Read El bosque encantado Online
Authors: Enid Blyton
Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Infantil y Juvenil
—¡Eh! ¿Has oído eso? Pronto te venderán —le dijo al poney su madre—. Te echaré de menos, hijo, pero te hará bien tener tu propio hogar y un pequeño amo a quien querer. Lo más bonito del mundo es amar y ser amado, pequeño mío, así que sé amable con todos y trata de hacer todos los amigos que puedas.
El pequeño poney siguió creciendo bien durante los meses siguientes. No tenía ni una manchita blanca en todo el cuerpo, a excepción de unos cuantos pelos blancos en la cola pero nadie se había fijado aún en ellos.
—Supongo que te llamarán Hollín, o Negrito o Negro —dijo la madre—, porque ése es el color de tu pelo.
Pronto llegó el momento de venderlo. Tenía que partir al día siguiente. Estaba triste y se mantuvo junto a su madre todo el tiempo.
—Ahora no te preocupes —le animó ella—. Estarás muy bien. Obedece siempre a tu amo, sé amable y cuida mucho de los niños que te monten.
—¿No volveré a verte nunca más? —preguntó el pequeño con tristeza—. Te echaré mucho de menos, madre.
—Bueno, tampoco es que te vayas tan lejos —le acarició su madre—. Vas a ir a casa de los niños que viven en la granja que esta al lado de la nuestra. Así, alguna vez, podrás venir a verme. Quizá los niños, cuando te monten, vengan hacia aquí.
—¡Oh! Eso sería maravilloso —exclamó el pequeño poney.
Empezó a sentirse mejor. Iba a salir al mundo. ¿Cómo era de grande? No lo sabía, porque nunca había salido más allá de la verja de la pradera. Pensó que el mundo podría llegar tan lejos como aquellas montañas que veía desde allí.
Al día siguiente llegó el granjero y, después de darle al poney un poco de avena, le colocó el cabestro para poderlo sujetar cuando se fueran. Él se arrimó cariñosamente a su madre por última vez y ésta le acarició suavemente con el hocico.
—Sé bueno, amable y haz lo que te digan —le aconsejó—. Así serás feliz. Adiós, hijito mío.
—Adiós —dijo el pequeño, y salió trotando, muy triste, por la verja que estaba abierta y que luego se cerró de un golpecito. Ahora, por primera vez, estaba al otro lado de la cerca. El camino se estrechaba frente a él y parecía muy largo.
¡Qué inmenso y extraño sentía él el mundo!
—Anda —dijo el granjero—, vamos a tu nuevo hogar.
Y partieron; el pequeño poney iba mirando constantemente a su alrededor con los ojos muy abiertos, curioseándolo todo.
El pequeño poney se sorprendió al ver lo grande que era el mundo. El camino era largo y daba a una carretera principal, que a la pequeña criatura le pareció larguísima.
Avanzaba al trote junto al granjero, mirando con asombro todas las casas por las que pasaban. Antes sólo había visto la granja de lejos, a gran distancia. De pronto, un animal rojo, enorme, rugió cerca de ellos y el pequeño poney saltó del susto e intentó meterse en la zanja para ocultarse.
—¿Qué es eso? —pensó—. ¿Me comerá, me comerá?
—Bueno, bueno —se rió el granjero—, es tan sólo un autobús. No te hará daño. Anda, vamos.
Pronto dejaron la carretera y se metieron por un nuevo camino. Éste llevaba a las montañas azuladas que tan a menudo había visto el poney desde la pradera. Vio los verdes maizales, que crecían a ambos lados, con alguna que otra amapola que temblaba con el viento.
Llegaron a lo alto del monte y el poney contempló sorprendido el valle que se extendía debajo de ellos. Parecía que el mundo era incluso más grande de lo que había pensado. ¡Era inmenso!
—Bien, ahí está tu nuevo hogar, allí abajo —el granjero señaló una pequeña granja situada en el valle—. Te gustará vivir allí. Hay tres niños que cabalgarán contigo; son unos chicos encantadores, de modo que no intentes ningún truco con ellos.
El poney aguzó las orejas. ¡Tres niños! Eso le iba a gustar. Era algo vergonzoso con los niños y las niñas pero, una vez que los conociera, sería muy divertido jugar con ellos. Continuó feliz su trote, sintiéndose cada vez más contento.
Por fin llegaron a la granja. Se entraba a través de una pequeña verja blanca. Había tres niños columpiándose en ella, que los estaban esperando. Cuando vieron al pequeño poney, gritaron de alegría.
—¡Allí está! Mirad, allí viene. ¡Oh, qué bonito es! Es el poney más bonito que he visto en mi vida.
Saltaron la verja y corrieron al encuentro del granjero y del poney. Éste se asustó y se echó para atrás con tanta fuerza que el granjero casi suelta la cuerda con la que lo sujetaba.
—¿Tienes vergüenza? No seas tonto. Demuéstrales lo simpático que eres.
—Es una maravilla —dijo Willie, un niño mayorcito de unos diez años—. Es el poney más bonito que he visto jamás.
