientras la embarcación cae a estribor, de vuelta a la ensenada de Rota. Al mostrar su través, el nuevo ángulo en que incide la luz permite observar con detalle la entena larga de la vela mayor y el casco esbelto y negro del falucho, con una bovedilla muy lanzada bajo el botalón de popa. Rápido y peligroso. Se trata, cuentan, de un mercante portugués apresado el año pasado por los franceses a la altura de Chipiona.
—Arriba un poco —ordena Pepe Lobo a los timoneles—. Leste cuarta al sudeste.
Algunos tripulantes sonríen al capitán, haciendo gestos aprobadores con la cabeza. Maldito lo que me importa, piensa éste, que me aprueben o no. A estas alturas. Apartándose de los obenques, abrocha algunos botones de su casaca, cubriendo la pistola que lleva en la faja. Luego se vuelve hacia el segundo, que no le quita ojo.
—Ice la bandera y haga ajustar ese paño... Dentro de media hora quiero a la gente lista para recoger juanetes.
Mientras los hombres tiran de las brazas adecuando vergas y velas al nuevo rumbo, y la descolorida enseña mercante de dos franjas rojas y tres amarillas asciende hasta el pico de mesana, Pepe Lobo observa la costa hacia la que se dirige el falucho corsario, que ya muestra su popa. La
Risueña
navega bien, el viento se mantiene en la dirección adecuada y no es preciso dar bordos para pasar las Puercas. Eso significa que podrán entrar en la bahía sin exponerse a los escollos de la bocana ni a los fuegos de la batería francesa del otro castillo de Santa Catalina, el situado junto a El Puerto de Santa María, que suele disparar contra los barcos cuya maniobra los arrima demasiado a tierra. El castillo se encuentra a poco más de media legua al oeste, en la amura de babor de la polacra; y más allá, al otro lado de la ensenada de Rota y la barra del río San Pedro, se distingue ya a simple vista la península del Trocadero, con sus baterías francesas orientadas hacia Cádiz. Lobo coge el catalejo del cajón de bitácora, lo despliega y recorre con el círculo de aumento la línea de la costa, de norte a sur, hasta detenerse en los fuertes: el abandonado de Matagorda, situado abajo, en la playa, Fuerte Luis y la Cabezuela, más atrás y a mayor altura, con los cañones asomando por sus troneras. En ese momento ve un silencioso fogonazo en una de ellas, y por un instante cree ver la bomba francesa, un minúsculo punto negro, describiendo una parábola sobre la bahía, en dirección a la ciudad.
Sentado en el patio de columnas del café del Correo, con las piernas estiradas bajo la mesa y la espalda hacia la pared —su forma de acomodarse en lugares públicos—, el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes Rogelio Tizón estudia el tablero de ajedrez que tiene delante. En la mano derecha sostiene un pocillo de café y con la otra se acaricia las patillas donde éstas se unen al bigote. La gente que salió a la calle del Rosario al oír el estampido empieza a regresar, comentando el suceso. Los jugadores de billar recuperan sus tacos y bolas de marfil, en el salón de lectura y las mesas del patio se recogen los periódicos abandonados, y cada cual ocupa su asiento, rehaciéndose los corrillos habituales entre rumor de conversaciones mientras los camareros emprenden otra ronda, cafetera en mano.
—Cayó más allá de San Agustín —dice el profesor Barrull, sentándose de nuevo—. Sin estallar, como siempre. Sólo el susto.
—Le toca mover, don Hipólito.
Barrull mira al policía, que no ha levantado la vista del tablero, y luego consulta la disposición de las piezas.
—Es usted tan emotivo como un lenguado frito, comisario. Admiro su sangre fría.
Tizón apura el café y deja el pocillo a un lado del tablero, junto a las piezas comidas: seis suyas y seis del otro. Equilibrio sólo aparente, en realidad. La partida no pinta bien para él.
—Me tiene acorralada la torre con ese alfil y el peón... No es cosa de perder el tiempo con bombas.
El otro gruñe satisfecho, apreciando el cinismo del comentario. Tiene el pelo gris abundante, rostro largo, equino, dientes amarillos de tabaco y ojos melancólicos tras unos lentes de acero. Aficionado al rapé de almagre, a los calzones con medias negras —que siempre lleva arrugadas— y a las casacas a la antigua, dirige la Sociedad Científica Gaditana y enseña rudimentos de latín y griego a muchachos de la buena sociedad. También es un temible jugador de ajedrez, cuyo natural tranquilo y trato afable suelen alterarse ante un tablero. Su juego es implacable, casi descortés de pura saña homicida. En el calor de la refriega llega a veces a insultar a sus contrincantes, incluido Rogelio Tizón: que el infierno lo masque, maldito sea, perro de tal y gato de cual. Lo descuartizaré antes de la puesta del sol, palabra de honor. Le arrancaré la piel a tiras, etcétera. Venablos elaborados, de ese jaez; Barrull no es culto en vano. Pero el comisario lo encaja bien. Se conocen y juegan al ajedrez desde hace diez años. Son amigos, o casi. Más bien, casi. Al menos, en el incierto sentido que la palabra
amistad
tiene para el comisario.