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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (21 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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—Sí, ¿pero por qué eso es bueno para nosotros? —preguntó Sellitto.

—Porque —fue Sachs quien contestó— eso significa que quizá esté perdiendo su sangre fría. Se está volviendo descuidado.

—Exactamente —comentó Rhyme, sintiéndose muy orgulloso de Sachs. Pero ella no percibió su mirada de aprobación: cerró los ojos un momento y sacudió la cabeza, probablemente recordando la imagen de los aterrados ojos de la mujer. La gente cree que los criminalistas son fríos (¿con cuánta frecuencia la mujer de Rhyme lo había acusado de serlo?) pero, en realidad, los mejores sienten una profunda compasión por las víctimas de las escenas que investigan. Sachs era una de ellos.

—Sachs —susurró Rhyme suavemente—, ¿la huella? —Ella lo miró—. Dijiste que encontraste una huella. Tenemos que darnos prisa.

Sachs asintió:

—Es parcial —levantó la bolsa de plástico.

—¿Podría ser de la mujer?

—No, yo le tomé sus impresiones dactilares. Nos llevó tiempo encontrar sus manos. Pero la huella definitivamente no es de ella.

—Mel —dijo Rhyme.

El técnico puso la porción de cinta de embalar en un bastidor SuperGlue y calentó el aparato. Inmediatamente se hizo visible una porción de la huella.

Cooper sacudió la cabeza:

—No puedo creerlo —murmuró.

—¿Qué?

—El Bailarín limpió la cinta. Debió darse cuenta de que la tocó sin guantes. Queda solo un pedacito de una izquierda parcial.

Al igual que Rhyme, Cooper era miembro de la Asociación Internacional de Identificación. Eran expertos en realizar identificaciones a partir de huellas dactilares, el ADN y restos dentales. Pero aquella huella en particular, como la que estaba en el borde de metal de la bomba, se hallaba fuera de sus posibilidades. Si algún experto podía encontrar y clasificar una huella, sería alguno de los dos. Pero no esta huella.

—Imprímela y pégala —musitó Rhyme—. En la pared.

Seguirían con los procedimientos habituales porque eso era lo que tenía que hacerse. Pero Rhyme se sentía muy frustrado. Sachs había estado a punto de morir por nada.

Edmond Locard, el famoso criminalista francés, enunció un principio que lleva su nombre. Dijo que en cualquier encuentro entre el criminal y la víctima hay un intercambio de pruebas. Aunque fuera microscópica, siempre había una transferencia. Sin embargo, a Rhyme le parecía que si alguien podía desmentir el Principio de Locard, ese era el fantasma al que llamaban Bailarín de la Muerte.

Sellitto, al ver la frustración en la cara de Rhyme, dijo:

—Hemos montado la trampa en la comisaría. Si tenemos suerte, lo atraparemos.

—Esperemos que funcione. Nos hace falta un poco de suerte.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada. Un momento más tarde, escuchó que Thom decía:

—Son casi las once. Tiempo de ir a la cama.

Hay ocasiones en las que resulta fácil descuidar el cuerpo. Hasta olvidar que tenemos cuerpo, tiempos en los que hay vidas en peligro y tenemos que olvidar nuestro descanso y seguir trabajando, trabajando, trabajando. Debemos ir mucho más allá de nuestras normales limitaciones. Pero Lincoln Rhyme tenía un cuerpo que no toleraba la negligencia. Las úlceras de decúbito podían provocarle sepsis y envenenamiento de la sangre. El fluido en los pulmones, neumonía. Tenían que ponerle un catéter en la vejiga, masajearle el vientre para estimular las deposiciones, hasta controlar que las botas Spenco no estuviesen demasiado ajustadas, pues la consecuencia podría ser un ataque de disrreflexia. De hecho, podía provocarlo el simple cansancio.

Demasiadas formas de morir…

—Te vas a la cama —dijo Thom.

