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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (25 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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Se detuvo fuera de la oficina que creía que era la que tenía la ventana abierta al callejón, con la cortina flameando. Stephen alargó la mano hacia el pomo de la puerta.

Pero su instinto le indicó que cambiara de planes. Decidió probar con el sótano. Encontró los escalones y descendió hacia el laberinto de cuartos del sótano, donde se notaba un fuerte olor a humedad.

Se movió en silencio hacia el lado del edificio que estaba más cerca de la casa de seguridad y abrió de un empujón una puerta de acero. Entró en un cuarto débilmente iluminado de seis por seis metros, lleno de cajas y cachivaches. Encontró una ventana a la altura de su cabeza que se abría hacia el callejón.

Pasaría con dificultad. Tendría que quitar el cristal y el marco. Pero una vez fuera se podría ocultar directamente detrás de una pila de bolsas de basura, y arrastrándose contra el suelo como los francotiradores llegaría a la puerta de incendios de la casa de seguridad. Con más tranquilidad que si utilizara la ventana de la primera planta.

Stephen pensó: lo logré.

Había engañado a todos.

¡Engañó a Lincoln el Gusano! Aquella idea le dio tanto placer como haber matado a las dos víctimas.

Cogió un destornillador de su bolsa de libros y comenzó a quitar la masilla del cristal de la ventana. Los trozos grises salían con lentitud; estaba tan absorto en su tarea que cuando dejó caer el destornillador y se llevó la mano a la culata de su Beretta ya tenía al hombre encima, poniéndole una pistola en el cuello y diciéndole en un susurro:

—Te mueves un centímetro y eres hombre muerto.

TERCERA PARTE: PERICIA

(El halcón) se echó a volar. A volar: el horrible sapo aéreo, la lechuza de plumas silenciosas, el jorobado y volador Ricardo III se me acercó, volando a ras de tierra. Sus alas se movían con un propósito concreto, los dos ojos de su cabeza, inclinada hacia abajo, estaban fijos en mí con una concentración macabra.

The Goshawk,

T. H. White.

Capítulo 19: Hora 23 de 45

De cañón corto, probablemente un Colt, Smittie o una Dago falsificada, sin disparar en los últimos tiempos. O sin engrasar.

Huelo a orín.

¿Y qué nos dice una pistola oxidada, soldado?

Mucho, señor.

Stephen Kall levantó las manos.

—Tira tu arma al suelo —la voz sonaba nerviosa, trémula—. Y tu walkie-talkie.

¿Walkie-talkie?

—Vamos, hazlo. Te volaré los sesos —la voz crepitaba con desesperación. Se sorbió los mocos.

Soldado, ¿los profesionales amenazan?

Señor, no lo hacen. Este hombre es un aficionado. ¿Lo inmovilizamos?

Todavía no. Todavía representa una amenaza.

Señor, sí, señor.

Stephen dejó caer su arma en una caja de cartón.

—¿Dónde…? Vamos, ¿dónde está tu radio?

—No tengo ninguna radio —dijo Stephen.

—Date la vuelta. Y no intentes nada.

Stephen giró y se encontró mirando a un hombre flaco de ojos penetrantes. Estaba muy sucio y parecía enfermo. Su nariz moqueaba y sus ojos tenían un alarmante color rojizo. Su espeso pelo castaño estaba enmarañado. Olía mal. Un sin hogar, probablemente. Su padrastro le hubiera llamado borrachín. O drogata.

El viejo y baqueteado Colt, de cañón corto, se apoyaba en el vientre de Stephen y el percutor estaba gatillado. Sería fácil que el engranaje se deslizara, en especial si el arma era vieja. Stephen esbozó una sonrisa benévola. No movió un músculo.

—Mira —le dijo— no quiero problemas.

—¡¿Dónde está tu radio?! —soltó el hombre.

—No
tengo
una radio.

El hombre palmeó nerviosamente el pecho de su cautivo. Stephen podría haberlo matado con facilidad, ya que desviaba su atención con frecuencia. Sintió los ágiles dedos que recorrían su cuerpo, examinándolo. Al fin, el hombre retrocedió.

—¿Dónde está tu compañero?

—¿Quién?

—No me jodas. Ya sabes.

De repente Stephen se sintió atemorizado nuevamente. Lleno de gusanos… Algo no encajaba.

—Realmente no sé lo que quieres decir.

—El poli que estuvo antes aquí.

—¿Poli? —Susurró Stephen—. ¿En este edificio?

Los ojos lacrimosos del hombre brillaron con incertidumbre.

—Sí. ¿No eres tú su compañero?

Stephen se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

—Detente. Te dispararé.

—Apunta a otro lugar —ordenó Stephen, mirando sobre su hombro. Ya no estaba preocupado por los engranajes de la pistola. Estaba comenzando a darse cuenta de la gravedad de su error. Sintió náuseas.

La voz cascada del hombre lo amenazó:

—Para. Ya mismo. Te lo digo en serio.

—¿Están en el callejón, también? —preguntó Stephen, tranquilo.