—¡Oh, qué cariñoso! —dijo Sheila, que tenía siete años, y le puso los brazos alrededor del cuello, abrazándolo.
—Quiero montarlo ahora mismo —dijo Timmy, el más pequeño, que tenía cinco años.
El granjero lo montó sobre el lomo del poney, sujetándolo bien. El poney, asustado, dio un brinco: no estaba acostumbrado a tener a nadie encima, y no le gustó nada.
—Bueno, bueno —suspiró el granjero—, tendrás que acostumbrarte a esto. Bien, Timmy, ¿te gusta?
—Me encanta —contestó Timmy con su carita redonda, que se había enrojecido de la emoción—. Bájeme otra vez; quiero mirarlo bien.
—Bueno, ahora tengo que dejarlo —dijo el granjero—. ¿Dónde lo vais a tener?
—En esa pradera de allí —se apresuró a decir Willie, y señaló una pradera al lado del jardín de la granja—. Yo lo llevaré. Es lindísimo. ¿Tiene nombre?
—No —dijo el granjero, pasándole la cuerda a Willie para que éste se lo llevara—. Lo del nombre lo he dejado a vuestra elección. Bueno, espero que se porte bien. Es un buen compañero. Ahora me voy a hablar con vuestro padre. Veo que está allí, en aquel campo.
Dejó al poney con los niños, que lo llevaron hasta la pradera y cerraron la verja. Éste se paró y los miró con ojos brillantes, aunque un poco aturdido. Todo le resultaba muy extraño, y echaba de menos a su madre.
—Eres el poney más encantador del mundo y eres nuestro —Sheila le acarició la nariz con dulzura—, pero, antes que nada, tenemos que ponerte un nombre.
—Ni Hollín, ni Negrito, ni Carbonilla —dijo Willie.
—Pero es completamente negro —observó Sheila—. Hay que ponerle un nombre que tenga que ver con algo negro.
—No me gustan los nombres relacionados con lo negro —comentó Willie—. No pienso llamarle nada por el estilo.
—Bueno, pues llámale Bolita de Nieve o Blanca Nieve o Copito de Nieve —Sheila se echó a reír.
Los otros se miraron y Willie se echó a reír también.
—¡Buena idea! Le llamaremos Bolita de Nieve. Eso le hará mucha gracia a la gente.
El poney pensó que era un nombre bonito, y se sentía muy satisfecho de tener un nombre propio. Confiaba en que le gustara a su madre también.
—¡Bolita de Nieve! —le dijo Sheila despacito en el oído—. Ése es tu nombre, pequeño poney. ¡Bolita de Nieve! Ahora, cada vez que nos oigas llamarte así, tienes que venir trotando hacia nosotros. ¿Lo entiendes?
—Bolita de Nieve —repitió Timmy, dándole una palmadita en el cuello—. Eres una bolita de nieve negra, eres nuestro y te queremos mucho.
—Será mejor que hoy no lo montemos —dijo Willie—. Tiene vergüenza y algo de miedo, pues acaba de dejar su casa. Sólo le hablaremos y le haremos trotar por ahí. Pronto se sentirá a gusto y será feliz.
—Vamos, Bolita de Nieve, vamos a dar una vuelta por la pradera —Sheila echó a correr.
Y Bolita de Nieve trotó muy alegre por allí, en compañía de los niños.
Pronto los niños entraron a comer y su madre escuchó con mucho interés todo lo que tenían que contar acerca de Bolita de Nieve. Les prometió que luego iría a verlo.
—Va a ser una compañía estupenda para vosotros, y hasta Timmy podrá montarlo. Creo que papá va a traerle los aparejos hoy, así que pronto tendrá que aprender a llevar una silla y a obedecer a las riendas.
—Al principio quizá no le guste —intervino Willie—, pero pronto se acostumbrará. Es un cielo, mamá. Nunca he visto un poney tan encantador. Tiene el pelo tan brillante como el raso negro.
—¿Y cómo es que le habéis llamado Bolita de Nieve? —preguntó la madre extrañada—. Es una ocurrencia muy ingeniosa.
—Espero que no se sienta muy solo en la pradera —di-jo Sheila—. Supongo que echará mucho de menos a su madre.
Bolita de Nieve se estaba sintiendo muy solo. Quería que volvieran los niños y le hablaran. Se preguntaba a cada instante dónde se habrían ido y cuándo volverían.
Masticó un poco de hierba, que era muy sabrosa. Dio una vuelta por la pradera y se sintió orgulloso de pensar que era para él exclusivamente, ya que no había ninguna otra criatura en ella. Había vacas en un campo cercano al suyo y ovejas en la parte del monte, pero en su pradera él era el único.
De pronto una gallina marrón pasó por la cerca y empezó a picotear por el suelo. Luego llegó otra y, más tarde, otra más. Bolita de Nieve se paró y las miró enfadado.
—Ésta es mi pradera —dio un relincho, y corrió hacia ellas hecho una fiera.
