El Avispero (54 page)

Read El Avispero Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
6.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Quieres colaborar? —prosiguió ella—. Entonces deja de enmascarar lo que de verdad sucede aquí. Déjate de bobadas como ésa del ciento cinco por ciento de resolución de delitos. La gente necesita saber la verdad, necesita de alguien como tú que la inspire a expresarse abiertamente.

Él asintió, conmovido en lo más hondo.

—Bueno, verás, esa mierda del porcentaje de resolución de delitos no fue idea mía sino del alcalde.

—Claro, claro. —A Hammer le daba igual.

—Por cierto —dijo él, esta vez con curiosidad—, ¿cuál es en realidad?

—No está mal. —La bebida hacía su efecto.— Alrededor del setenta y cinco por ciento, lo cual no se acerca en absoluto al que debería ser, pero se mantiene considerablemente más alto que en muchas otras ciudades. Ahora bien, si quieres contar casos con diez años de antigüedad que finalmente se resuelven o anotar nombres de gente ya enterrada o decides que un camello muerto a tiros era el responsable de tres casos pendientes de aclarar…

Cahoon levantó la mano para hacerla callar.

—Entiendo, Judy. No volverá a suceder. Sinceramente, no conocía los detalles. El alcalde Search es un idiota, quizá debiéramos poner a otro. —Empezó a tamborilear con los dedos sobre el reposabrazos del sillón, urdiendo planes.

—Sol… —Hammer esperó hasta que la mirada del banquero se centró de nuevo en ella—. Me temo que tengo noticias desagradables que darte, y quiero hacerlo yo personalmente antes de que te enteres por los medios.

Cahoon se puso tenso otra vez y volvió a llenar las copas mientras Hammer le hablaba de Blair Mauney III y lo sucedido la noche anterior. Le contó lo de los papeles que le habían encontrado a Mauney en el coche de alquiler. Cahoon prestó mucha atención y se puso muy pálido. No daba crédito a que Mauney hubiera muerto asesinado, con su cuerpo pintado con spray y arrojado entre zarzas y desperdicios. Y no era porque Cahoon apreciase especialmente al muerto. Mauney, según la experta opinión de Cahoon, era una débil comadreja con ínfulas, y cuanto más pensaba en ello menos le sorprendían las insinuaciones de un comportamiento delictivo. El banquero estaba decepcionado con los cigarrillos USChoice, con su alquimia y sus pequeñas coronas. ¿Cómo podía haberse fiado de todo aquello?

—Ahora me corresponde a mí el turno de preguntar —dijo Hammer—. ¿Qué quieres que haga?

—¡Señor! —exclamó el banquero. Su cerebro incansable repasaba velozmente posibilidades, capacidades, facilidades, imposibilidades y sensibilidades—. No estoy del todo seguro, pero sé que necesito tiempo.

—¿Cuánto? —Hammer movió su vaso de bourbon.

—Tres o cuatro días —respondió él—. Imagino que la mayor parte del dinero sigue en Gran Caimán, en numerosas cuentas que no podemos relacionar con nada. Si esto llega a los medios, te garantizo que nunca recuperaremos ese dinero, y no importa lo que diga nadie, una pérdida así hace daño a todo el mundo, a cualquier niño con una cuenta de ahorro, a cualquier pareja que necesita un préstamo, a cualquier jubilado con unos ahorrillos.

—Naturalmente —asintió Hammer, que también era una fiel cliente del banco de Cahoon—. Es lo que digo siempre, Sol. Todo el mundo sale malparado. Un delito nos perjudica a todos, por no hablar de lo que este tema significará para la imagen de tu banco.

Cahoon mostró una expresión dolorida.

—Sí, ésa es siempre la mayor pérdida. La reputación, los cargos y multas que las autoridades federales decidan.

—Pero esto no es culpa tuya.