Un momento de confuso silencio.

—¿De verdad no eres policía?

—¿Están también en el callejón? —repitió Stephen con firmeza.

El hombre miró nerviosamente alrededor del cuarto.

—Un grupo estuvo aquí hace un rato. Son los que pusieron esas bolsas de basura allí afuera. No sé dónde estarán ahora.

Stephen observó el callejón. Las bolsas de basura… Las dejaron allí para hacerme salir. Un escondite falso.

—Si haces una señal a alguien, te juro…

—Oh, cállate —Stephen escudriñó lentamente el callejón, paciente como una boa, y al final vio una débil sombra sobre los adoquines, detrás de un contenedor. Se movió cinco o seis centímetros.

Y en la parte superior del edificio de atrás de la casa de seguridad, en la torre del ascensor, vio asomar otra sombra. Eran demasiado buenos como para dejar que se viera la boca de sus fusiles, pero no lo suficientemente buenos como para pensar en bloquear la luz que se reflejaba hacia arriba desde el agua estancada que cubría el techo del edificio.

Jesús, Dios… De alguna manera, Lincoln el Gusano de mierda había sabido que Stephen no se tragaría el anzuelo de la comisaría Veinte. Todo el tiempo lo habían estado esperando
aquí
. Lincoln hasta se había imaginado su estrategia, sabía que Stephen trataría de entrar a través del callejón desde aquel mismo edificio.

El rostro en la ventana…

De repente, a Stephen se le ocurrió la idea absurda de que había sido Lincoln el Gusano el que estuvo en Alexandria, Virginia, de pie ante la ventana, iluminado por la luz rosada y mirándolo. Por supuesto que no podía haber sido él. Sin embargo, esa imposibilidad no le quitó las náuseas que sentía en el estómago.

La puerta bloqueada, la ventana abierta y la cortina ondeando… una forma de darle una bienvenida de mierda. Y el callejón: una zona perfecta de muerte.

Lo único que le había salvado era su instinto.

Lincoln el Gusano le había tendido una trampa.

¿Quién diablos es?

Hervía de rabia. Una ola de calor envolvió su cuerpo. Si lo estaban esperando, seguirían los procedimientos de las fuerzas de Investigación y Vigilancia (S&S). Lo que significaba que el policía que aquel tipejo había visto estaría pronto de regreso para examinar el cuarto. Stephen giró y se enfrentó al hombre.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo el poli aquí?

Los ojos aprensivos del hombre parpadearon y luego se abrieron con temor.

—Contéstame —le espetó Stephen, a pesar del agujero negro del Colt que le apuntaba.

—Hace diez minutos.

—¿Qué clase de arma tiene?

—No lo sé. Me parece que una muy sofisticada. Como una ametralladora.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Stephen.

—No tengo que contestar tus malditas preguntas —dijo el hombre, desafiante. Se limpió la mocosa nariz con la manga. Y cometió el error de hacerlo con el brazo que sostenía el arma. En un segundo Stephen se la quitó y tiró el hombre al suelo.

—¡No! No me hagas daño.

—Cállate —ladró Stephen. Instintivamente abrió el pequeño Colt para ver cuantas balas había en el tambor. No había ninguna—. ¿Está vacío? —preguntó incrédulo.

El hombre se encogió de hombros.

—Yo…

—¿Me amenazabas con un arma descargada?

—Bueno… verás, si te capturan y no está cargada, no te encarcelan por mucho tiempo.

Stephen no entendía nada. Pensó que podía limitarse a matarle por la estupidez de llevar un arma descargada.

—¿Qué haces aquí?

—Vete y déjame en paz —gimoteó el hombre, esforzándose por ponerse de pie.

Stephen dejó caer el Colt en su bolsillo, luego cogió su Beretta y la apoyó en la cabeza del hombre.

—¿Qué haces aquí?

Él se enjugó de nuevo la cara.

—Arriba hay unas consultas de médicos. Y no hay nadie por aquí los domingos de manera que busco, ya sabes, muestras.

—¿Muestras?

—Los médicos tienen todas esas muestras gratis de drogas y porquerías y no hay registros, de manera que puedo robar todas las que quiera y nadie lo sabe. Percodan, Fiorinol, pildoras dietéticas, cosas como esas.

Pero Stephen no lo escuchaba. Sentía nuevamente el escalofrío del Gusano. Lincoln estaba muy cerca.

—Oye, ¿estás bien? —le preguntó el hombre, mirando la cara de Stephen.

Curiosamente, los gusanos desaparecieron.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Stephen.

—Jodie. Bueno, Joe D'Oforio. Pero todos me llaman Jodie. ¿Cómo te llamas tú?

Stephen no contestó. Miró por la ventana. Otra sombra se movió en la parte superior del edificio, detrás de la casa de seguridad.

—Bien, Jodie. Escucha. ¿Quieres ganar algún dinero?

*****

—¿Bueno? —preguntó Rhyme con impaciencia—. ¿Qué pasa?

—Todavía está en el edificio en la zona este de la casa de seguridad. Aún no ha salido al callejón —le informó Sellitto.

