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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (2 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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En estos menesteres me empleé con tanto esmero que no sólo tuve contentos a mis amos, sino que creció mi fama entre los más principales señores de la corte del sultán. De tal manera que, pasados algunos años, llegué a estar muy bien considerado entre la servidumbre del tal Dromux Arráez, gozando de libertad para entrar y salir por sus dominios. De modo que vine a estar al tanto de todo lo que pasaba en la prodigiosa ciudad de Estambul y a tener contacto con otros cristianos que en ella vivían, venecianos los más de ellos, aunque también napolitanos, griegos e incluso españoles, y así logré muchos conocimientos de idas y venidas, negocios y componendas. De esta suerte, trabé amistad con hombres de doble vida que eran tenidos allí por mercaderes, pero que servían en secreto a nuestro Rey Católico mandando avisos y teniendo al corriente a las autoridades cristianas de cuanto tramaba el turco en perjuicio de las Españas.

Abundando en inteligencias con tales espías, les pareció a ellos muy oportuno que yo me fingiera aficionado a la religión mahomética y me hiciera tener por renegado de la fe en que fui bautizado. Y acepté, para sacar el mejor provecho del cautiverio en favor de tan justa causa. Pero entiéndase que me hice moro sólo en figura y apariencia, mas no en el fuero interno donde conservé siempre la devoción a Nuestro Señor Jesucristo, a la Virgen María y a todos los santos.

Esta treta me salió tan bien, que mi dueño se holgó mucho al tenerme por turco y me consideró desde entonces no ya como esclavo sino como a hijo muy querido. Me dejé circuncidar y tomé las galas de ellos, así como sus costumbres. Aprendí la lengua alárabe y perfeccioné mis conocimientos de la cifra que usan para tañer el laúd que llaman
saz
. Pronto recitaba de memoria los credos mahométicos, cumplía engañosamente con las obligaciones de los ismaelitas, no omitiendo ninguna de las cinco oraciones que ellos hacen, así como tampoco las abluciones, y dejé que trocaran mi nombre cristiano por el apodo sarraceno Cheremet Alí. Con esta nueva identidad y teniendo muy conforme a todo el mundo hice una vida cómoda, fácil, en un reino donde los cautivos pasan incontables penas. Y tuve la oportunidad de obtener muy buenas informaciones que, como ya contaré, sirvieron harto a la causa de la cristiandad.

No bien había transcurrido un lustro de mi cautiverio, cuando cayó en desgracia mi amo Dromux Arráez, que era visir de la corte del Gran Turco. Alguien de entre su gente le traicionó y sus enemigos aprovecharon para sacarle los yerros ante la mirada del sultán. Fue llevado a prisión, juzgado y condenado a la pena de la vida. Cercenada su cabeza y clavada en una pica, sus bienes fueron confiscados y puestos en venta todos sus siervos y haciendas.

A mí me compró un importantísimo ministro de palacio, que había tenido noticias de mis artes por ser muy amigo de cantores y poetas. Era este magnate nada menos que el guardián de los sellos del Gran Turco, el
nisanji
, que dicen ellos, y servía a las cosas del más alto gobierno del Gran Turco en la Sublime Puerta.

Cambié de casa, pero no de oficios, pues seguí con mi condición de trovador, turco por fuera, y muy cristiano por dentro, espiando lo que podía.

Y ejercí este segundo menester con el mayor de los tinos. Resultado que el primer secretario de mi nuevo amo era también espía de la misma cofradía que yo. Aunque no supe esto hasta que Dios no lo quiso. Pero, cuando fue Él servido dello, llegó a mis oídos la noticia de que el Gran Turco tenía resuelto atacar Malta con toda su flota.

Pusieron mucho empeño los conjurados de la secreta hermandad para que corriera yo a dar el aviso cuanto antes. Embárqueme aprisa y con sigilo en la galeaza de un tal Melquíades de Pantoja y navegué sin sobresaltos hasta la isla de Quío.

Ya atisbaba la costa cristiana, feliz por mi suerte, cuando se cambiaron las tornas y se pusieron mi vida y misión en gran peligro. Resultó que los griegos en cuyo navío iba camino de Nápoles prestaron oído al demonio y me entregaron a las autoridades venecianas que gobernaban aquellas aguas. Éstos me consideraron traidor y renegado, poniéndome en manos de la justicia española en Sicilia; la cual estimó que debía comparecer ante la Santa Inquisición, por haber encontrado en mi poder documentos con el sello del Gran Turco. Repararon también en que estaba yo circuncidado y ya no me otorgaron crédito.

Intenté una y otra vez darles razones para convencerles de que era cristiano. No me atendían. Todo estaba en mi contra. Me interrogaron y me sometieron a duros tormentos. Pero no podía decirles toda la verdad acerca de mi historia, porque tenía jurado por la sacrosanta Cruz del Señor no revelar a nadie que era espía, ni aun a los cristianos, salvo al virrey de Nápoles en persona o al mismísimo rey.