—El asunto de Dominion Tobacco y su investigación secreta que podía optar a un premio Nobel siempre me preocupó, pero supongo que deseaba creer que sería verdad. Sin embargo, los bancos tienen la responsabilidad de no dejar que suceda una cosa semejante.

—Entonces ¿cómo ha podido suceder? —preguntó ella.

—Bien, uno tiene a un vicepresidente ejecutivo con acceso a todas las actividades de préstamos comerciales y confía en él. Así pues, uno no siempre sigue sus propios criterios y procedimientos. Uno hace excepciones, da rodeos… Y entonces empiezan los líos. —Cada vez estaba más deprimido—. Debería haber vigilado más estrechamente a ese hijo de puta.

—¿Podría haberse salido con la suya, de haber vivido? —preguntó Hammer.

—Claro —respondió Cahoon—. Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que el crédito fuese devuelto. Naturalmente, esto se habría hecho con dinero del narcotráfico, sin que nosotros tuviéramos conocimiento de ello. Mientras tanto, él se habría embolsado un diez por ciento, tal vez, de todo el dinero blanqueado a través de los hoteles y luego del banco, e imagino que nos habríamos convertido más y más en un intermediario principal para quienesquiera que sean esos malvados. Al final se habría descubierto la verdad, y el USBank habría quedado arruinado.

Hammer lo observó pensativa y sintió un renovado respeto hacia aquel hombre que hasta aquella madrugada no había entendido, y que en realidad había valorado de manera injusta.

—Tú dime qué puedo hacer para ayudar —dijo ella de nuevo.

—Si puedes, no divulgues su identidad ni nada relacionado con el caso; así salvaremos lo que podamos y nos pondremos a trabajar para determinar el alcance exacto de lo sucedido —repitió él—. Después haremos público un informe de actividades sospechosas, y todo el mundo sabrá lo ocurrido.

Hammer echó una ojeada al reloj. Eran casi las tres de la madrugada.

—Pondremos a trabajar inmediatamente al FBI en el caso. A ellos les interesará disponer de un poco más de tiempo. En cuanto a Mauney, por lo que a mí se refiere, todavía no podemos llevar a cabo una identificación positiva y estoy segura de que el doctor Odom querrá retener la información hasta que tenga sus registros dentales, huellas dactilares o lo que sea. Y ya sabes lo sobrecargado de trabajo que está. —Hizo una pausa y una promesa—: Le llevará algún tiempo.

Cahoon pensó en la mujer de Mauney, a la que sólo conocía superficialmente de alguna fiesta.

—Alguien debería llamar a Polly —apuntó—. La mujer de Mauney. Me gustaría encargarme de eso si no tienes nada que objetar.

Hammer se puso en pie y le sonrió.

—¿Sabes una cosa, Sol? No eres tan mala persona como yo pensaba.

—Lo mismo te digo, Judy. —El banquero se puso en pie.

—Desde luego que sí.

—¿Tienes hambre?

—Muchísima.

—¿Qué hay abierto a esta hora? —preguntó él.

—¿Has estado alguna vez en el Presto Grill?

—¿Es un club? —Cahoon cogió las llaves del coche.

—Sí —respondió ella—. ¿Y sabes una cosa, Sol? Ya va siendo hora de que te hagas socio.

26

A aquella hora casi todos los que rondaban por las calles eran gente nada recomendable. Mientras conducía por calles miserables en busca el coche de Brazil, el estado de ánimo de West se ensombreció aún más. Estaba preocupada, pero sobre todo tan furiosa que lo habría matado. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba loco? ¿De dónde salían aquellos ataques irracionales y furibundos? Si Brazil hubiera sido una mujer, West habría pensado que tenía algo que ver el síndrome de tensión premenstrual y le habría sugerido que volviera al ginecólogo. Agarró el móvil y volvió a marcar.

—Redacción —respondió una voz desconocida.

—Andy Brazil —dijo West.

—No está.

—¿Han tenido noticias suyas en las últimas horas? —preguntó West con un tono de frustración.