—¿Por qué no?
Tiene
que hacerlo. No hay razón para que no lo haga. ¿Cuál es el problema?

—Están examinando todas las plantas. No está en la oficina por donde pensamos que entraría.

La que tenía la ventana abierta. ¡Maldita sea! Rhyme había considerado cuidadosamente si dejarla abierta, con una cortina que entrara y saliera, tentándolo. Pero resultó demasiado obvio. El Bailarín había sospechado.

—¿Todos están listos y armados? —preguntó Rhyme.

—Por supuesto. Relájate.

Pero no podía hacerlo. Rhyme no tenía la exacta certeza de cómo accedería el Bailarín a la casa de seguridad. Estaba seguro, sin embargo, de que lo intentaría por el callejón. Tuvo la esperanza de que las bolsas de basura y los contenedores lo impulsaran a pensar que tenía bastantes escondites como para acercarse por esa dirección. Los agentes de Dellray y los grupos 32E de Haumann vigilaban el callejón, desde el propio edificio de oficinas y desde los edificios que rodeaban la casa de seguridad. Sachs estaba con Haumann, Sellitto y Dellray en una falsa furgoneta UPS aparcada a una manzana de la casa.

Rhyme había sido temporalmente engañado por la treta de la supuesta bomba en el camión cisterna. Que el Bailarín olvidara una herramienta en una escena de crimen era improbable, pero de alguna manera creíble. Pero luego Rhyme empezó a sospechar gracias a la cantidad de residuos de mecha detonadora encontrada en el corta alambres. Sugería que el Bailarín había untado el filo con explosivo para asegurarse de que la policía pensara que intentaría un ataque con una bomba contra la comisaría. Rhyme decidió que no, que el Bailarín no se estaba distrayendo, como él y Sachs habían pensado al principio. Dejarse ver cuando examinaba la pretendida vía de ataque y luego dejar vivo a un guardia de manera que el hombre pudiera llamar a la policía y contarles el robo del camión, habían sido cosas que el Bailarín hizo intencionadamente.

El peso final que inclinó la balanza, sin embargo, fue la prueba física. El amonio ligado a fibra de papel. Había sólo dos orígenes posibles de esa combinación: las viejas heliografías arquitectónicas y los mapas catastrales, que se reproducen en fotocopiadoras para grandes pliegos con amonio. Rhyme hizo que Sellitto llamara a la Central y preguntara sobre robos en firmas de arquitectos o en oficinas inmobiliarias del condado. Le contestaron que había habido un robo en el Registro Municipal. Rhyme les pidió que buscaran los planos de la calle Treinta y cinco, y los sorprendidos agentes informaron que sí, que faltaban esos planos.

Sin embargo, seguía siendo un misterio la forma en que el Bailarín llegó a saber que Percey y Brit estaban en la casa de seguridad y cuál era la dirección de ésta.

Cinco minutos antes, dos oficiales ESU habían encontrado una ventana rota en la primera planta del edificio de oficinas. El Bailarín había evitado la puerta principal abierta, pero, sin embargo, todavía pensaba en acceder a la casa a través del callejón. No obstante, algo le había asustado. Andaba por el edificio y no tenían idea de por dónde. Una víbora venenosa en un cuarto oscuro. ¿Dónde estaba, qué planeaba?

Demasiadas formas de morir…

—No puede esperar —murmuró Rhyme—. Es demasiado arriesgado.

Se estaba poniendo frenético.

—Nada en la primera planta —informó un agente—. Seguimos haciendo las rondas.

Pasaron cinco minutos. Los guardias se iban llamando y daban informes negativos, pero todo lo que Rhyme podía oír eran los ruidos de electricidad estática de sus auriculares.

*****

—¿Quién no querría dinero? —contestó Jodie—. Pero no sé qué tengo que hacer.

—Ayúdame a salir de aquí.

—Quiero decir, ¿qué haces aquí? ¿Te están buscando?

Stephen miró de arriba abajo al hombrecillo triste. Un perdedor, pero no un loco ni un estúpido. Stephen decidió que por razones tácticas era mejor ser sincero. De todas formas, el hombre estaría muerto en unas horas.

—Vine aquí a matar a alguien —dijo.

—¡Vaya! ¿Quieres decir que estás en la Mafia o algo así? ¿A quién vas a matar?

—Jodie, cálmate. Estamos en una situación difícil.

—¿Nosotros? Yo no he hecho nada.

—Salvo que estás en el lugar equivocado en el momento equivocado —dijo Stephen—. Y es una lástima, pero estás en la misma situación que yo: me buscan y no creerán que no estás conmigo. Bien, ¿me ayudas o no? Sólo tengo tiempo para un sí o un no.

Jodie trató de no parecer asustado, pero sus ojos lo traicionaron.

—Sí o no.

—No quiero que me hagas daño.

—Si estás de mi lado nadie te hará daño. Soy muy bueno decidiendo quién resultará lastimado y quién no.

—¿Y me pagarás? ¿En efectivo? No quiero cheques.

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