—Tengo que…

—Dormir. Tienes que dormir.

Rhyme estuvo de acuerdo; estaba cansado, muy cansado.

—Muy bien, Thom. Muy bien —dirigió la silla de ruedas hacia el ascensor—. Una cosa —miró hacia atrás—. ¿Podrías subir dentro de unos minutos, Sachs?

Ella asintió y observó cómo se cerraba la puerta del ascensor.

*****

Lo encontró tumbado en la Clinitron.

Sachs había esperado diez minutos para darle tiempo a realizar las rutinas de antes de acostarse; Thom le había puesto el catéter y le había cepillado los dientes. Sachs sabía que Rhyme hablaba sin eufemismos y que poseía la falta de pudor de un inválido. Pero también sabía que había cosas que no quería que ella presenciara.

Empleó ese tiempo para darse una ducha en el baño de abajo, vestirse con ropas limpias que Thom le guardaba en la lavandería del sótano.

Las luces estaban bajas. Rhyme se frotaba la cabeza contra la almohada como un oso se rasca el lomo contra un árbol. La Clinitron era la cama más cómoda del mundo; pesaba media tonelada y consistía en una plancha maciza que contenía cuentas de cristal entre las cuales fluía aire caliente.

—Ah, Sachs, trabajaste muy bien hoy.

Si no fuera porque gracias a mí Jerry Banks perdió el brazo.

Y dejé que el Bailarín huyera.

Se encaminó hacia el bar y se sirvió un vaso de Macallan. Levantó una ceja.

—Claro —dijo Rhyme—. Leche materna, ambrosía…

Ella se quitó los zapatos reglamentarios y se levantó la blusa para ver el moratón.

—Ay —exclamó Rhyme.

El moratón tenía la forma del estado de Missouri y estaba tan oscuro como una berenjena.

—No me gustan las bombas —dijo—. Nunca estuve tan cerca de una como hoy. Y no me gustan.

Abrió su bolso, buscó y tragó tres aspirinas sin agua (una habilidad que los artríticos aprenden enseguida). Caminó hacia la ventana. Allí estaban los halcones peregrinos. Hermosas aves. No eran grandes. Medían treinta y cinco, cuarenta centímetros. Un tamaño pequeño para un perro. Pero para un ave… tremendamente intimidante. Sus picos eran como las garras de una criatura salida de alguna película de ciencia ficción.

—¿Estás bien, Sachs? ¿Me dices la verdad?

—Estoy bien.

Volvió a la silla y tomó unos sorbos del ardiente licor.

—¿Quieres quedarte esta noche? —le preguntó Rhyme.

Algunas veces Sachs había pasado la noche allí. A veces en el diván, a veces en la cama, al lado de Rhyme. Quizá fuera el aire fluidificado de la Clinitron, quizá fuera el simple acto de reposar cerca de otro ser humano, no sabía la razón, pero nunca dormía mejor que cuando lo hacía allí. No había disfrutado de la cercanía de otro hombre desde que dejara de ver a Nick, su novio más reciente. Ella y Rhyme solían descansar juntos y hablar. Ella hablaba de coches, de competiciones de tiro, de su madre y su ahijada. De la vida plena de su padre, y de su triste y prolongada agonía. Le contaba muchas más cosas que él a ella, pero no le importaba. A Sachs le gustaba oírle decir lo que quisiera. Su mente era sorprendente. Le contaba historias de Nueva York, de casos de la Mafia sobre los cuales la gente nunca había oído hablar. De escenas de crimen tan limpias que resultaban desalentadoras hasta que los investigadores encontraban justo la mota de polvo, la uña, la gota de saliva, el pelo o la fibra que revelaba quién era el criminal o dónde vivía —bueno, revelaba esos datos a Rhyme, no necesariamente a nadie más—. No, su mente no descansaba nunca. Sachs sabía que antes del accidente solía vagabundear por las calles de Nueva York buscando muestras de suelo, hierbas, plantas o rocas, objetos que le ayudara a resolver casos. Parecía que esa inquietud se había trasladado de sus piernas inútiles a su mente, que vagaba por la ciudad, en su imaginación, hasta altas horas de la noche.