—No, que yo sepa.

West pulsó la tecla de final de la comunicación y arrojó el aparato al asiento. Después golpeó el volante.

—¡Maldita sea, Andy! ¡Vete a la mierda! —exclamó.

Mientras seguía su ronda, la sobresaltó el sonido del teléfono. Era Brazil. Estaba segura de ello cuando respondió. Pero se equivocaba.

—Soy Hammer —dijo la jefa—. ¿Qué coño haces todavía por ahí?

—No lo encuentro.

—¿Estás segura de que no está en casa o en el periódico?

—Supongo que está por ahí buscándose algún lío —respondió West con un tono un tanto frenético.

—Pues vaya… —dijo Hammer—. Cahoon y yo estamos a punto de desayunar, Virginia. Escucha lo que quiero que hagas. No des información de este caso ni menciones la identidad de la víctima hasta que yo te lo diga. Por ahora el caso está pendiente. Necesitamos un poco de tiempo debido a este otro asunto.

—Me parece muy sensato —respondió West, y miró por los retrovisores en todas direcciones.

No se había cruzado con Brazil por apenas un par de minutos; en realidad ya había ocurrido lo mismo en otras ocasiones durante las últimas horas sin que ella lo supiera. Doblaba la esquina y entraba en una calle justo un momento antes de que él pasara por aquel lugar. Esta vez él rondaba cerca del Cadillac Grill de West Trade Street y contemplaba las calles de edificios abandonados, poblados por los dueños de la noche. Vio a la joven prostituta asomada a la ventanilla de un Thunderbird, hablando con un hombre que buscaba una buena inversión. Brazil no se cortó y frenó más cerca a observar la escena. El coche salió zumbando y la chica se volvió hacia Brazil con una mirada hostil y vidriosa, nada contenta por su intromisión. Brazil bajó el cristal de la ventanilla.

—¡Eh! —la llamó.

Veneno miró con una expresión de burla en los ojos al tipo aquel que en la calle llamaban el Rubito. Empezó a caminar de nuevo. Aquel soplón guapito la seguía por todas partes, estaba obsesionado con ella y aún estaba haciendo acopio de valor, o quizá creyera que iba a conseguir algo más que informar a la policía y al periódico. A Veneno aquello le pareció divertido. Brazil se desabrochó el cinturón de seguridad y alargó la mano para bajar el cristal de la ventanilla del pasajero. Esta vez no iba a librarse de él, no señor, y Brazil escondió la pistola del 38 bajo el asiento mientras avanzaba muy despacio y la llamaba.

—¡Disculpe! ¡Discúlpeme, señora! —dijo—. Tengo que hablar con usted.

Hammer pasaba justo por allí en aquel momento. Cahoon la seguía en su Mercedes 600S V-12 negro con interior de cuero. El banquero no se encontraba nada cómodo en aquella zona de la ciudad y comprobó de nuevo el seguro de las puertas mientras Hammer se ponía en contacto con la emisora de la policía e indicaba al agente de guardia que hiciera una llamada a la unidad 700. De inmediato, West y ella estaban en el aire.

—El sujeto que buscas está en West Trade y Cedar —comunicó Hammer a su ayudante—. Seguro que quieres venir hacia aquí enseguida.

—¡Recibido!

Los agentes de la zona se quedaron perplejos, incluso un poco perdidos al escuchar aquella transmisión entre sus superioras. Todavía tenían presentes las observaciones de la jefa respecto a seguir y acosar a la gente. Quizá sería mejor esperar un par de minutos hasta tener una idea más clara de lo que realmente estaba pasando. West aceleró a fondo para volver a West Trade Street.

Veneno se detuvo y se volvió lentamente con una mirada cálida y seductora mientras su mente albergaba ideas que aquel soplón del BMW ni siquiera podía imaginar.