Los señores inquisidores siempre me preguntaban lo mismo: si había apostatado, qué ceremonias había practicado de la secta mahomética, qué sabía acerca de Mahoma, de sus prédicas, del Corán; si había guardado los ayunos del Ramadán… Y todo esto haciéndome pasar una y otra vez por el suplicio del potro.

Como no viera yo salida a tan terrible trance, encomiéndeme a la Virgen de Guadalupe con muchas lágrimas y dolor de corazón. «¡Señora —rezaba—, ved en el fondo de mi alma. Compadeceos de mí, mísero pecador! ¡Haced un milagro, Señora!»

Sufría por los castigos y prisiones, pero también me atormentaba la idea de que se perdería la oportunidad de que mis informaciones llegaran a oídos del Rey Católico para que acudiera a tiempo a socorrer Malta.

En esto, debió de escuchar mi súplica la Madre de Dios, porque un confesor del hábito de San Francisco me creyó al fin y mandó recado al virrey. Acudió presto el noble señor que ostentaba este importante cargo y, por ser versado en asuntos de espías, adivinó enseguida que no mentía mi boca, así como que mi alma guardaba un valiosísimo secreto.

El aviso que traía yo de Constantinopla advertía de que en el mes de marzo saldría la armada turca para conquistar Malta, bajo el mando del kapudán Piali Bajá, llevando a bordo seis mil jenízaros, ocho mil
spais
y municiones y bastimentos para asediar la isla durante medio año si fuera preciso, uniéndoseles al sitio el beylerbey de Argel Sali Bajá y Dragut con sus corsarios. Si se ganaba Malta, después caerían Sicilia, Italia y lo que les viniera a la mano.

Por tener conocimiento el Rey Católico de tan grave amenaza gracias a esta nueva, pudo proveer con tiempo los aparatos de guerra necesarios. Cursó mandato y bastimentos a los caballeros de San Juan de Jerusalén para que se aprestaran a fortificar la isla y componer todas las defensas. También ordenó que partiera la armada del mar con doscientas naves y más de quince mil hombres del Tercio, a cuyo frente iba don Álvaro de Sande.

Participé en la victoria que nos otorgó Dios en aquella gloriosa jornada, y dejé bien altos los apellidos que adornan mi nombre cristiano: tanto Monroy como Villalobos, que eran los de mis señores padre y abuelo a los cuales seguí en esto de las armas.

Salvóse Malta para la cristiandad y la feliz noticia corrió veloz. Llegó pronto a oídos del Papa de Roma, que llamó a su presencia a los importantes generales y caballeros victoriosos, para bendecirles por haber acudido valientemente en servicio y amparo de la santa fe cristiana.

Tuvieron a bien mis jefes hacerme la merced de llevarme con ellos, como premio a las informaciones que traje desde Constantinopla y que valieron el triunfo. Tomé camino pues de Roma, cabeza de la cristiandad, en los barcos que mandó su excelencia el virrey para cumplir a la llamada de Su Santidad. Llegamos a la más hermosa ciudad del mundo y emprendimos victorioso desfile por sus calles, llevando delante las banderas, pendones y estandartes de nuestros ejércitos.

Tañía a misa mayor en la más grande catedral del orbe, cual es la de San Pedro. Con el ruido de las campanas, el redoblar de los tambores y el vitorear de la mucha gente que estaba concentrada, el alma se me puso en vilo y me temblaban las piernas.

Aunque de lejos, vi al papa Pío V sentado en su silla con mucha majestad, luciendo sobre la testa las tres coronas. Habló palabras en latín que fueron inaudibles desde la distancia e impartió sus bendiciones con las indulgencias propias para la ocasión. Y después, entre otros muchos regalos que hizo a los vencedores, Su Santidad dio a don Álvaro de Sande tres espinas de la corona del Señor.

Con estas gracias y muy holgados, estuvimos cuatro días en Roma, pasados los cuales, nos embarcamos con rumbo a España, a Málaga, donde el Rey nuestro señor nos hizo también recibimiento en persona y nos otorgó grandes honores por la victoria.

Permanecí en aquel puerto y cuartel el tiempo necesario para reponer fuerzas y verme sano de cierta debilidad de miembros y fiebre que padecía. Valiéndome también este reposo para solicitar de Su Majestad que librara orden al Consejo de la Suprema y General Inquisición y que se me tuviera por exonerado, siendo subsanada mi honra y buen nombre de cristiano en los Libros de Genealogías y en los Registros de Relajados, de Reconciliados y de Penitenciarios, para que no sufriera perjuicio alguno por las acusaciones a que fui sometido por ser tenido como renegado y apóstata.

Hicieron al respecto los secretarios del rey las oportunas diligencias y, sano de cuerpo y subsanado de alma, me puse en camino a pie para peregrinar al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, como romería y en agradecimiento por la gracia de haberme visto libre de tantas adversidades.