La primera gallina marrón lo miró sorprendida.
—¿Cómo que tu pradera? ¿Qué quieres decir? Siempre venimos aquí a picotear. No seas bobo.
—¡Iros! —ordenó Bolita de Nieve—. No quiero teneros aquí.
Corrió tras la gallina y ésta echó a correr hacia la valla. Después persiguió a las otras dos, que también se fueron pero, tan pronto como dio la vuelta, la primera gallina entró de nuevo por otro agujero algo más apartado.
Bolita de Nieve estaba furioso. Trotó hacia la gallina, y ésta cacareó y se fue corriendo. Pero, al mismo tiempo que se marchaba por la valla, algunas otras llegaron por el lado opuesto de la pradera. Bolita de Nieve la atravesó al galope para decirles unas cuantas cosas.
Pronto las gallinas se estuvieron divirtiendo a costa del pequeño poney.
—¿A que no me pillas? ¿A que no me pillas? —cacareaban las gallinas.
Bolita de Nieve arremetió contra todas ellas y luego dio una patada en el suelo.
—Se lo diré a los niños. Sabéis que esta es mi pradera, y no permitiré que nadie más esté en ella.
Un enorme caballo marrón se asomó por la valla y se quedó mirando a Bolita de Nieve.
—¡Hola! —saludó—. No te había visto antes. ¿Por qué se ha formado todo este lío?
—La culpa la tienen estas gallinas —dijo Bolita de Nieve—. Es la primera vez que tengo una pradera para mí solo y no quiero que la pisen las gallinas.
—Ésta pradera no es tuya —le explicó el caballo marrón—. Es, simplemente, la pradera donde se te permite estar. En cuanto a las gallinas, pueden ir donde ellas quieran. Eso es lo que dijo el granjero. Sé amable, o no harás amigos. ¿No te lo advirtió tu madre?
Bolita de Nieve se acordó de pronto de su madre. Sí, ella le había dicho lo mismo. ¡Oh, qué pronto se había olvidado! ¡Qué pena! Se fue trotando cabizbajo a un rincón. Las gallinas lo rodearon y empezaron a cacarear.
—Después de todo, es tan sólo un bebé. No sabe hacer las cosas de otra manera. ¿Cómo te llamas, bebé?
El poney se alegró de tener un nombre.
—Me llamo Bolita de Nieve.
Entonces las gallinas y el caballo estallaron en grandes carcajadas.
—¡Vaya broma! —comentaban entre sí—. Bolita de Nieve, ¿qué os parece? Vaya bola de nieve… negra.
Sonó un golpecito en la verja, y el poney escuchó las voces de los niños. Aguzó las orejas y miró alrededor.
—¡Bolita de Nieve! ¡Bolita de Nieve! —llamaban los tres niños.
El pequeño poney galopó muy contento hacia ellos.
—Ya conoce su nombre —gritó Willie—. ¡Qué listo es! Ha venido en cuanto lo hemos llamado.
El poney les arrimó el hocico. Timmy le ofreció una cosita blanca y cuadrada que sostenía en la palma de la mano. Bolita de Nieve la olfateó.
—Vamos, Bolita de Nieve, es un regalito para ti. Es un terroncito de azúcar —dijo Timmy.
—Mamá nos dio uno a cada uno después de comer, pero yo he guardado el mío para ti. Cómetelo, tontín.
Bolita de Nieve lo volvió a olfatear. Nunca había olido el azúcar. De pronto, alzó el labio superior y agarró el terrón con la boca.
Lo masticó. Era dulce, y le gustó mucho. Siguió olfateando alrededor de Timmy, confiando en encontrar otro terroncito. ¡Qué niño tan simpático! ¡Haberle guardado un regalito así!
—Si eres bueno, a lo mejor te guardo mi terroncito de azúcar mañana —dijo Sheila—. Vamos, ven. Vamos a verte trotar, galopar, andar y dar vueltas. Hemos venido para jugar contigo toda la tarde.
Al momento estaban los cuatro jugando como locos y todas las gallinas se quedaron mirando sorprendidas. Los niños corrieron por la pradera, y el poney también. Caminaron durante mucho rato. Luego se sentaron sobre la hierba y Bolita de Nieve se acostó. Más tarde dieron vueltas y más vueltas en compañía del poney, a quien le gustaba mucho ese juego. Los niños no dejaban de reírse.
—Es como nosotros.
La primera noche, Bolita de Nieve se sintió terriblemente solo sin tener a su madre al lado. Normalmente, se acostaban debajo de un castaño que tenían en la pradera y él se acurrucaba junto a ella.
Pero esa noche, en su propia pradera, no tenía a nadie a quien arrimarse. Relinchó llamando a su madre, pero ella no fue; estaba muy lejos. Buscó a las gallinas marrones para hablar con ellas, pero se habían ido a dormir al gallinero. Entonces se fue hasta la valla y relinchó, llamando al viejo caballo marrón. Pero el caballo dormía en el otro extremo de la pradera, y tampoco acudió.