Pero aquella noche era diferente. Rhyme estaba distraído. A Sachs no le importaba que estuviera de mal humor, algo muy conveniente dado que a menudo estaba así. Pero no le gustaba que tuviera la mente en otra parte. Se sentó al borde de la cama.

Rhyme comenzó a hablar de lo que aparentemente era la razón por la que la había llamado.

—Sachs… Lon me lo contó. Me habló de lo que pasó en el aeropuerto.

Ella se encogió de hombros.

—No hay nada que hubieras podido hacer excepto dejar que te matara. Hiciste lo correcto al buscar refugio. El Bailarín disparó un tiro para mejorar su puntería y te hubiera dado con el segundo disparo.

—Tuve dos o tres segundos. Podría haberle dado. Sé que hubiera podido.

—No seas imprudente, Sachs. Esa bomba…

Ella le lanzó una mirada tan intensa que le hizo callar:

—Quiero atraparlo a toda costa. Y tengo la sensación de que tú tienes las mismas ganas que yo. Creo que también te arriesgarías. Quizá te estás arriesgando —añadió con aire misterioso.

Sus palabras provocaron una reacción mayor de lo que había esperado. Rhyme parpadeó y miró para otro lado. Pero no dijo nada más y tomó unos tragos de whisky.

En un impulso, ella dijo:

—¿Puedo preguntarte algo? Si no quieres, puedes decirme que me calle.

—Vamos, Sachs. ¿Tenemos secretos, tú y yo? No lo creo.

—Recuerdo que una vez te estaba hablando de Nick. De cómo lo quería y todo eso. Lo que pasó entre nosotros fue tan fuerte…

Él asintió.

—Y te pregunté si tú habías querido a alguien de esa manera, quizá a tu mujer. Y tú me contestaste que sí, pero no a Blaine. —Levantó la vista y lo miró.

Rhyme se recuperó rápido, pero no lo suficiente. Ella se dio cuenta de que había tocado un punto muy sensible.

—Me acuerdo —respondió Rhyme.

—¿Quién era ella? Mira, si no quieres hablar de eso…

—No me importa. Su nombre era Claire. Claire Trilling. ¿Qué te parece ese apellido?
[37]

—Probablemente tuvo que aguantar en la escuela las mismas estupideces que yo. Amelia Sex. Amelia Sucks
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… ¿Cómo la conociste?

—Bueno… —Se rió de las pocas ganas que tenía de seguir hablando—. En el departamento.

—¿Era policía? —Sachs se mostró sorprendida.

—Sí.

—¿Qué pasó?

—Era una… relación difícil —Rhyme sacudió la cabeza con pena—. Yo estaba casado, ella estaba casada, evidentemente, no entre nosotros.

—¿Hijos?

—Ella tenía una hija.

—De manera que rompisteis…

—No hubiera funcionado, Sachs. Oh, Blaine y yo estábamos destinados a divorciarnos, o a matarnos mutuamente. Pero era sólo cuestión de tiempo. Pero Claire… estaba preocupada por su hija, tenía miedo de que su marido se quedara con la niña si se divorciaban. Ella no le quería, pero era un buen hombre. Quería mucho a la niña.

—¿La conoces?

—¿A la hija? Sí.

—¿La ves de vez en cuando? ¿A Claire?

—No. Eso pertenece al pasado. Ya no está en la policía.

—¿Rompiste después de tu accidente?

—No, no, antes.

—Ella sabe lo que te pasó, ¿verdad?

—No —dijo Rhyme después de vacilar un instante.

—¿Por qué no se lo dijiste?

Una pausa.