Cumplida mi promesa, retorné felizmente a Jerez de los Caballeros, a mi casa, donde tiene su inicio la historia que ahora escribo, obedeciendo al mandado de Vuecencia, por la sujeción y reverencia que le debo —mas no por hacerme memorable— y para mayor gloria de Dios Nuestro Señor; pues la fama y grandeza humanas de nada valen, si no es como buen ejemplo y guía de otras vidas. Harto consuelo me da saber el bien que asegura Vuecencia que ha de hacer a las almas esto que ahora escribo. Plega a Dios se cumpla tal propósito.

De Vuestra Excelencia indigno siervo.

Luis María Monroy

Libro primero

Donde cuenta don Luis María Monroy de Villalobos

el regreso a su casa, en la muy noble ciudad de Jerez

de los Caballeros, después de haberse visto libre del

penoso cautiverio en Constantinopla
.

Capítulo 1

Amanecía débilmente cuando alcancé a ver las torres y campanarios de mi amada ciudad. Había yo caminado durante toda la noche para evitar el calor, por senderos que desdibujaban las sombras, y me pareció que nacía el sol en el horizonte para alumbrar la hermosura de Jerez de los Caballeros, regalándome con la sublime visión de las murallas doradas y los rojos tejados, en medio de los campos montuosos. Una gran quietud lo dominaba todo.

Crucé la puerta que dicen de Burgos y ascendí lentamente por las calles en cuesta. Los perros ladraban al ruido de mis pasos. Cantaban los gallos. Los campesinos salían a sus labores y las campanas llamaban a misa de alba. Los quehaceres cotidianos, ruido de esquilas, martilleo en los talleres, pregoneros y escobones rasgando las piedras de los portales rompían el silencio.

Más de diez años habían transcurrido desde mi partida. Era yo tierno mozo entonces, cuando salí de mi casa, y ahora retornaba hecho un hombre; crecidas las barbas sin arreglo, sucios cuerpo y rostro por el polvo de los caminos y ajadas las ropas tras tan largo viaje. Nadie me reconoció, aunque algunos se me quedaban mirando.

Al atravesar los familiares lugares donde pasé la infancia, brotaban en mi alma los recuerdos. Sentí un amago de congoja, por el tiempo dejado atrás y que ya no retornaría. Pero, llegado a la puerta de mi casa, me sacudió un súbito gozo, como si me brotara dentro una fuente que me animaba. Y se me hizo presente la memoria del penoso cautiverio como algo consumado, muy lejano, como si hubiera sido padecido por otra persona, no por mí.

La entrañable visión del lugar donde me crié permanecía inalterada, asombrosamente idéntica al día que me marché. Me fijaba en la pared soleada, en los rojos ladrillos de los quicios de las ventanas, en las negras rejas de forja, en los nobles escudos donde lucían, bien cinceladas en granito, las armas de la familia.

Golpeé la madera del recio portalón con la aldaba y la llamada resonó en el interior del zaguán, retornando a mí como un sonido profundamente reconocido. Al cabo se oyeron pasos adentro. Una viva emoción cargada de impaciencia me dominaba.

Abrió un muchacho de familiar aspecto. Me miró, y con habla prudente preguntó:

—¿Qué desea vuestra merced a hora tan temprana? No se hace caridad en esta casa hasta pasado el mediodía.

—No pido caridad —respondí sonriente—. Vengo a lo que es mío…

Me observó circunspecto el zagal y, arrogante, añadió:

—Si sois peregrino o soldado de paso, habré de ir a preguntar a mi señor padre. Aguardad aquí.

—Ambas cosas soy —asentí—, peregrino y soldado. Aunque no ando de paso, sino que vuelvo a mi casa.

—¿Eh? —musitó sobresaltado él.

—Soy don Luis María Monroy de Villalobos —añadí—. En esta casa nací hace veintiocho años.

Al muchacho se le iluminó el rostro. Quedó atónito, mudo, y se apartó para franquearme el paso.

Avanzaba yo por el zaguán en penumbra, cuando le volvió la voz y me dijo con mucho respeto:

—Pase, pase vuestra merced, que le esperan, señor tío. —Y empezó a anunciar a gritos, mientras correteaba—: ¡Es don Luis María! ¡Es el cautivo!…

Vislumbré al fondo la luz del patio y avancé con pasos vacilantes, arrobado, buscando la puerta que daba a las estancias donde mi familia solía hacer la vida. En el austero comedor, unas velas encendidas iluminaban el cuadro de la Virgen de las Mercedes, auxilio de cautivos, que mandó colgar allí mi abuela.

Al pie de la bendita imagen, arrodillada, una dama oraba. Mi presencia y los gritos del muchacho la sobresaltaron.

—¡Es el cautivo! ¡Es el cautivo!…

Ella me miró de arriba abajo, con gesto de perplejidad. Mis ojos se cruzaron con los suyos. Era tal y como la recordaba, a pesar de que su rostro se había tornado más sereno con los años y el cabello ya no era castaño, sino gris.

—¡Señora madre! —exclamé llevado por natural impulso.

—¡Hijo de mi alma! —respondió ella, extendiendo los brazos hacia mí.

Nada hay como retornar al regazo de una madre después de haber sufrido harto. ¿Tal vez alcanzar el cielo…?

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