Hammer no estaba tan segura de que fuera el mejor momento para enseñarle a Cahoon el Presto Grill. Los problemas parecían surgir de la calle como el calor, y no es que la jefa hubiera llegado donde estaba en la vida por hacer caso omiso de sus intuiciones. Sólo en su vida privada había mirado hacia otro lado, había bajado el volumen y había negado la evidencia. Entró en el aparcamiento All Right situado frente al local y sacó la mano por la ventanilla para indicarle a Cahoon que la siguiera. Él se detuvo junto al coche camuflado de Hammer y bajó su cristal, que emitió un leve zumbido.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Aparca y entra —respondió.

—¿Qué?

Hammer estudió el entorno con un gesto furtivo. Allí fuera ocurría algo malo. Notaba su carácter perverso y detectaba el olor de la bestia. No había tiempo que perder.

—No puedo dejar el coche aquí —señaló Cahoon muy juiciosamente, pues el Mercedes sería el único coche del aparcamiento (y tal vez el único vehículo en un radio de cincuenta kilómetros) que costaba casi ciento veinte mil dólares.

Hammer se puso en contacto con el encargado de la radio policial.

—Envíen una unidad al aparcamiento All Right en el bloque 500 de West Trade Street para vigilar hasta nuevo aviso un Mercedes negro último modelo.

Radar, el agente de guardia, no era muy partidario de Hammer porque ésta también era mujer. Pero era la jefa, y él tenía el buen juicio de temer a la bruja. Radar no tenía idea de qué andaba haciendo Hammer por la calle, y menos a esa hora. Envió dos unidades mientras Veneno lanzaba una sonrisa insinuante y se tomaba su tiempo para alcanzar la ventanilla del pasajero del coche de Brazil. Se asomó por ella como hacía con los posibles clientes e hizo un rápido inventario: el maletín, los bolígrafos, los cuadernos de notas del
Charlotte Observer,
la vieja cazadora de cuero negro y sobre todo la emisora policial y el radiotransmisor.

—¿Eres policía? —preguntó con voz arrastrada, algo sorprendida ante la identidad del Rubito.

—Soy reportero. Del
Observer
—respondió Brazil, porque ya no era policía. West había dejado muy claro ese punto.

Veneno lo estudió con peligrosa coquetería. El dinero de un periodista era tan bueno como el que más, y ahora sabía la verdad: el Rubito no era ningún chivato. Era el que escribía aquellos artículos que tenían tan cabreado a Cabeza de Panocha.

—¿Qué buscas, muchachito? —le preguntó.

—Información. —Brazil sintió que se le aceleraba el pulso—. Y la pago bien.

A Veneno le brillaron los ojos, y sus labios se entreabrieron en una sonrisa divertida y desdentada. La chica se deslizó furtivamente hasta el lateral del coche y se asomó por la ventanilla del conductor. Su fragancia era empalagosa, como de incienso.

—¿Qué clase de información quieres? —preguntó.

Brazil se mostró cauto pero intrigado. Nunca se había visto en una situación semejante e imaginó lo que harían hombres más experimentados y cuáles serían sus secretos placeres. Se preguntó si sentirían miedo cuando dejaban subir al coche a alguien como aquella chica. ¿Llegaban a preguntarle cómo se llamaba? ¿Mostraban interés por saber algo de ella?

—Me gustaría saber lo que está pasando por aquí —prosiguió él, nervioso—. Los asesinatos. O sea…, te he visto por la zona. Desde hace tiempo. Quizá tú sabes algo…

—Tal vez sí, tal vez no —repuso ella, y le pasó un dedo por el hombro.

Other books

Heart of Glass by Zoey Dean
Her Wilde Bodyguards by Chloe Lang
Titanic: A Survivor's Story by Archibald Gracie
Just Cause by John Katzenbach
Bitter Nothings by Vicki Tyley
Stumptown Kid by Carol Gorman and Ron J. Findley
On Rue Tatin by Susan Herrmann Loomis