—Hubo razones… Qué curioso que saques el tema ahora. No he pensado en ella en años.

Esbozó una sonrisa, y Sachs sintió un dolor que la recorrió por entero, un dolor verdadero como el provocado por el golpe que le dejó un moratón con la forma del estado de Missouri. Porque lo que Rhyme estaba diciendo era mentira. Oh, él había estado pensando en esa mujer. Sachs no creía en la intuición femenina, pero sí en la intuición de un policía; había patrullado las calles demasiado tiempo como para desechar ideas perspicaces como ésta. Sabía que Rhyme había estado pensando en la señora Trilling.

Sus sentimientos eran ridículos, por supuesto. No tenía paciencia con los celos. No se había sentido celosa del trabajo de Nick, que era un agente secreto y pasaba semanas en la calle. No se había sentido celosa de las prostitutas y muñecas rubias con las que Nick bebía en sus misiones.

¿Y más allá de los celos, qué podía esperar Sachs que sucediera con Rhyme? Le había hablado de él a su madre muchas veces. Y la cautelosa anciana solía decir algo como: «Está muy bien que seas amable con un inválido».

Lo que resumía en pocas palabras todo lo que su relación podía ser. Todo lo que debía ser.

Resultaba más que ridículo.

Pero estaba celosa. Y no de Claire.

Estaba celosa de Percey Clay.

Sachs no podía olvidar el aspecto que tenían juntos cuando los vio sentados uno al lado del otro en aquel mismo cuarto, por la mañana.

Más whisky. Pensó en las noches que ella y Rhyme habían pasado allí, hablando de los casos, bebiendo aquel licor tan bueno.

Oh, fantástico. Ahora me vuelvo sensiblera. Este sí que es un sentimiento maduro. Quiero hacer algo para que desaparezca.

Pero por el contrario le ofreció a ese sentimiento un poco más de licor.

Percey no era una mujer atractiva, pero eso no significaba nada; Sachs había tardado una semana en Chantelle, la agencia de modelos de Madison Avenue donde trabajó varios años, en comprender la falacia de la belleza. A los hombres les gusta mirar a las mujeres espléndidas, pero no hay nada que les intimide más.

—¿Quieres otro trago?

—No.

Sin pensar, Sachs se reclinó y apoyó la cabeza en la almohada de Rhyme. Es curioso cómo nos adaptamos a las cosas, pensó. Rhyme no podía, por supuesto, acercarla a su pecho y pasarle un brazo alrededor. Pero el gesto equivalente consistía en ladear la cabeza y acercarla así a la de ella. De esta forma se habían dormido varias veces.

Sin embargo, aquella noche ella percibía una rigidez, una cautela.

Sintió que lo estaba perdiendo. Y todo lo que podía hacer era tratar de estar más cerca. Tan cerca como fuera posible.

Una vez Sachs confió a su amiga Amy, la madre de su ahijada, cuáles eran sus sentimientos respecto a Rhyme. La chica se sintió intrigada por la índole de la atracción y reflexionó: «Quizá sea eso, sabes, el que no puede moverse. Es un hombre pero no tiene ningún control sobre ti. Quizá en eso resida su atractivo sexual».

Pero Sachs sabía que era justo lo contrario. El atractivo sexual residía en que era un hombre con un completo control, a pesar de que no se podía mover.

Fragmentos de sus palabras pasaron flotando mientras él hablaba de Claire y luego del Bailarín. Ella echó la cabeza hacia atrás y miró sus finos labios.

Sus manos empezaron a moverse.

Rhyme no podía sentir nada pero podía ver sus dedos perfectos, con sus dañadas uñas, que se deslizaban por su pecho y luego hacia abajo por su suave cuerpo. Thom le obligaba a realizar una selección de ejercicios físicos pasivos y a pesar de que Rhyme no era musculoso tenía el cuerpo de un joven. Era como si su proceso de envejecimiento se hubiera detenido el día del accidente.

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